POR SERGIO PASCUAL /
La región atraviesa una disputa con armas desiguales entre la hegemonía progresista y la derecha apertrechada con poderes no electos: medios, judicatura y economía.
Para quien poco a poco va conociendo las particularidades de los distintos ecosistemas políticos de los países latinoamericanos, la tarea de escribir sobre la dinámica general de la región se torna ardua.
Es ardua porque exige alejarse de dinámicas políticas nacionales enormemente complejas y ricas en sí mismas. A pocas semanas de volver del epicentro de la batalla por la sucesión presidencial en México y casi haciendo las maletas para acudir a la segunda vuelta de las elecciones en Ecuador, ¿cómo escapar de la particular excitación que supone observar la consolidación del extraordinario proyecto político de Morena?, ¿cómo obviar la situación concreta de un Ecuador que se enfrenta a su destrucción a manos de las mafias del narcotráfico?, ¿cómo no analizar con inquietud las especificidades del aterrador fenómeno de Milei en Argentina, la dinámica política constituyente en Chile, el peculiar esfuerzo de Gustavo Petro en Colombia por cumplir con el mandato de las urnas, o el descorazonador y singular lamento del pueblo peruano que tiene a su presidente electo, Pedro Castillo, en la cárcel?
Aun así, advertido ya el lector de que la generalización es un ejercicio de funambulismo, me atreveré a ensayar una lectura general afirmando que América Latina está hoy en pleno vórtice de una disputa política por la hegemonía, en una suerte de empate catastrófico en el que –con excepciones– la nueva hegemonía electoral progresista aún no logra asentarse ante la resistencia de las fuerzas reaccionarias. Veámoslo.
A finales del siglo XX, el ideario neoliberal y sus gobiernos disfrutaron de dos décadas de hegemonía en la región. En aquellos años los procesos electorales no eran puertas al cambio político, sino al recambio de élites gestoras de un statu quo que se sabía sólido, inexpugnable. Esta solidez se sustentaba sobre los cimientos de la brutal represión de las dictaduras que asolaron el continente –particularmente en el cono sur– en los años 70.
Con el siglo XX, a hombros de una nueva generación de mujeres y hombres y a la vista de los catastróficos resultados sociales del neoliberalismo, América Latina giró políticamente. Fueron los años en los que Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa, Pepe Mujica, Fernando Lugo, Lula da Silva y Néstor Kirchner vencían elección tras elección y en los que América Latina disfrutó de una década de avances sociales en los que se logró reducir la pobreza del 45,5 % en 2004 al 27,8 % en 2014.
Sin embargo, esta década de hegemonía de las fuerzas progresistas en las urnas se vio pronto amenazada desde los tres frentes que mantiene la oligarquía latinoamericana en su poder: el comunicativo, el judicial y el militar.
En Honduras, Bolivia y Perú la solución fue expeditiva: el golpe de Estado con apoyo de las fuerzas armadas. Así desbancaron a Manuel Zelaya, al propio Evo Morales –con apoyo de la OEA– y más recientemente a Pedro Castillo. Pero estamos en el siglo XXI y las soluciones militares no pueden sostenerse como en el XX. Tras el golpe, Bolivia volvió a celebrar elecciones y Luís Arce –heredero de Evo Morales–, arrasó en las urnas. En Honduras, Xiomara Castro logró la victoria electoral a 13 años del golpe contra Zelaya. Entre tanto, la golpista Dina Boluarte en Perú no llega al 10 % de apoyo en las últimas encuestas. Con el tiempo, una nueva victoria del progresismo en Perú solo dependerá de la propia capacidad de éste para organizarse bajo las difíciles condiciones de represión que asolan al país.
En el resto del continente, allí donde un golpe militar se hacía más difícil, nació el lawfare, es decir, la sistemática destrucción de la reputación pública de los principales dirigentes latinoamericanos a manos de una sólida alianza entre la prensa y el poder judicial, manejados y corrompidos desde el poder económico. El proceso se repitió una y otra vez: de un lado la prensa construía acusaciones, de otro, fiscales y jueces a sueldo creaban artificios judiciales para alimentar la espiral del descrédito. Que esos juicios llegaran a su fin o no, era lo de menos, lo importante era lograr destruir la imagen de los dirigentes de izquierda: así, Lula da Silva fue injustamente encarcelado –y solo años después exonerado–; Dilma Roussef y Fernando Lugo fueron depuestos de sus presidencias tras intensas campañas mediáticas; en Ecuador, en uno de los casos más estrambóticos de la historia del derecho, Rafael Correa fue acusado de “influjo psíquico” para que otros delinquieran; Cristina Fernández de Kirchner fue perseguida hasta la extenuación, denunciada o imputada en hasta 654 expedientes, siempre con el apoyo y respaldo de los principales medios de comunicación.
Y cuando todo le falla, a la derecha le queda el bloqueo institucional. Intentar hacer fracasar el impulso político de cambio de los dirigentes de izquierda para tratar de convertirlos en caricaturas decepcionantes, para estigmatizarlos como incapaces, ineficaces o autoritarios y socavar sus Gobiernos. Así, en México, el bloque del PAN-PRI y PRD, con el apoyo mediático y judicial, bloquea obras esenciales como las del Tren Maya y reformas cruciales, como la que intentaba limitar el poder del oligopolio de las empresas privadas en el sector eléctrico. En Colombia, el Congreso ha paralizado la reforma de la salud y comprometió la reforma laboral, mientras acosa al presidente Petro desde los medios y la justicia por el caso “Nicolás Petro”. En Chile, la inmensa capacidad comunicativa de los defensores del modelo económico pinochetista no pudo impedir la llegada al Gobierno de Gabriel Bóric, pero sí ha logrado hacerse con poder de bloqueo en las Cámaras y el control del proceso constituyente.
Por otro lado, la derecha quiere volver a ser competitiva en lo electoral y no sabe cómo hacerlo. Al día de hoy explora dos vías. El sector más autoritario experimenta con el histrionismo del dextropopulismo, una suerte de thatcherismo trumpista con ecos del golpismo latinoamericano. José Antonio Kast en Chile y Rodolfo Hernández en Colombia son un ejemplo fracasado de estos intentos. Bolsonaro en Brasil tuvo éxito en solo una legislatura y en estos momentos la incógnita es si Milei, quizá el más lunático de entre estos actores, lo logra en Argentina.
Otro sector de la derecha explora el modelo contrario. Asumiendo la hegemonía de la izquierda en términos electorales, saltan al ruedo a disputar en su cancha con candidatos/as de rostro amable y propuestas de tono ecosocial. Es el caso de Xótchil Gálvez en México o de Daniel Noboa en Ecuador.
Este es el terreno de juego hoy. De un lado una izquierda cada día más consciente de que si no disputa el poder mediático y no erradica la corrupción del poder judicial, está condenada a ser desbancada por éstos. De otro, una derecha latinoamericana que no renuncia al bloqueo, al lawfare y al asesinato reputacional al tiempo que se desespera por encontrar fórmulas que la hagan competitiva en las urnas.
Quizá el que mejor ha entendido este escenario es Andrés Manuel López Obrador. Desde sus Mañaneras –ruedas de prensa diarias del presidente– marca la agenda mediática cada día al tiempo que: 1) divulga la acción de gobierno y 2) provee un marco interpretativo a la realidad de las disputas políticas que, de otro modo, estaría ausente de los medios de comunicación de masas.
En definitiva, estamos ante una América Latina que se disputa con armas desiguales, una América Latina en la que la hegemonía progresista en las urnas pugna por sacudirse las cadenas con las que la atenazan desde poderes no electos –medios, judicatura, economía–. Solo si lo logra podrá llevar a cabo sus proyectos y abrir –ojalá– nuevas décadas de estabilidad y progreso.
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