POR CARMEN PAREJO RENDÓN
Uno de los elementos que se ponen sobre la mesa en la actual pugna geopolítica es el choque entre economías manufactureras frente las economías de EE.UU. y Europa Occidental, que sacrificaron su capacidad industrial y se presentan en la actualidad como superpotencias en la esfera financiera y militar, pero que no pueden asegurar su base material sin mantener el control sobre los recursos de otras zonas del planeta.
Una señal de que el mundo está cambiando, pero que aún no del todo, se manifiesta, de forma habitual, en cualquier declaración de Josep Borrell. Recientemente, en una entrevista, el Alto representante de la Unión Europea (UE) para Asuntos exteriores consideró que Rusia no era más que “una gasolinera”.
Cada declaración de Borrell es una aclaratoria de la forma que tienen la Unión Europea (UE), Reino Unido y EE.UU. de ver al resto del mundo, es decir, como un almacén de recursos a su servicio.
Más allá del escándalo que pueden provocar estas declaraciones, son aclaratorias de la forma que tienen la Unión Europea, Reino Unido y EE.UU. de ver al resto del mundo, es decir, como un almacén de recursos a su servicio.
La imagen, sin embargo, también sirve para comprender cómo empieza a ver el resto del mundo a la UE, a Reino Unido y a EE.UU.
El pasado 15 de agosto, el exsecretario de Relaciones Exteriores del Reino Unido, David Owen, en una entrevista con The Guardian, consideró que su país debería reconocer su rol de liderazgo en el golpe de Estado contra Mohamad Mosadeq en Irán, en 1953, algo que, bajo su punto de vista, ayudaría incluso a la credibilidad de Reino Unido.
Ahora que se cumplen setenta años de aquel 19 de agosto en el que potencias extranjeras decidieron poner fin al gobierno democrático en Irán, unos hechos que, aunque han sido reconocidos hace ya más de diez años por cables desclasificados de la CIA, siguen siendo un tema tabú para Londres.
En 1908 se descubrió el primer yacimiento petrolero en Irán. Un año más tarde se conformó la compañía Anglo-Persian Oil Compañy (APOC), con sede en Londres, más tarde conocida como Anglo-Iranian Oil Company. El gobierno británico compraría la mayor parte de las acciones de la firma en el año 1914, obteniendo con ello el control sobre la industria petrolera en la nación persa. Con el Tratado Gas-Golshayan (1933), Teherán garantizó esta concesión por sesenta años más.
En 1951, el primer ministro Mohammad Sa’ed, trató de aprobar un nuevo anexo al Acuerdo de 1933, que no fue aceptado por el parlamento iraní. Sus sucesores, Ali Mansur y Haj Ali Razmara, harían la misma gestión y tendrían la misma suerte. En medio de esa crisis, el entonces presidente de la Comisión de petróleo del parlamento iraní, el doctor Mohamad Mosadeq, tomó la iniciativa y declaró ante la prensa la nulidad los tratados de D’Arcy de 1933 y el Anexo presentado en el parlamento, iniciando con ello el proceso de nacionalización del petróleo.
Las consecuencias no tardaron en llegar. Londres cerró dos bancos británicos en el país y exigió la devolución de una deuda de un millón de libras, así como de los créditos otorgados a los comerciantes, no sin antes amenazar con impulsar la independencia de la provincia petrolera de Juzestán, al sur del país persa.
Mosadeq fue elegido como primer ministro y, el 20 de marzo de 1951, fue ratificado por el senado, dando paso más tarde a la nacionalización de la Anglo-Iranian Oil Company. Hasta ese momento, el petróleo solo reportaba un 20 % de los beneficios para Irán, por lo que retomar el control de ese recurso fue un paso fundamental que le permitió a Teherán emanciparse efectivamente del control que ejercía el imperio británico.
Tras el intento de imponer un bloqueo al petróleo iraní, la agencia de inteligencia británica (MI6), apoyada por la Agencia Central de Inteligencia (CIA), inició la llamada Operación Ajax, financiando un golpe de Estado que culminó el 19 de agosto de 1953 y supuso la imposición de la dictadura monárquica –subordinada a los intereses occidentales– del sha Mohammad Reza Pahlavi, que duraría hasta 1978, con el triunfo de la Revolución islámica.
EE.UU., que inicialmente no apoyaba la operación, finalmente jugó un papel destacado a través de la figura de Kermit ‘Kim’ Roosevelt, jefe local de la CIA, quien dirigió la Operación Ajax y acabó como ilustre multimillonario, al convertirse en el principal intermediario de las compañías iraníes durante la dictadura del sha. Es habitual que, tras el saqueo, se profundice la corrupción como un pago por los servicios prestados.
Sin embargo, este no es un caso aislado. El próximo 11 de septiembre se cumplen cincuenta años del golpe de Estado contra el presidente Salvador Allende en Chile. El 4 de diciembre de 1972, en la ONU, Allende denunciaba: “Señores delegados: Acuso ante la conciencia del mundo a la ITT de pretender provocar en mi patria una guerra civil. Esto es lo que nosotros calificamos de acción imperialista”.
Tal como denunciaba Allende, la compañía estadounidense International Telegraph and Telephone Company (ITT) tenía intereses en revertir el proceso de nacionalización del cobre en el país suramericano. Y aunque las motivaciones estadounidenses para derrocar al presidente chileno iban más allá de ese afán económico, documentos desclasificados dejan constancia de la relación de EE.UU. con este golpe, así como de las presiones que esas y otras compañías le hicieron a la CIA para truncar el proceso político en la nación andina.
Una vez más, la mano de la CIA tuvo consecuencias dramáticas para Chile, como fue la imposición de la dictadura de Augusto Pinochet y sus miles de desaparecidos.
En las últimas semanas estamos viendo cómo los aliados atlantistas están alentando una guerra en el continente africano, una confrontación entre pueblos vecinos, tras el golpe de Estado en Níger, justo cuando las autoridades políticas anuncian su deseo de controlar sus propios recursos naturales y expulsar a aquellos que han saqueado su territorio durante décadas.
Josep Borrell ve el mundo como le han enseñado a verlo, como un gran almacén a disposición de los intereses de los grandes capitales europeos y estadounidenses, además, se cree con la legitimidad para defender tan turbios intereses aún hasta las últimas consecuencias. Sin embargo, el mundo está cambiando, ¿aprenderán los aliados atlantistas a adaptarse a esas transformaciones?
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