La cuestión nacional

POR JUAN DIEGO GARCÍA

Desde su forma embrionaria como capitalismo mercantil, el sistema capitalista ha tenido como dos de sus características destacables una marcada tendencia a la concentración de la riqueza y una dinámica de expansión territorial. La concentración de la riqueza no significa por supuesto que sólo permanezcan las grandes empresas pero sí que las formas monopólicas -entre las cuales se destaca el capital financiero- terminan por controlar de hecho el funcionamiento del mercado, asegurándole a esos centros hegemónicos del capital retener la parte más importante del plusvalor que se genera. De hecho, a través de la banca y de otros mecanismos económicos, a su alrededor giran, dependiendo, las medianas y pequeñas empresas, muchas de las cuales sólo son independientes de manera aparente funcionando de hecho como complementos de esos monopolios que son hegemónicos por su control de la financiación, de la tecnología y otros factores que les aseguran el dominio real de un mercado que supuestamente es libre.

La expansión territorial ha sido un fenómeno propio de todas las civilizaciones, pero adquiere con el capitalismo unas dimensiones mucho mayores que llevan, en la actualidad, a su presencia decisiva en todo el planeta, si se excluyen algunas formas llamadas primitivas que por ciertos motivos consiguen sobrevivir de forma independiente; en unos casos es el medio físico-la selva, por ejemplo- el factor que les salva de ser absorbidos por el capitalismo (la denominada “civilización”), en otros, su escasa o nula importancia económica. Ambos factores pueden desaparecer y con ello igualmente su existencia aislada (y feliz, para algunos).La llamada “globalización” solo es la forma moderna de esa expansión territorial, tan propia del capitalismo.

La tendencia a concentrar la riqueza que genera enormes desigualdades y hasta poner en peligro la misma estabilidad del sistema, puede ser moderada por el Estado, pero no es eliminada por completo pues está en la esencia misma del orden social capitalista; una muestra de ello es el llamado Estado del Bienestar, una gestión más o menos exitosa de ese manejo moderante pero que ha venido a menos hasta quedar en casi nada aún en los lugares en que alcanzó niveles importantes; el modelo neoliberal preponderante en todo el planeta sería la causa. Una muestra de ello es precisamente que la crisis cíclica -propia del sistema- que el neoliberalismo prometía superar por completo, no sólo continúa sino que constituye una preocupación enorme en los centros de pensamiento de los capitalistas, pues la protesta social se extiende, igualmente por todas partes, sin que se consiga apaciguarla.

La expansión del capital por todo el planeta tampoco está exenta de problemas, pues en lo fundamental está ligada de muchas maneras a las diferentes formas del colonialismo, el tradicional y el moderno. El mundo tiene en la actualidad al menos dos grandes áreas, las metrópolis y la periferia; las metrópolis concentran el mayor poder (en todos los órdenes) y son de hecho el eje fundamental de la economía mundial pues de ellos depende el desarrollo de la ciencia y la tecnología y condicionan de mil maneras las exportaciones de los países periféricos, así como el crédito mundial. Poseen además una maquinaria militar sin precedentes que hace pequeña la piratería de antaño y las ocupaciones territoriales con las conocidas anexiones, guerras, saqueos y exterminios de “pueblos inferiores”.

En este contexto, para la periferia la cuestión nacional impone una lectura muy precisa de los acontecimientos para comprender no solo lo que está en curso sino también para conseguir avanzar todo lo que sea posible en las propuestas que se considere útiles. Desde esta perspectiva la idea de minimizar o inclusive de negar la cuestión nacional dadas las dimensiones y alcances de la “globalización”, tiende a desconocer o minimizar el potencial de las dinámicas sociales y políticas propias de cada país, el nivel alcanzado por los protagonistas del cambio, su mayor o menor consciencia verdadera (en los términos de Lukács) y muy especialmente su nivel de organización y capacidad de lucha. Tampoco sobra debatir sobre las formas de lucha, en regiones como Latinoamérica y el Caribe, en donde los levantamientos revolucionarios del campesinado no parecen tener ya mayor protagonismo dado el elevado grado de urbanización de estos países.

Desmantelar modelo neoliberal, el reto

La concentración de la riqueza (que en las áreas periféricas del sistema adquiere características dramáticas) impone a la izquierda la tarea de comenzar a desmantelar el actual modelo neoliberal al menos en dos aspectos claves: aumento decisivo del papel del Estado en la economía y echar las bases de un modelo económico que haga factible no sólo la justicia social sino el ejercicio real de la soberanía nacional. Devolver al Estado su rol decisivo supone avanzar en el fortalecimiento de la empresa pública, de modo que lo antes posible el Estado sea hegemónico en el tejido económico del país. Supone igualmente que el Estado tenga amplias facultades para gobernar el funcionamiento de la economía.

La empresa pública debe llegar a ser decisiva en las áreas estratégicas (sistema financiero, salud, educación, investigación y ciencia, energía, explotación de recursos naturales estratégicos, etc.). El objetivo no es otro que asegurar al Estado una función reguladora decisiva a la hora de decidir qué producir, qué no producir y en qué cantidades, siempre pensando en los intereses inmediatos de las mayorías sociales no menos que en una perspectiva de largo plazo. De forma particular, el Estado debe ser el factor decisivo en lo que respecta a las relaciones del país con la comunidad internacional, con el mercado mundial (inversión extranjera, endeudamiento, importaciones y exportaciones, etc.). De muchas maneras parecería que se trata de volver sencillamente al modelo tradicional del desarrollismo; sin embargo, habría algunos elementos nuevos que hacen ahora la cuestión nacional de una naturaleza diferente, más de acuerdo a las actuales condiciones: ya no se trata simplemente, como antaño de la producción local de los artículos de consumo pero asumiendo que todo aquello que permite su elaboración (de los artículos de consumo)  permanezca en los centros metropolitanos.

Solo así parece factible que desde el Estado se impulse un sistema de redistribución de la riqueza que permita a los países de la periferia salir del atraso y la pobreza y acceder a la democracia real y a la modernidad en todos sus términos. Se trata de un nacionalismo sano e irrenunciable para la izquierda. Queda por dilucidar qué fuerzas sociales son hoy por hoy los agentes efectivos del cambio y, por supuesto, cómo son los caminos que conducen a la liberación nacional.

Para la cuestión nacional también se trata de rehacer el actual tipo de relaciones internacionales, de buscar una forma nueva y ventajosa de inserción en el mercado mundial.  La dependencia tradicional de los países periféricos respecto a las metrópolis -es decir, Estados Unidos, Europa o Japón-, la denominada “comunidad internacional”, ha sido en lo fundamental una suerte de neocolonialismo, una forma de explotación muy aguda que convierte estas naciones en simples proveedoras de materias primas (sin valor agregado mayor) y de mano de obra barata para los mercados metropolitanos, cuando no en carne de cañón en las guerras en curso. La actual forma de la dependencia es claramente desventajosa y es uno de los factores claves del atraso, la pobreza y hasta la miseria que predomina en estos países. Superar esta condición aparece entonces como una tarea impostergable y da la cuestión nacional un enfoque decisivo.

Hay un factor nuevo del que estos países de la periferia pueden obtener ventajas nada desdeñables: la decadencia de la hegemonía del Occidente capitalista y el surgimiento de potencias emergentes que amplían notoriamente el margen de acción para impulsar un nuevo orden mundial que resulte ventajoso.

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