Los desafíos para el capitalismo

POR JUAN DIEGO GARCÍA

El discurso neoliberal proponía entre otras cosas dar por terminadas las crisis cíclicas del sistema capitalista, dando paso a un escenario de permanente progreso para toda la humanidad. Una de sus medidas centrales era precisamente reducir el papel del Estado a ser un simple aparato represor destinado a guardar el orden, dejando al mercado el rol fundamental de dirigir y orientar todo el resto de las actividades esenciales en el orden social. Pero la naturaleza del sistema y algunos factores coyunturales han echado abajo estas promesas, empezando por la profunda crisis económica de 2008 que en realidad no ha sido superada por completo y parece persistir casi como un fenómeno permanente con oscilaciones de auge y caída pero lejos, muy lejos de ofrecer ese escenario casi idílico que los neoliberales prometieron (y siguen haciéndolo). La dinámica tradicional de desfase entre producción y capacidad real de consumo se repite y con ella el grave conflicto social que el pacto capital-trabajo consiguió controlar por algunos años. La crisis profunda del socialismo que debilitó a comunistas y socialdemócratas permitió a los capitalistas olvidar las políticas de pacto con sindicatos y partidos de izquierda e imponer nuevas reglas de juego. Pero ni la crisis desaparece ni las fuerzas de la izquierda resultan anuladas, de tal manera que en diversos grados, el descontento social se va generalizando, en no pocas ocasiones de manera espontánea y no necesariamente como resultado de la acción de las formas tradicionales, partidos y sindicatos de izquierda. En la años recientes habría que agregar a la crisis económica factores inesperados como la pandemia del covid-19 o guerras como la de Ucrania que de diversas maneras complican el manejo de las economías y dificultan la capacidad de gestión de los gobiernos y generan una atmósfera de inseguridad muy aguda, de falta de perspectivas, de horizontes oscurecidos que provocan tantas manifestaciones de desequilibrio colectivo y que en no pocas ocasiones se manifiestan en forma muy dramática y hasta patológica.

Algunos ideólogos capitalistas proponen introducir reformas, así sean parciales,  en el modelo neoliberal de manera que se pueda controlar el actual descontento social (que prácticamente sucede en todo el planeta) y a esta tendencia apuestan algunos gobiernos como el de Sánchez en España; no se trataría de desmantelar por completo el modelo neoliberal vigente pero sí al menos de avanzar hacia formas que respondan a la actual correlación de fuerzas y, en el mejor de los casos, retornar a alguna manera el Estado del Bienestar. Otros ideólogos, por el contrario, proponen intensificar las medidas neoliberales y dejar que la dinámica normal del mercado permita alcanzar alguna forma de nuevo equilibrio. Los primeros desearían que capital y trabajo lleguen a algún tipo de acuerdo sobre la gestión de la riqueza social; los segundos ven en ello una peligrosa puerta que abriría el camino a un caos mayor. No por azar proponen medidas muy duras para reprimir el descontento y permitir que la seguridad nazca de la iniciativa privada en lugar de apostar por las formas tradicionales del control estatal. El caso de la tenencia privada y uso legal de armas que era hasta hace poco un fenómeno exclusivo de los Estados Unidos parece ganar adeptos aún en países en los cuales ello parecería absurdo; ya no se diga en los países de la periferia en donde casi desde siempre, además de la violencia oficial (legal e ilegal en tantos casos) los propietarios del capital ejercen la violencia armada directa para reprimir el descontento social y asegurar sus intereses.

Por el momento se registra la intención de reformar el modelo neoliberal en algunos gobiernos pero de forma bastante débil; al mismo tiempo aumentan quienes proponen intensificarlo con medidas que en no pocas ocasiones muestran rasgos claramente fascistas pues además de promover la plena hegemonía del mercado avanzan en la limitación de la misma democracia liberal tradicional. Lo que resulta un drama en las naciones centrales del sistema capitalista se convierte en un retroceso brutal de los pocos avances que se han conseguido en la periferia, en los países pobres.

Desde la perspectiva internacional las cosas no resultan mejores debido sobre todo al resquebrajamiento del orden mundial que garantizaba la hegemonía de las metrópolis tradicionales, Estados Unidos, Europa, Japón, etc. Si en un primer momento la caída de la URSS aseguró la plena hegemonía de Occidente, el desarrollo de los acontecimientos pronto mostró que se estaba dando un cambio radical en el escenario mundial. Rusia se ha recuperado y sobre todo China ha conseguido avances tan destacables que ahora mismo o muy pronto podría convertirse en la primera economía del mundo. La creación de un bloque de naciones como alternativa a las potencias tradicionales -las llamadas potencias emergentes- cono China con como componente decisivo ganan terreno cada día. A este nuevo bloque que disputa ya con Occidente por el control de mercados, materias primas y zonas de influencia -el BRICS- se unen ahora nuevos socios muy vinculados a la producción energética, alimentos, minerales estratégicos o simplemente con un rol nada desdeñable en el control de rutas comerciales. La recuperación de Rusia y el aumento de países poseedores de armas atómicas han puesto fin al monopolio nuclear de Occidente. Hasta países de importancia menor en este juego de las potencias, tal como sucede con Corea del Norte, tienen ya como arma de disuasión su poderío atómico que si bien no puede compararse al de Occidente resulta suficiente como para protegerse de una intervención militar. No se sabe qué ha sucedido con los avances de Irán en este campo, pero no sería descartable que Teherán apueste por el mismo camino, habida cuenta de la existencia de esas armas en su principal amenaza en la región, Israel.

Así pues, el actual sistema capitalista tiene ante sí un enorme desafío tras el fracaso rotundo del modelo neoliberal: restablecer aunque sea parcialmente el Estado del Bienestar (en todas sus múltiples expresiones) o profundizar aún más el modelo actual con el riesgo evidente de incrementar las desigualdades sociales (llevadas al extremo por el neoliberalismo) y fomentar el descontento social y la protesta popular. Además, las potencias tradicionales, los países metropolitanos del capitalismo constatan con enorme preocupación cómo avanzan las denominadas “potencias emergentes” que alcanzan gran autonomía en todas las esferas: económicas, tecnológicas y militares, y consiguen cada vez mayores simpatías en la periferia del sistema, allí en donde el poder de esas potencias tradicionales eran incuestionable. Sobre esta disyuntiva, se proponen igualmente dos soluciones: o buscar un nuevo orden mundial compartiendo hegemonía con las nuevas potencias, avanzando en una suerte de integración con beneficios mutuos, tal como lo proponen los países del BRICS y las mentes más sensatas en Occidente, o propiciar una guerra total que consiga someter a China y a sus aliados, una guerra que no tiene que ser necesariamente con armamento atómico pero si de dimensiones destructivas sin parangón. Los primeros responden a los intereses de muchos empresarios que obtienen ya beneficios en sus negocios con estas nuevas potencias mientras los segundos expresan bien los intereses del llamado “complejo militar-industrial- que no se limita a Estados Unidos y para quienes la venta de armas constituye su mayor fuente de beneficios.

Capítulo aparte merecen para el actual sistema capitalista los desafíos en el ámbito político-institucional, con la enorme fragmentación de los partidos políticos, la aparición de los llamados “populismos”, el resurgimiento de una extrema derecha de tintes abiertamente fascistas, el incremento de la abstención (algo apenas relevante en el pasado) y el desprestigio de la actividad política no menos que la aparición como dirigentes de los partidos de personajes patéticos (por decir lo menos) y, todo ello, en el marco de un orden social cargado de pesimismo y que más que instrumento de bienestar, como sistema, es cada día más un riesgo letal para la misma sobrevivencia del medio ambiente y de la humanidad.