Luxemburgo: la Rosa de fuego de la Revolución

POR ANA MARÍA RAMB

A 150 años de su nacimiento.

1871, año de tumultos y rebeldías. El día 5 de marzo nació en Zamosc, centro cultural polaco, convertido en baluarte militar bajo el imperio colonial del Zar de todas las Rusias, Rozália Luksemburg. Sus antepasados habrían estado entre los sefardíes expulsados por los Reyes Católicos de España. El 18 de marzo de 1871, apenas trece días más tarde, surgía, arrolladora, la Comuna de París, experiencia de gobierno popular que iba a durar 72 heroicas jornadas. Cruelmente reprimida, dejaría sin embargo su marca en la siguiente generación revolucionaria. La de Rosa Luxemburgo.

Una caída motivó que a los cinco años Rosa (el nombre de Rozália había quedado en el olvido) fuese enyesada. Durante los meses en cama, devoró cuanto libro le acercaba su madre, que prefería la buena literatura alemana y eslava al Talmud. Cuando a la pequeña le quitaron la escayola, sus piernitas ya no tenían la misma longitud. Las largas polleras de la época, un paso breve y elegante y, sobre todo, su confianza en sí misma, ayudaron a que Rosa no viviera eso como un obstáculo. Tenía 16 años cuando comenzó a participar en Proletariat, partido polaco clandestino de tendencia socialista. Al graduarse con las más altas notas, en el Gymnasium de Varsovia no le entregaron la medalla a la que tenía derecho; esa brillante alumna era muy discutidora.

La policía imperial puso la lupa en la agitación juvenil y, con solo 18 años, Rosa huye de Varsovia. Arriba a Zúrich, entonces el más importante centro de emigración rusa y polaca, ciudad pulcra y tranquila –sin patrullaje policial en las calles–, cuya Universidad es la única en Europa que acepta estudiantes mujeres. Rosa se aloja en casa de una familia alemana, los Lübeck, que la adoptan como una hija. Ella cursa estudios de Ciencias Naturales, Economía, Filosofía y Derecho. Al fin, rinde su tesis en Ciencias Políticas y obtiene su doctorado. Y como Zúrich, ciudad amigable, es también un hervidero de insurgentes de todas las latitudes, Rosa aborda un nuevo compromiso militante, alentada por el revolucionario lituano Leo Jogiches. Piensan ambos que ella podría desarrollar su militancia en Berlín, donde Rosa podría ejercer el periodismo de barricada, la investigación teórica y el contacto con un vigoroso proletariado. Pero en Alemania, militar en política está expresamente prohibido para los extranjeros, con el riesgo de ser deportados al país de origen. Gracias a la bonhomía de Gustav, hijo de los Lübeck, que contrae con Rosa un matrimonio jamás consumado, obtiene ella la ciudadanía alemana.

Rosa Luxemburgo

En primera línea del SPD

En Berlín se incorpora al Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD), por entonces, el más numeroso y mejor organizado del mundo. Allí conoce y se relaciona con los principales referentes: August BebelEduard BernsteinKarl KautskyWilhem LiebknechtClara ZetkinFranz Mehring. Pronto Rosa Luxemburgo habrá de descollar en primera línea. Pero para algunos dirigentes, apoltronados en sus sillones, la presencia de esa muchacha, frágil en apariencia, pero, a la vez culta y creativa, con la duda como método –y, sobre todo, de una oratoria convincente y arrebatadora– resulta inquietante. Ella insiste en que las estructuras de las organizaciones revolucionarias deben construirse de abajo hacia arriba, y que la Revolución misma sólo podría ser llevada a cabo por la clase trabajadora, idea que, si bien es la piedra angular del marxismo, algunos prefieren olvidar. O poner en cuestión.

En 1913, Rosa publicó La acumulación del capital, donde concientiza sobre la urgencia histórica de la disolución del capitalismo, cuyo colapso será inevitable, en el torbellino de «una crisis general y aniquiladora». En su diagnóstico describe cómo el capital se expande gracias al despojo –en muchos casos, violento– de mercados externos que no estaban bajo su órbita, con apropiación y subordinación de relaciones sociales y territorios. Muchas de las tesis desarrolladas en ese libro, muy cuestionado en su época dentro del ala reformista del SPD –ni qué decir por los tanques pensantes del poder real– aportan mucho a la comprensión de la actual etapa del capitalismo, con sus tendencias y contradicciones. En nuestros días, David Harvey ha recuperado su tesis principal a través de la categoría de «Acumulación por desposesión».

El reformismo y su mochila de plomo

Los problemas que Rosa Luxemburgo afrontó ante el sistema capitalista y la socialdemocracia de su tiempo no son los mismos del momento actual. Pero cierto es que muchas de las «vías» que hoy se presentan como originales no lo son tanto. Y que graves problemas que la sociedad sufre hoy son consecuencia de las claudicaciones, mimetismos y cooptaciones que corrientes contrarrevolucionarias han operado desde el interior de movimientos obreros y políticos que habían surgido con ímpeto transformador. Eduard Bernstein, dirigente del SPD, levanta una prédica que suena familiar en nuestros días. Ha escrito una serie de artículos bajo el título «Los problemas del socialismo»: ¿Para qué plantearse la toma del poder? ¿Para qué la lucha de clases? ¿Para qué la Revolución? Y argumenta: Si se puede ir saneando el capitalismo –que, después de todo no es tan malo– e ir ganando espacios y conquistas por medio de paulatinas reformas parlamentarias. Bernstein, que se erige como el pope del revisionismo marxista, afirma que el capitalismo, bajo la presión de las instituciones democráticas modernas, y los conceptos de obligación social que conllevan, debe asumir un rostro distinto de aquel que evidenciaba cuando el poder político estaba monopolizado por la propiedad privada… Le falta decir que es posible un capitalismo «con rostro humano». En contra de ese capitalismo «organizado, pacífico, prolijo y planificado», Luxemburgo publica Reforma social o Revolución. Allí escribe: Así, tanto de las políticas del revisionismo como de sus teorías económicas, llegamos a una misma conclusión: que no tienden, en el fondo, a la derrota del orden capitalista; que no quieren la desaparición del sistema del salario, sino asegurar la explotación. En una palabra: pretenden la atenuación de los excesos capitalistas, pero no la destrucción del capitalismo. Firme en las posiciones de la dialéctica materialista y en las leyes que rigen la historia, sobre la toma del poder por parte de la clase trabajadora, insiste Rosa en que este es el irrenunciable objetivo central de la Revolución y núcleo estratégico de la transformación social. Karl Kaustky, cofundador del SPD, que había frecuentado en Londres a Marx y Engels, con cuatro libros cuya publicación le había cimentado apreciable prestigio –si bien Engels le envió correcciones que él no tuvo en cuenta– se había erigido en el gran intelectual del partido y de la II Internacional. Y apoyó en principio las ideas de Rosa, pero desde una posición «centrista» –que, en los hechos, favorecía a Bernstein. Rosa cultivó su amistad y la de su familia, hasta que Kautsky comenzó a moverse en forma más evidente desde el «centro» hacia la derecha del partido. Kautsky y Rosa discutieron fuerte, sobre todo cuando ella publicó en 1913 Huelga de masas, partido y sindicato. Para los prolegómenos de la Guerra del 14, Kautsky, que había abandonado la meta de la revolución de la clase trabajadora y sostenía la idea burguesa liberal de la «democracia pura por encima de las clases» –que le mereció de Marx el título de «filisteo»– votó a favor del presupuesto armamentista. Después intentó rectificarse y alzó la voz en contra de la guerra. Fue silenciado por la mayoría «pro bellum» del SPD.

«¿Es que ahora somos feministas?»

En sus escritos, Rosa Luxemburgo no nombra el patriarcado, sistema milenario que es previo al surgimiento del capitalismo, pero fabulosamente funcional para este, al brindarle mandatos y mecanismos de opresión sobre la mujer. Sin embargo, denunció sin desmayo la discriminación sufrida por sexo y clase social. En su artículo de 1902 Cuestión de táctica, señala cómo los partidos socialdemócratas convalidaron la concesión hecha a la burguesía liberal por el Partido Obrero de Bélgica, para obtener el sufragio «universal», bajo el criterio de «un hombre, un voto». En aquella negociación se renunciaba «por el momento» a exigir el derecho al voto para las mujeres. El texto de Rosa refuerza los indignados reclamos de Clara Zetkin. Y en 1912 publica El voto femenino y la lucha de clases. Por otra parte, Luxemburgo destacó el papel de las mujeres en las huelgas de masas y en la futura caída del capitalismo. Como señala Nancy Fraser, Rosa tampoco habló de las mujeres como una categoría abstracta, ahistórica, escindida de la clase de pertenencia. «Para la mujer burguesa, su casa es el mundo. Para la proletaria, el mundo entero es su casa», era una frecuente frase suya, que anticipa el ensayo de 1914 La mujer proletaria, donde desestima los reclamos de las burguesas para obtener los mismos derechos económicos y políticos de los hombres de su clase, mientras permanecen indiferentes a la liberación y los derechos las mujeres del pueblo. Su gran amiga Clara Zetkin dirigió La Igualdad, principal órgano de difusión de los escritos y panfletos de Rosa contra el belicismo y a favor la igualdad de derechos para las mujeres, y fue la principal impulsora para instituir el 8 de Marzo como el Día Internacional de la Mujer Trabajadora. Al recibir de ella una credencial feminista, junto con la invitación para concurrir a un acto, Rosa preguntó asombrada: «¿Es que ahora somos feministas?»

No imaginaba entonces que, por su posicionamiento político y personal, se convertiría en una referente para el feminismo del futuro, puesto que defendió sus ideas en una sociedad capitalista desarrollada y en la superestructura de un partido que, pese a titularse socialdemócrata y «revolucionario», la relegaba por ser judía y extranjera, pero, sobre todo, por ser mujer. «Me mantienen en la retaguardia por temor a que los aventaje…», escribe a su camarada Leo Jogiches, que la insta a no bajar los brazos. «Quiero dar impulso a todo el movimiento… Infundir nueva vida a la prensa, las reuniones, las publicaciones. Eliminar las formas esclerosadas de agitación oral y escrita, a las que ya casi nadie responde», le confía. Todavía no había llegado a la decepción final.

A través de otros escritos y a la publicación de sus cartas personales, hoy se conocen bien las ideas de Rosa sobre la emancipación y derechos de la mujer. En una misiva dirigida a Clara Zetkin, admitía estar «orgullosa de llamarse feminista». A su vez, Clara la consultaba en la preparación de sus discursos y documentos sobre la opresión de la mujer. Cuando Rosa le preguntó si su ferviente dedicación a reivindicar los derechos de género no restaría fuerzas a la causa principal: la emancipación de la clase trabajadora, Clara le contestó que no, porque clase y género interactuaban entre sí. Que ganar la batalla por la emancipación de las mujeres era un gran desafío para el movimiento revolucionario, y debía darse en paralelo. Rosa lo asimiló de inmediato.

Una de las premisas de Rosa Luxemburgo consiste en construir la Revolución desde la acción cotidiana, y hacer de ello el eje básico de cualquier proceso transformador. Gracias a su aprendizaje junto a Clara, comprende que esa acción cotidiana no sólo se da en la fábrica, la escuela, la Universidad, el barrio, la ciudad. También en el hogar; incluso, en las relaciones de pareja. Leo Jogiches fue su primer y gran amor, y sostuvo con él una relación secreta a lo largo de quince años. Rosa, al principio pendiente de Leo, creció en lo personal y político, mientras él persistía en su papel de maestro que controla a la discípula; eso originó tensiones. Por otra parte, no cedía ante el proyecto de ella: tener un hijo, y eso que estaba dispuesta a criarlo sola, si él no quería acompañarla. Ni aun así lo convence. Rosa comprende al fin que ese hombre, león indómito y reacio a todo plan de convivencia, está casado con la Revolución. Por entonces, son muchas las parejas de camaradas que viven juntos sin secretismos, en desafío a la burguesa institución del matrimonio. Pero él, agente itinerante de la Revolución entre Polonia y Alemania, hábil organizador de huelgas obreras, orador carismático, editor de publicaciones insurrectas, no se imagina con el compromiso de cuidar un nido, criar una criatura, y luego caer en prisión y correr el albur de que sus seres queridos sufran como rehenes. Rosa le escribe:

“A pesar de todo lo que me dijiste antes de partir, me aferro como siempre a mi derecho a la felicidad personal. Sí, es cierto, tengo un condenable anhelo de felicidad, y estoy dispuesta a pelear por mi ración diaria con la terquedad de una mula”.

Él, que se había sentido como Pigmalión, que la ha animado a salir de los claustros universitarios y los círculos partidarios para mezclarse con la gente común –porque, en definitiva, ahí está el protagonista de la Revolución– no había reparado en que ella había aprendido rápido y bien, y que había ganado autonomía. Nadie tan popular como Luxemburgo entre los obreros; sus conferencias colmaban de gente los salones; ni hablar de los mítines. Tenía como periodista un entusiasta público lector en Alemania y más allá de sus fronteras, más una vida social muy activa. Era la única mujer con cátedra en la escuela de cuadros del partido, y sus clases rebosaban de estudiantes. Cuando ella puso punto final a la relación, Leo seguiría, a pesar de todo, siendo el gran camarada con el que Rosa intercambiará opiniones, información privilegiada, posibles alianzas, con grande y mutua generosidad intelectual.

Como las revolucionarias rusas Aleksandra Kolontai e Inessa Armand, Rosa cree en el amor libre. Y en esos tiempos tan vertiginosos, ha eludido verse definida desde la mirada del hombre –que por largo tiempo fue la de Jogiches–, cuando desde muy joven tampoco quiso verse definida por la mirada de la sociedad burguesa. Su polifacética personalidad atrae a Konstantin Zetkin, hijo de su amiga Clara. Entre él y Rosa hay una diferencia de quince años, algo que no llama la atención cuando se trata de un caballero maduro y una muchacha. Junto a Kostia, su sueño de tener un hijo se transmuta en deseo de transmitir sus experiencias y emociones; no se trata solo de una suerte de educación sentimental, sino también de ayudar a ese joven en formación. Transcurren varios años placenteros en una relación de mutuo respeto y libertad, que se interrumpe cuando Kostia es llamado al frente de guerra y ese vínculo amoroso se transforma en una perdurable amistad.

También entre Hans Diefenbach y Rosa hay una distancia en edad. Pero, a la vez, una rica correspondencia en materia de literatura, música, bellas artes y teatro. Hans es un alma exquisita que le dará consecuente apoyo con sus cartas y visitas cuando Rosa cae en prisión por sus ideas. Él no es militante, pero sí compañero de ruta de la socialdemocracia. De nuevo, la guerra se interpone en las amistades amorosas de Luxemburgo. La muerte de Diefenbach en el frente es un duro golpe para ella. Sin embargo, no puede permitirse caer en la desesperación. Los asedios del poder no se lo permiten.

El abogado Paul Levi consigue la libertad de la líder revolucionaria «por cuestiones de salud». Este camarada de la Liga Espartaquista siente hacia su defendida algo más que admiración. Y ella, por su parte, algo más que gratitud. Las cartas que Rosa la dirige son modélicas en materia de correspondencia amorosa, y forman, junto con las destinadas a Leo, Kostia y Hans, un corpus que revela un temperamento apasionado, el cultivo de intereses amplios y elevados y un particular talento para la escritura, ya probada en artículos y ensayos, pero que podría abordar la poesía y la ficción. Sirva este periplo sobre un aspecto de la vida de Rosa Luxemburgo para demostrar que su feminismo no se limitaba a lo recitativo; era una práctica ejercida en las más distintas circunstancias y relaciones.

Contra el militarismo y la guerra

Rosa advierte que Alemania está en una pugna colonial con otras dos grandes potencias: Francia y Gran Bretaña, a las que disputa Marruecos, los Balcanes y otras regiones del mundo. Hay una carrera armamentista, que no notan los revisionistas y «centristas» del SPD y los gobiernos burgueses del resto de Europa y el mundo. Rosa denuncia y vaticina: El día en que la clase obrera comprenda y decida no tolerar más guerras, la guerra será imposible. La prensa del SPD rechaza sus artículos, pero no puede acallar su voz en los mítines. Por su parte, la prensa alemana y de las potencias rivales inicia una intensa campaña chauvinista. Contesta Luxemburgo: “Sólo un pueblo libre, que va al campo de batalla a pelear contra el enemigo por su libre decisión, constituye una barrera lo bastante segura para la libertad y la independencia”.

Arrecia contra ella una campaña sin cuartel. Los periódicos del sistema la llaman con cinismo: «la polaca sanguinaria», mientras la prensa socialista no la defiende. Es más, desde las filas del partido, sus oponentes no ahorran descalificaciones. «Bruja» es la palabra más usada en sordina por los que se dicen «socialistas»; en realidad, tan patriarcales como el enemigo de clase. El Gobierno alemán le abre a Rosa una causa por «incitación a la insubordinación de las tropas». En el juicio, Luxemburgo despliega su proverbial elocuencia. Convertida de acusada en acusadora, denuncia el belicismo alemán y la guerra imperialista. Dice en su arenga: «Si ellos [el Gobierno] esperan que asesinemos a los franceses, o a cualquier otro hermano extranjero, digámosles: ¡No, bajo ninguna  circunstancia!» La voz de Rosa no clama en el desierto. Antes y durante la guerra, los bolcheviques leninistas en Rusia, y Rosa y sus compañeros espartaquistas en Alemania, con Karl Liebcknecht, hijo de Wilhem, en la vanguardia, estuvieron entre los socialistas de izquierda que rechazaron con gran determinación la sumisión de la clase obrera a los intereses de los respectivos países colonialistas.

El fiscal pide cárcel inmediata y un año de prisión, que queda en suspenso. Hay una oleada de indignación popular y las conferencias de Rosa están más concurridas que nunca. Ella publica Militarismo, guerra y clase trabajadora, más un artículo que denuncia el maltrato que los oficiales y altos mandos del ejército propinaban a los soldados. Nuevo juicio «por injurias». Karl Liebknecht, diputado por el partido, enarbola el antimilitarismo. Como en el parlamento el SPD apoyó los presupuestos del káiser para el rearme, por disciplina partidaria Karl ha votado a favor. Pero en la segunda, vota en contrario. De pie sobre el escaño, dispuesto a enfrentar el patrioterismo demencial del oficialismo y la falsa oposición, la lúcida soledad del abogado Karl Liebknecht es todo un símbolo, bandera de lucha en las calles.

Karl goza de un enorme prestigio dentro y fuera del SPD. En 1906 había publicado Militarismo y antimilitarismo, lo que le valió la cárcel por «alta traición». Una vez liberado, se incorporó a la dirigencia del partido. Pero, ya adentro, la situación se tornaba intolerable. ¿Qué clase de internacionalismo era ese, dispuesto a enviar a los obreros alemanes a asesinar a sus compañeros de clase, en nombre de los apetitos coloniales de la burguesía? En 1914, Rosa y Karl han creado el Frente Revolucionario Antibelicista y, al año siguiente, Rosa edita una revista al margen del partido: El Internacionalista. Se reúnen en su redacción los cuadros más honestos del SPD: Clara Zetkin, Karl Liebknecht, el veterano Franz Mehring –amigo de Marx y Engels en sus jóvenes años–; desde Polonia, Leo Jogiches envía su apoyo. Apenas salido el primer número, el Gobierno prohíbe la publicación.

Vladimir Lenin, que visita en cuatro ocasiones a Rosa en su casa de Berlín y mantiene con ella una fraternal comunicación, le sugiere más de una vez que el sector antimperialista del SPD se separe de ese partido y forme uno nuevo. Pero Rosa y sus amigos confían en poder trabajar y prevalecer desde el interior del SPD. En enero de 1916 fundan una línea interna. Como símbolo, para nombrarla eligen la figura de Espartaco, líder de la rebelión de esclavos más grande en la historia del Imperio Romano.

Rosa es detenida el 1 de Mayo de ese año, al dirigirse con Clara Zetkin a un mitin de mujeres; Karl, en otra manifestación. Clara cae en prisión un mes después; también Mehring, el anciano dirigente. Leo Jogiches queda a cargo, pero es detenido 18 meses después; la flamante Liga Espartaquista y el movimiento antibelicista quedan huérfanos de dirección.

Las condiciones de esta novena detención de Rosa son más rígidas que las anteriores. No se le permitirá cultivar un diminuto jardín en el patio de la cárcel, ni siquiera los herbolarios inspirados por su amor a las plantas y la naturaleza. Trasladada de una cárcel a otra, sin causa ni juicio iniciados, no baja los brazos; se las arregla para proseguir su febril tarea periodística y mantener contacto con el mundo exterior, donde se publican sus trabajos.

Socialismo o barbarie

En ese encierro escribe el folleto La crisis de la socialdemocracia alemana,  firmado –como le ha sugerido Leo Jogiches– con el seudónimo de Junius. Por primera vez aparece en la literatura marxista la opción de hierro: socialismo o barbarie, disyuntiva que depende en gran parte de la conciencia de clase y de la iniciativa política de la clase trabajadora. El pensamiento de Luxemburgo ya no se aferra a la idea de «acelerar» un proceso ineludible, sin decidir antes su dirección. Surge en ella una nueva comprensión dialéctica de la historia como proceso abierto, sin efectos inevitables. El socialismo, entonces, es una opción frente a las crisis civilizatorias con las que el capitalismo, en su retahíla de masacres y destrucción, arremete contra el género humano. Como dirá años más tarde Lucien Goldman, el socialismo es la esperanza de una victoria contra la barbarie, una apuesta en nuestra acción colectiva, que implica un compromiso militante permanente.

En el Folleto Junius (que así se conoce popularmente el folleto), denuncia las guerras entre potencias coloniales, la hipocresía y traición de la dirigencia de la socialdemocracia alemana, a la que tilda de «cadáver hediondo», y la decadencia de la II Internacional, devorada por el oportunismo. Y pone en primer plano la necesidad de fundar una nueva Internacional revolucionaria, que desafíe al imperialismo, fase internacional del capitalismo como sistema-mundo. Así, escribe:

“El imperialismo, última etapa vital y fase culminante de la dominación mundial del capital, es el común enemigo mortal de los proletarios de todos los países…. La lucha contra él es para el proletariado internacional simultáneamente la lucha por el poder político dentro del Estado y representa la confrontación decisiva entre el socialismo y el capitalismo”.

En prisión le llegarán también ecos de la Revolución rusa de 1917, que algunos socialdemócratas –principalmente, Kautsky– evaluaban como un fenómeno  exclusivamente local, como la de 1905, sin proyección más allá de las fronteras de Rusia. Entonces, Rosa sostuvo que los obreros alemanes no debían guiarse por el modelo de la Revolución de 1848 en la Confederación Alemana, sino por las experiencias en la Rusia de 1917. Porque:

“… la revolución rusa no es el último acto de una serie de revoluciones burguesas, sino, muy por el contrario, precursora de una nueva serie de revoluciones futuras: proletarias, socialistas…”.

Rosa anhela seguir los hechos fuera de los muros de la prisión. Se lamenta: “Temo que ustedes no valoren esto lo suficiente, que no sientan lo bastante que es nuestra propia causa la que triunfa allí”. Y declara que:

“Los acontecimientos de Rusia son de una trascendencia tremenda, incalculable, y considero todo lo que ha ocurrido hasta ahora allí sólo como una pequeña obertura. Las cosas llegarán a lo grandioso; eso es parte de la esencia de la cuestión. Y es inevitable su eco en el mundo entero…”.

En 1918 publica La Revolución Rusa, donde afirma:

“El «bolchevismo» se ha convertido en la palabra clave del socialismo revolucionario práctico y de las aspiraciones de la clase obrera a la toma del poder. El mérito histórico del bolchevismo consiste en haber abierto brutalmente el abismo social en el seno de la sociedad burguesa, en haber profundizado y exacerbado a escala internacional el antagonismo de clases…”.

Las flechas que lanza Rosa van directamente a la socialdemocracia. Pero en 1917, estando ella, Karl Liebknecht y otros dirigentes en prisión o en la clandestinidad, la Liga Espartaquista, con su propio programa y prensa, se había asociado al Partido Socialdemócrata Independiente, fundado por Kautsky. ¡Otra vez a remolque de los reformistas, en una organización que formaba parte de un gobierno burgués y reaccionario! Cuando en 1918 exigen la convocatoria a un nuevo Congreso, la negativa es previsible. ¿Quién cree ahora que se puede hacer la Revolución desde adentro del SPD? Con la ausencia de sus mejores cuadros durante la Gran Guerra, la Liga Espartaquista no pudo madurar. Es una acumulación de comités locales, amuchados en torno a la lucha antibelicista, y todavía lejos de conformar un partido orgánico, una hueste decidida, preparada y lista para colocarse en la primera línea de un movimiento insurreccional y conducirlo al triunfo.

Rosa y Lenin, diálogo entre grandes

Incluso teniendo en cuenta las respetuosas polémicas –matices diversos que no hacían mella en su alta perspectiva común–, que mantuvieron Rosa Luxemburgo y Vladimir Illich Lenin sobre algunos temas, él reconoció que ella y sus obras debían ser objeto de estudio por parte de todo el movimiento obrero. Destaca que en sus artículos y ensayos hay una importante recuperación del marxismo como filosofía de la praxis y ciencia. Poco tiempo después de la muerte de Rosa, se refirió a ella como «una destacada representante del proletariado revolucionario y del marxismo sin falsificaciones». Y con emoción escribe: “Aunque las águilas, al precipitarse desde lo alto, puedan volar más bajo que las gallinas, estas, por más que desplieguen sus alas, nunca podrán llegar a las nubes”. Qué duda cabe de que Rosa Luxemburgo es un águila.

En Ámsterdam, durante el Congreso de la II Internacional Socialista de 1904, ambos habían polemizado sobre la visión centralismo democrático de Lenin, mientras Rosa enfatizaba la espontaneidad de las masas, sin desestimar la necesidad de aportar a la creación de instancias auto-organizativas de los sectores populares. Continuaron el diálogo dos años después, cuando ambos coincidieron al haberse refugiado en Finlandia.

En su desarrollo como teórica del marxismo, junto con su praxis como dirigente organizadora, Rosa mantiene su confianza en la creciente experiencia histórica de las masas y su protagonismo, pero en su larga y última prisión, gana cada vez más claridad acerca de la función clave del partido y el rol activo y consciente de la clase trabajadora que se organiza en vanguardia. Mantiene ella en alto valor la energía que se manifiesta en las rebeldías espontáneas de la clase obrera, sobre todo, en casos y circunstancias puntuales. Pero ¿ha sido Rosa Luxemburgo una espontaneísta? Gilbert Badía, historiador del movimiento espartaquista, admite que ella utilizó con notable frecuencia en su obra escrita el término «espontáneo», y ponderaba «el sano instinto de las masas y su asimilación instintiva» del anhelo revolucionario. Pero, señala Badía, Luxemburgo descree de la tesis anarquista de la huelga general, concebida como «medio milagroso e infalible para asegurar el triunfo de la Revolución».

Sobre la guerra y el imperialismo, hubo –como dijimos ya– total coincidencia entre las caracterizaciones que realizaban, por una parte, Rosa dentro del ala izquierda del SPD y, por otra, Vladimir Illich y los bolcheviques que él representaba. Decía Rosa y acordaba Lenin:

“El imperialismo, en todos los países, no sabe de «entendimientos», solo reconoce un derecho: las ganancias del capital; conoce un solo lenguaje: la espada; sabe solo de un método; la violencia”.

Hay otra línea central de lucha y crítica donde ambos coincidieron: contra el revisionismo histórico personificado en Alemania por Bernstein, y en Rusia por los mencheviques, y contra el reformismo, que es la metamorfosis de la socialdemocracia -en sus orígenes-, partido obrero enfrentado con el sistema y el Estado burgués. Así, en alas del oportunismo y el pragmatismo ciego, la preocupación primordial por los objetivos revolucionarios se desvanecía y era reemplazada por las posibilidades electorales, los escaños y posibles cargos. Resultados: progresiva paralización de la lucha de la clase obrera y consecuente despolitización.

Acerca de las críticas de Luxemburgo al SPD, Lenin confirma que ella está en la dirección correcta, e insiste en que sería necesario romper con ese partido para construir una alternativa organizadora que recupere la Revolución como meta, porque permanecer como el ala izquierda de la socialdemocracia y/o sus derivados no tiene porvenir.

Hay otra línea de crítica, que Rosa ha exaltado sin descanso: el autoritarismo de la dirigencia socialdemócrata europea, su funcionamiento vertical y la esclerótica burocratización, tanto de partidos como de sindicatos, con dirigentes que aspiran a formar una «aristocracia obrera». A ella le preocupan los riesgos que pueden asediar a la Revolución en Rusia, en un futuro que Rosa anticipa triunfante. Recelaba –según el historiador Badía– de una organización «excesivamente rígida y centralizada, [porque] paralizaría las iniciativas de sus bases». Lenin la persuade de que se cumplirá con el principio y compromiso: Todo el poder a los soviets, que ella suscribe con convicción, pues confía a pleno en el poder popular.

Sobre la cuestión nacional, Lenin defendía el derecho de las naciones a su autodeterminación. Rosa rechazaba la reivindicación a la autodeterminación por considerarla una línea histórica regresiva, porque la alta burguesía polaca había agitado el chauvinismo como estandarte protector de clase para perpetuar sus privilegios, y por eso ella impulsaba la tesis de la unidad internacionalista de la clase obrera, que debía ser urgente. Vio a Polonia, largamente oprimida por el zarismo, en un fenómeno histórico natural: la rusificación. Trabajadores de polacos y rusos debían unirse bajo una misma bandera nacional, lo que incrementaría sus fuerzas. Por su parte, Lenin, nacido y criado en Rusia, nación imperial que se imponía, hegemónica, sobre otros pueblos, apela a la conciencia de los proletarios explotados. Coinciden ambos en que el combate contra la opresión nacional no es un problema patriótico, sino un problema de clase. Pero Lenin proclama el derecho a la autodeterminación de los pueblos –la conformación de un Estado-nación separado e independiente de metrópolis opresoras–, y la vez convoca a los obreros de todas las nacionalidades a unirse en la tarea prioritaria: la lucha contra el capitalismo. Tenía en consideración la energía en los movimientos anticoloniales de liberación nacional en Oriente, Asía y África, y su potencial como posibles aliados de la Revolución.

Rosa Luxemburgo (Ilustración Gabriela Pinilla).

«¡Yo fui, soy y seré!»

14 de enero de 1919. En el extremo sur del Nuevo Mundo tienen lugar hechos violentos. Es la Semana Trágica, nombre con el que se conoce la represión y masacre sufrida por el movimiento obrero argentino. Buenos Aires se tiñe de rojo con la sangre derramada por cientos de luchadores. Han caído hombres, mujeres, niños y ancianos bajo el terrorismo de Estado –gobierno del radical Hipólito Yrigoyen– y grupos de choque parapolicial como la Liga Patriótica.

En el Viejo Continente, el 3 de noviembre de 1918 había estallado en Alemania una vigorosa insurrección popular, inspirada por la Revolución Rusa. Los marinos de la Armada Imperial se sublevaban contra el Gobierno. El pueblo declara la huelga general, impone la renuncia del emperador Guillermo II y libera a los presos; entre ellos, Rosa y Liebknecht. Sobre el modelo de los soviets, en las ciudades principales se organizan consejos de obreros y soldados rebeldes a los mandos militares. El 9 de noviembre abdica el káiser. Son dos meses de agitación ininterrumpida. Hasta que las calles de Berlín aparecen sembradas de cuerpos de trabajadores alemanes, hombres y mujeres, muertos a tiros. A las fuerzas del gobierno de coalición armado por el socialdemócrata Friedric Ebert –que fuera alumno de Rosa Luxemburgo en la escuela de cuadros de SPD y ahora primer presidente de la República de Weimar–, se suma el poderoso grupo paramilitar del Freikorps, con carta libre para matar. (Hay que recordar que una de las primeras acciones políticas de Ebert había sido presionar a la Asamblea Nacional para aprobar le firma del Tratado de Versalles, humillante capitulación ante las potencias aliadas, y que años más tarde daría argumentos a Adolf Hitler en su ascenso al poder). Ahora, Ebert no escatima recursos; desde la reunión con los jefes del ejército para diseñar el aplastamiento de la rebelión, hasta la guerra psicológica de la prensa burguesa (las fake news no son invento del siglo XXI).

El 30 de diciembre de 1918, la Liga Espartaquista funda, con un grupo de bolcheviques, el KPD, primer Partido Comunista de Alemania, que está lejos todavía de constituir una organización cohesionada. Los obreros tenían armas, pero no estaban organizados ni entrenados para la lucha militar. Son derrotados sus consejos de obreros y soldados rasos, y sigue de inmediato la cacería de los dirigentes de la Liga Espartaquista. Rosa Luxemburgo publica en Bandera Roja su último editorial, bajo el irónico título de «El orden reina en Berlín». Dice allí:

“¡Estúpidos e insensatos verdugos! No se dan cuenta de que su «orden» está levantado sobre la arena. Mañana, la Revolución se alzará nuevamente victoriosa, y, para espanto de ustedes, gritará triunfante: ¡YO ERA, SOY Y SERÉ!”

En Berlín, el 15 de enero de 1919 son detenidos por el Freikorps Karl Liebknecht, Wilhem Pieck y, por último, Rosa. Trasladados primero al Hotel Edén, a Karl lo meten a punta de pistola en un coche, dicen que rumbo a la cárcel. En una escena mil veces repetida a lo largo de la Historia, el coche se detiene a mitad de camino y le disparan a quemarropa. Llevan el cadáver a un hospital, y lo dejan allí como NN. Le prensa del sistema dice que murió al huir. A Rosa la sacan después del hotel, y de dos culatazos le destrozan el cráneo. Con un fusil, otro mercenario le propina el tercer golpe en la cabeza, y un teniente se reserva el tiro de gracia. Desde un puente, arrojan su cuerpo a un canal del río Spree. Esa noche habrá festejos en el Edén. Los asesinos se dejarán fotografiar, sonrientes, con las copas en alto.

Leo Jogiches busca con obstinación el cuerpo de Rosa. El 12 de febrero, cuando parecía haber llegado a un punto muerto la investigación oficial sobre la muerte de Rosa Luxemburgo, esa extraordinaria mujer que había dedicado su vida a la acción política, al pensamiento marxista y a la educación política, él publica en Bandera Roja una pormenorizada denuncia del asesinato, que incluye los nombres de los culpables. Antes, ha reunido todos los escritos inéditos de ella, con la intención de preservar y publicar toda su obra. No le dan tiempo. Detenido a comienzos de marzo, en una comisaría es masacrado por la tortura. El 15 de ese mes, un parte oficial justifica el tiro en la espalda como respuesta a «una tentativa de fuga». En mayo encuentran en las aguas del río los restos de Rosa y los velan el 13 de junio.

Los titulares de la prensa afirman que Luxemburgo fue «linchada por la multitud», cuando era un evidente crimen político y, a la luz de análisis actuales, un feroz feminicidio: la vindicta contra una mujer y su constante oposición a los modelos patriarcales que sometían y aún someten a las mujeres. Mehring, veterano dirigente, amigo de Marx en sus jóvenes años y su primer biógrafo, no pudo superar aquellas noticias y falleció. Lo que sobrevino después, al cabo de una lucha dispersa, fue la República de Weimar y el nazismo.

Hoy, en el cementerio de Berlín, miles de personas visitan cada año el monumento a la Rosa de Hierro de la Revolución, donde suele haber rosas rojas, lo mismo que en el puente desde donde arrojaron su cadáver.

La batalla final

Es indiscutible que Rosa Luxemburgo dejó en la Historia su marca indeleble. Será siempre quien fue: una grande, noble y notable revolucionaria defensora de la clase trabajadora. El programa de la Liga Espartaquista recordaba que obreros y soldados rasos habían destruido el antiguo régimen monárquico, y que en su lugar habían instalado consejos elegidos por voto popular. Rosa sostenía que sólo una revolución socialista podría terminar con el paradigma capitalista, por lo que era preciso plantear la alternativa de «socialismo o barbarie». Alternativa que recupera en nuestros tiempos todo su valor profético y nos interpela, convocándonos a transformar el actual sistema mundo. La civilización, de seguir moldeada por el capitalismo, ya no tiene nada que ofrecer a la humanidad.

Rosa Luxemburgo alertó sobre los horrores de la Gran Guerra, conflicto entre imperios que ocasionó la pérdida de unos 20 millones de vidas. No llegó a vivir la tragedia del genocidio operado por el nazismo –en gran parte, consecuencia de la derrota del socialismo en Alemania–, ni la II Guerra Mundial, que dejaría la secuela de unos 40 o 45 millones de muertes, en una vasta consecuencia demográfica, social y económica. Tampoco pudo ver los bombardeos nucleares de Hiroshima y Nagasaki, pero los intuyó. Lo mismo la devastadora guerra de Vietnam, las dictaduras sangrientas en América Latina en la década del 70 –y antes también–, incluso las acciones terroristas y los bloqueos genocidas contra Cuba y, en los últimos años, también contra Venezuela. En el concepto de barbarie, se inscriben el hambre en África, las crisis migratorias, el cambio climático, la destrucción sin pausa de la naturaleza y la actual pandemia de Covid–19, que desnuda la voracidad del Moloch insaciable que es el capitalismo, con su más reciente versión: el neoliberalismo, que promueve el ascenso de fuerzas de extrema derecha en todo el globo, tantas veces con formas neofascistas de xenofobia, racismo y autoritarismo. Y que, en la actualidad, enmarca en las pautas de la ley de la mayor ganancia las patentes de vacunas y otros recursos médicos para combatir la presente pandemia, con el descarado y miope acaparamiento de las naciones más ricas, en lugar de poner esas herramientas a disposición de la sociedad mundial, hasta lograr la inmunidad colectiva de todos los pueblos. Ante este descarado régimen de mercadeo, las brigadas Henry Reeve, contingentes médicos internacionalistas, se erigen como símbolo concreto de aquellas palabras de José Martí: Patria es humanidad. El Premio Nobel de la Paz ganaría honra y crédito, de otorgarse a estos profesionales cubanos de la salud, cuyas heroicas actividades en los cinco continentes cumplieron quince años, y se han mantenido en la actual pandemia.

Hoy, dentro de un período en el que el neoliberalismo parece triunfante, vuelven a estar en discusión otras alternativas, sobre todo en Nuestra América, tan explotada y expoliada. Se visualizan nuevos despertares de rebeldía y esperanza, en los que el pensamiento de Rosa Luxemburgo y su esclarecedora denuncia del imperialismo mantienen extraordinaria vigencia. Y que aportan a la renovación del pensamiento marxista. Su visión de la batalla final era que esta no podía ser relegada a un futuro remoto, sino que debía estar presente en la conciencia de todo revolucionario y en las crecientes luchas de clase. La batalla final estará inseparablemente ligada a la necesidad histórica de la revolución de la clase trabajadora. Por eso aplaudió la consigna de Lenin: Todo el poder al proletariado. Con la que tan bien armonizan estas palabras suyas: “Por un mundo donde seamos socialmente iguales, humanamente diferentes y totalmente libres”.

@AnaMariaRamb

Cuadernos Marxistas No. 21, Buenos Aires, http://www.elcefma.com.ar/

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