‘Viviremos: Venezuela contra la guerra híbrida’, sugerente libro editado por Tricontinental

INSTITUTO TRICONTINENTAL DE INVESTIGACIÓN SOCIAL /

Por iniciativa del Instituto Tricontinental de Investigación Social se acaba de presentar el libro que lleva por título Viviremos: Venezuela contra la guerra híbrida, fruto de un intenso trabajo colectivo llevado adelante por personas de diferentes nacio­nalidades, quienes se dedicaron a estudiar para hacer un análisis detallado del asedio contra la nación bolivariana, en particular el asunto concreto de las llamadas «sanciones económicas», impuestas desde hace ya algunos años de forma unilateral e ilegal por parte del gobierno de EE.UU. y de otros Estados subordinados a su política exte­rior.

Las reflexiones y documentos contenidos en este trabajo bibliográfico ofrecen una mirada muy actual y clara sobre el impacto negativo de las medidas coercitivas, desde una perspectiva importante a nivel institucional.

“Por momentos muchos debates de política internacional quedan banalizados por el análisis superficial y/o la inmediatez de un abordaje poco riguroso, a menudo sujetos a la espectaculari­dad o a la fugacidad de las operaciones digitales —herramien­tas que en sí mismas a veces son usadas como parte de una guerra híbrida, complementariamente con las sanciones eco­nómicas—. Creemos que es fundamental recuperar el espíritu crítico para indagar en las causas y en las consecuencias, de cara a la construcción de procesos de mayor soberanía, inde­pendencia e integración entre los pueblos de Nuestra América y el mundo”, expresa uno de los apartes de la presentación de esta obra sobre geopolítica.

El impacto criminal de las sanciones económicas, comerciales y políticas contra el pueblo de Venezuela

A continuación reproducimos la Introducción de este sugerente libro, elaborado por sus coordinadores editoriales.

POR CLAUDIA DE LA CRUZ, MANOLO DE LOS SANTOS Y VIJAY PRASHAD /

Año tras año, durante las últimas tres décadas, la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) ha sometido a votación la propuesta de eliminar el bloqueo uni­lateral y criminal de Estados Unidos a Cuba. El 7 de noviembre de 2019, 187 de 193 Estados, encabezados por el Grupo de los 77, el Movimiento de los No Alineados, y todos los demás grupos del mundo en desarrollo, votaron para poner fin al bloqueo. Al referirse al embargo, antes de la votación, el ministro de Re­laciones Exteriores de Cuba, Bruno Eduardo Rodríguez Parri­lla, afirmó: «No hay ni una sola familia cubana que no haya sufrido sus consecuencias». En sus palabras, el bloqueo puede tipificarse como un acto de genocidio, según lo dispuesto en la Convención para la prevención y sanción del delito de genoci­dio, aprobada en 1948.

Ante la asamblea de la ONU, el ministro de Relaciones Ex­teriores de Venezuela, Jorge Arreaza Montserrat, calificó el bloqueo a Cuba como «un castigo colectivo que emana de los caprichos y la soberbia de los que se creen superiores». El can­ciller Arreaza apuntaba hacia Estados Unidos de Norteamé­rica, cuyo gobierno —sostuvo— estaba «tratando de revivir la […] Doctrina Monroe». La Doctrina Monroe, formulada en 1823, propugna que la influencia europea no debe extenderse al hemisferio americano; la totalidad del territorio desde el Promontorio de Murchison, en Canadá, hasta Cabo Froward, en Chile, debe demostrar su relación de dependencia hacia Estados Unidos. A esto han opuesto resistencia tanto Cuba  (desde 1959 en adelante) como Venezuela (a partir de 1999). «Somos pueblos libres», declaró el canciller Arreaza, y tildó la política estadounidense hacia Cuba de «terrorismo económico y financiero».

La representante permanente de Estados Unidos ante las Naciones Unidas, Kelly Craft, defendió el embargo estadounidense sobre Cuba esgrimiendo el principio de soberanía. «No­sotros decidimos con qué países comerciamos», indicó la Em­bajadora Craft. «Ese es nuestro derecho soberano», añadió.

Entre dos soberanías contrapuestas, la fuerza decide

El canciller Arreaza se pronunció a favor de Cuba, pero ade­más mencionó que recientemente Estados Unidos había tra­tado de orquestar un golpe contra el gobierno de Venezuela. Cuba y Venezuela —que también tienen el «derecho soberano» de «decidir con qué países» comercian— enfrentan toda una variedad de políticas asfixiantes impulsadas por el gobierno estadounidense. Gracias al uso de la fuerza por parte de Esta­dos Unidos, ni a Cuba ni a Venezuela se les ha permitido ejer­cer su soberanía. Esta fuerza se manifiesta en mecanismos diversos, como por ejemplo la fuerza económica y financiera, la fuerza diplomática, la fuerza ideológica y la fuerza militar. La suma de estos distintos medios para socavar la soberanía de Cuba y Venezuela se conoce como guerra híbrida. Como demues­tra este libro, Estados Unidos de Norteamérica ha llevado ade­lante una guerra híbrida contra Cuba durante más de sesenta años y contra Venezuela por más de veinte años.

El hecho de que la embajadora estadounidense ante las Naciones Unidas defienda el bloqueo de su país a Cuba con el argumento de su «derecho soberano» a «decidir con qué paí­ses» comercia sugiere que no presenta ninguna fundamenta­ción para sustentar esa política en el derecho internacional. El argumento presentado es que Estados Unidos se reserva el derecho soberano de hacer lo que le plazca. Esto es bastante justo. Sin embargo, esta limitada defensa suele ir aderezada con intenciones mucho más nobles, como la promoción de los derechos humanos y la democracia, así como la defensa de las normas internacionales y el derecho internacional. La guerra híbrida no puede justificarse contra Cuba ni contra Venezue­la con base en los cánones vastos —y no siempre claros— del derecho internacional, y sin duda tampoco en el lenguaje su­blime, pero poco claro, de la democracia y de los derechos hu­manos.

Las sanciones que no impone el Consejo de Seguridad de la ONU de conformidad con el Capítulo VII de la Carta de las Na­ciones Unidas (1945) normalmente no se consideran legales. En el Capítulo VII de la Carta de la ONU, existe un artículo que reza: «El Consejo de Seguridad podrá decidir qué medidas que no impliquen el uso de la fuerza armada han de emplearse para hacer efectivas sus decisiones». Esto indica que el Conse­jo de Seguridad —órgano donde Estados Unidos ha ejercido su autoridad desde el colapso de la Unión de Repúblicas Socialis­tas Soviéticas, en 1991, hasta el pasado reciente— tiene el de­recho de definir cuándo son adecuados los diferentes tipos de sanciones. Sin embargo, se observa que ese no es el caso, tras leer detenidamente la Carta de la ONU, la cual traza límites al poder del Consejo de Seguridad. Por ejemplo, el Artículo 55 del Capítulo IX de la Carta llama a los Estados Miembros de la ONU a promover «niveles de vida más elevados» y a encontrar soluciones a los problemas de carácter sanitario. Comúnmen­te, las sanciones menoscaban los niveles de vida y deterioran los sistemas de atención sanitaria y, en consecuencia, desvir­túan estos aspectos de la Carta de la ONU. Además, a menu­do suele olvidarse que el Consejo de Seguridad debe proceder de acuerdo con los Propósitos y Principios de la ONU (Capítulo I de la Carta) y que debe presentar informes periódicamente a la Asamblea General, que debería ser el órgano superior (según el Artículo 24 del Capítulo V).

No obstante, las sanciones estadounidenses contra Vene­zuela actualmente no tienen el «sello» de una resolución de las Naciones Unidas. Es por esta razón que, en enero de 2019, el Relator Especial de la ONU, Idriss Jazairy, preocupado por el impacto negativo de las sanciones, afirmó: «Insto a todos los países a que eviten aplicar sanciones a menos que lo apruebe el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, como lo exige la Carta de la ONU». Jazairy, un diplomático veterano de Arge­lia, añadió:

Me preocupa especialmente escuchar los informes de que estas sanciones están dirigidas a cambiar el gobierno de Venezuela. La coerción, ya sea militar o económica, nunca debe usarse para buscar un cambio de gobierno en un Estado soberano. El uso de sanciones por parte de poderes externos para derrocar un gobier­no electo constituye una violación de todas las normas del dere­cho internacional.

Además de la Carta de la ONU, la Declaración y Programa de Acción de Viena —adoptados de manera unánime en la Conferencia Mundial de Derechos Humanos celebrada en Vie­na el 25 de junio de 1993— específicamente advirtió a los Es­tados que se abstuvieran de imponer sanciones unilaterales. Fue precisamente sobre la base de este texto que la ONU creó la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos. Cabe reproducir aquí en su totalidad el Artículo 31 de la Decla­ración de Viena, toda vez que establece el marco jurídico de nuestra afirmación en este libro —que las sanciones de Esta­dos Unidos a Venezuela (y el embargo estadounidense a Cuba) constituyen una violación de los convenios internacionales y el espíritu de la Carta de la ONU—:

La Conferencia Mundial de Derechos Humanos pide a los Esta­dos que se abstengan de adoptar medidas unilaterales contrarias al derecho internacional y la Carta de las Naciones Unidas que creen obstáculos a las relaciones comerciales entre los Estados e impidan la realización plena de los derechos enunciados en la Declaración Universal de Derechos Humanos y en los instrumen­tos internacionales de derechos humanos, en particular el dere­cho de toda persona a un nivel de vida adecuado para su salud y bienestar, incluidas la alimentación y la atención de la salud, la vivienda y los servicios sociales necesarios. La Conferencia afir­ma que la alimentación no debe utilizarse como instrumento de presión política.

Es importante señalar que Estados Unidos es parte de esta Declaración. Esta afirma —sin necesidad de mayor aclarato­ria—que no debe emplearse ninguna «medida unilateral» que menoscabe la «realización plena de los derechos enunciados en la Declaración Universal de Derechos Humanos». Las san­ciones unilaterales empleadas contra Venezuela, al igual que contra otros países, indudablemente impiden la «realización plena» de la agenda de los derechos humanos. Sin ir más le­jos, numerosos estudios han demostrado que las sanciones unilaterales han echado por tierra los avances sociales obteni­dos por tales países.

Michelle Bachelet, expresidenta de Chile y Alta Comisiona­da para los Derechos Humanos de la ONU, afirmó, en agosto de 2019, que las «sanciones son extremadamente amplias y no contienen las medidas suficientes para mitigar su impacto en los sectores de la población más vulnerables». El cargo de Ba­chelet en la ONU se creó mediante la Convención de Viena, la cual advierte contra el uso de sanciones unilaterales. «Temo que (las sanciones unilaterales de Estados Unidos contra Ve­nezuela) tengan implicaciones mayores en los derechos a la salud y a la alimentación, en particular en un país donde ya existe una seria situación de escasez de bienes esenciales», ex­presó en 2019 Bachelet.

De acuerdo con el mandato de la Declaración de Viena, Ba­chelet señaló, además:

Existe evidencia suficiente de que las sanciones unilaterales con efectos amplios pueden terminar negando los derechos funda­mentales de las personas, entre ellos sus derechos económicos, así como sus derechos a la alimentación y la salud, y que pueden implicar obstáculos para la entrega de la asistencia humanita­ria.

Estos comentarios, emitidos antes del anuncio de la pande­mia mundial en marzo de 2020, tienen una intensa y especial resonancia, puesto que el coronavirus sigue propagándose por el mundo.

En papel, las sanciones unilaterales de Estados Unidos indi­can que los insumos médicos quedan exentos de sus distintas medidas, pero eso es un espejismo. Por ejemplo, ni Venezuela ni Irán pueden comprar insumos médicos con facilidad, así como tampoco les resulta sencillo transportar tales insumos hacia sus países, y tampoco pueden usarlos en sus sistemas de salud, gestionados en su mayoría por el sector público. En 2017, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, promul­gó rigurosas restricciones al acceso de Venezuela a los merca­dos financieros. Dos años después, el gobierno estadouniden­se incluyó al Banco Central de Venezuela en una lista negra y estableció un embargo general contra las instituciones del Estado venezolano. Si alguna empresa realiza negocios con el sector público venezolano, puede ser objeto de sanciones se­cundarias. En 2017, el Congreso de Estados Unidos aprobó la Ley para contrarrestar a los adversarios de Estados Unidos me­diante sanciones (Countering America’s Adversaries Through Sanctions Act [CAATSA, por sus siglas en inglés]), mediante la cual endureció las sanciones contra Irán, Rusia y Corea del Norte. Un año más tarde, Trump impuso una serie de sancio­nes nuevas contra Teherán que asfixiaron la economía iraní. Una vez más, las restricciones de acceso al sistema bancario mundial, así como las amenazas contra las empresas que hi­cieran negocios con Irán, prácticamente impidieron que Irán tuviera relaciones comerciales con el mundo. De modo parti­cular, el gobierno de Estados Unidos puso de manifiesto que se prohibía cualquier negociación con los sectores públicos iraní y venezolano. La infraestructura de salud que brinda servicio a la vasta mayoría de la población tanto en Irán como en Ve­nezuela es gestionada por el Estado. Esto significa que esta in­fraestructura enfrenta desproporcionadas dificultades para te­ner acceso a equipos e insumos, incluidos kits para exámenes y medicamentos. Los países sancionados por Estados Unidos han luchado para importar equipos médicos y lucharán para tener acceso a las vacunas para la Covid-19. Esta pandemia es una indudable muestra de la aplicación abiertamente inmoral e injusta de sanciones coercitivas unilaterales por parte de Es­tados Unidos contra sus adversarios políticos.

¿Qué motivos desencadenan esta guerra híbrida contra Ve­nezuela? Hugo Chávez obtuvo una victoria aplastante en las elecciones presidenciales de 1998. Asumió la presidencia para ejecutar un proyecto cuyo propósito era democratizar las ins­tituciones y la sociedad venezolanas, mediante una Constitu­ción nueva (1999) y mediante nuevas formas sociales de movi­lización de la población (cuyo primer paso fue el Plan Bolívar, en 1999). El gobierno se caracterizó por socializar los recursos y luchó contra las principales multinacionales norteamerica­nas y europeas con el fin de obtener mejores condiciones para Venezuela. Este posicionamiento se denominó Revolución Bolivariana. Tal postura provocó molestia entre las grandes empresas capitalistas, las oligarquías locales y los Estados imperialistas. Estados Unidos apoyó un golpe militar contra Chávez y la Revolución Bolivariana en 2002. Aunque el golpe fracasó, sacó a la luz el hecho de que el gobierno estadouni­dense, así como sus aliados, no tenían paciencia para ver qué resultados se desprenderían de la Revolución Bolivariana. La guerra híbrida contra Venezuela y contra la Revolución Boliva­riana no se declaró en defensa de los derechos humanos o de la democracia venezolana sino en beneficio de los intereses de clase de la oligarquía venezolana, de las multinacionales nor­teamericanas y del poder del bloque imperialista.

Después del fallido golpe de 2002, Estados Unidos creó una Oficina para Iniciativas de Transición (OTI, en inglés) en la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, en inglés), financió varias organizaciones no guber­namentales y trabajó para socavar el proceso bolivariano. En esencia, fue Estados Unidos el que moldeó la «oposición» ve­nezolana, toda vez que el programa USAID/OTI trabajaba en función de unificar los fracturados grupos opositores y dotar­los de una agenda coherente. El programa USAID/OTI se adju­dicó el hecho de haberle enseñado a la oposición venezolana cómo debilitar las instituciones democráticas mediante el sa­botaje de elecciones y las denuncias de supuestos fraudes en los comicios. Usando estas vías para menoscabar la integridad del proceso, Estados Unidos logró propagar la idea —pese a toda la evidencia disponible en contrario— de que el gobierno venezolano era ilegítimo. Absolutamente consciente de que la oposición no podía ganar unas elecciones contra el proceso bolivariano —que gozaba de una popularidad contundente—, Estados Unidos impulsó un plan de desestabilización de la democracia en Venezuela, en nombre de la democracia. No se hicieron esperar los llamamientos a «proteger» la democra­cia y crear un «sistema democrático más abierto», a la par de los esfuerzos por destruir las instituciones democráticas y el espíritu democrático. La guerra de información contra la de­mocracia venezolana fue un pilar fundamental de la guerra híbrida.

El liderazgo de Hugo Chávez en la región, incluido el Caribe, creó perturbación en la oligarquía regional, las multinaciona­les norteamericanas y europeas y en los Estados imperialis­tas. El hecho de que Chávez encabezara una coalición contra el Área de Libre Comercio de las Américas (2005) —iniciativa que impulsó Estados Unidos— y de que promoviera una agen­da para construir instituciones regionales alternativas, con predominio de América Latina, suscitó gran preocupación en Washington. Y mayor inquietud provocó en Washington el hecho de presenciar cómo Chávez daba vida a regímenes co­merciales socialistas de alcance internacional, como por ejem­plo Petrocaribe con Haití y Jamaica. Estos mecanismos posibi­litaron relaciones comerciales fuera de la lógica de mercado, aunque con consideración hacia el desarrollo y la solidaridad. Tales experimentos debían destruirse porque demostraron ser populares y además dejaron en evidencia que el comercio con base en la solidaridad es mucho mejor para los intereses de las naciones más pobres que el comercio impulsado por el merca­do y que las formas leves de ayuda.

El ataque contra Venezuela, así como contra Cuba, no tenía vinculación alguna con violaciones graves a la democracia y a los derechos humanos. Eso es lo que afirmaba Washington, pero no era ese el motivo de la preocupación de Estados Unidos. Le preocupaba precisamente el carácter socialista de la política nacional y regional que impulsaba Venezuela y antes de Venezuela, Cuba. Por esta razón, estos gobiernos y sus avances revolucionarios debían ser destruidos.

La merma de los precios petroleros a partir de 2009 significó una amenaza para el proceso bolivariano. Chávez falleció en 2013. Esta combinación —los bajos precios del crudo y el falle­cimiento de Chávez— trastocó los cálculos políticos.

Incentivados por Estados Unidos, los líderes opositores Leopoldo López y María Corina Machado convocaron manifes­taciones contra el recién electo presidente Nicolás Maduro en 2014. Evidentemente, el propósito de las protestas era causar provocación. Esto le permitió al entonces presidente de Esta­dos Unidos, Barack Obama, promulgar la Ley de Defensa de Derechos Humanos y Sociedad Civil de Venezuela de 2014. Por este medio, Obama podía sancionar a miembros del gobierno venezolano. La política de sanciones sería la nueva palanca para ejercer presión sobre Venezuela, cuya dependencia de los ingresos petroleros —en un momento de bajos precios del cru­do— ya había puesto al país en una posición vulnerable. En marzo de 2015, Obama calificó a Venezuela como una «amena­za» para la «seguridad nacional» de Estados Unidos, un paso extremo e injustificado, y además dictó sanciones contra cier­tos funcionarios del gobierno venezolano.

El gobierno de Donald Trump agudizó y profundizó la políti­ca de sanciones. Obama sancionó a siete funcionarios, mien­tras que Trump sancionó a aproximadamente cien personas. Obama fraguó la lanza. Trump la arrojó al corazón de Vene­zuela.

Aquellas primeras sanciones perseguían a personas, lo que ocasionaba inconvenientes a algunos políticos venezolanos y ciertas áreas del Estado. Poco después, el gobierno estadou­nidense haría que las sanciones pasaran de inconveniente individual a convertirse en colapso social. A partir de 2017, la política de Trump golpearía con mucha fuerza la industria petrolera venezolana. El gobierno estadounidense impidió la negociación de los bonos de deuda pública de Venezuela en los mercados financieros de Estados Unidos. La medida impidió que la petrolera estatal venezolana PDVSA recibiera pagos por sus exportaciones de productos petroleros. El Departamento de Estado estadounidense congeló 7 mil millones de dólares en activos de PDVSA e impidió que empresas estadounidenses exportaran nafta (un insumo esencial para la extracción de petróleo crudo pesado) hacia Venezuela.

El país dependía de los ingresos petroleros para importar alimentos y medicinas. El robo de los 7 mil millones de dóla­res en activos de PDVSA, la incautación de 31 toneladas de oro venezolano (con un valor de 1950 millones de dólares al precio actual) en el Banco de Inglaterra, la transferencia de la titula­ridad de CITGO (filial de PDVSA en Estados Unidos) a la oposi­ción, así como la coerción sobre las exportaciones petroleras, ejercieron presión extrema sobre Venezuela. John Bolton, exasesor de Seguridad Nacional de Estados Unidos, calculó que las sanciones de Estados Unidos (y de Canadá) le habían costado a Venezuela aproximadamente 11 mil millones de dó­lares en apenas unos meses.

Cuando Estados Unidos comenzó a presionar a compañías de logística para que dejaran de transportar petróleo venezo­lano, tanto los programas de exportación de petróleo al Caribe (Petrocaribe) como los envíos solidarios de petróleo a Cuba se vieron perjudicados. Esta política agudizó la situación en Hai­tí —país que vive una prolongada crisis política— y ha profun­dizado la crisis en Cuba. Los países del Caribe, que dependían del crudo venezolano, ahora sufren terriblemente.

Según cálculos de los economistas Mark Weisbrot y Jeffrey Sachs, las sanciones estadounidenses han ocasionado la muerte de 40 000 civiles venezolanos entre 2017 y 2018. En su informe Economic Sanctions as Collective Punishment: The Case of Venezuela [Sanciones económicas como castigo colectivo: El caso de Venezuela], de abril de 2019, señalan que esta cifra de muertes es apenas el comienzo de lo que está por venir. Otros 300 000 venezolanos se encuentran en peligro «debido a la falta de acceso a medicamentos o tratamiento», incluidas 80 000 personas «con VIH que no han recibido tratamiento antirretroviral desde 2017». Hay 4 millones de enfermos de diabetes e hipertensión, quienes en su mayoría no pueden tener acceso a insulina o medicamentos para tratamientos cardiovasculares. «Estos números por sí mismos prácticamente garantizan que las sanciones actuales, que son mucho más severas que las aplicadas antes de este año, son una sentencia de muerte para decenas de miles de venezolanos», afirman Weisbrot y Sachs.

Venezuela importó productos alimentarios por un valor de apenas 2460 millones de dólares en 2018, en comparación con 11 200 millones de dólares en 2013. Si las importaciones de ali­mentos se mantienen en niveles bajos y Venezuela no puede cultivar rubros alimentarios rápidamente, la situación redun­dará en «desnutrición y retraso del crecimiento de los niños», según apuntan Weisbrot y Sachs en su informe.

En 2018, la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de la ONU, Michelle Bachelet, planteó que la causa del deterioro del bienestar en Venezuela es anterior a las sanciones (este punto se destaca en un informe de Human Rights Watch y Johns Hopkins University). En realidad, es cierto que la caída de los precios petroleros había causado un impacto notable en los ingresos externos de Venezuela, al tiempo que la dependencia de las importaciones de alimentos —problema que se remonta al siglo pasado— había marcado el país antes de las muy severas sanciones de Trump. Sin embargo, en 2019 Bachelet dijo ante el Consejo de Seguridad de la ONU:

… aunque esta crisis social y económica extendida y devastadora comenzó antes de la imposición de las primeras sanciones eco­nómicas en 2017, me preocupa que las sanciones recientes a las transferencias financieras vinculadas con la venta de petróleo venezolano dentro de Estados Unidos puedan contribuir a agra­var la crisis económica, con posibles repercusiones sobre los de­rechos básicos y el bienestar de las personas.

Es totalmente irrelevante un debate sobre si la causa de la crisis es la mala gestión y la corrupción del gobierno de Madu­ro o las sanciones. El punto es que la mezcla de dependencia de los ingresos petroleros y política de sanciones ha aplastado el espacio político para cualquier posibilidad de estabilidad en el país.

De acuerdo con Weisbrot y Sachs, estas sanciones «encaja­rían en la definición de castigo colectivo», según se define en el Convenio de La Haya (1899) y en el Cuarto Convenio de Gi­nebra (1949). Estados Unidos es signatario de ambos marcos jurídicos. Los «castigos colectivos», según el Cuarto Convenio de Ginebra, «están prohibidos». Decenas de miles de venezo­lanos han muerto. Decenas de miles más se encuentran bajo amenaza de muerte. Sin embargo, nadie se ha puesto de pie contra la grave violación de la Convención en lo concernien­te al castigo colectivo. No existe ni el más mínimo asomo de interés en la Secretaría General de la ONU por abrir un tribu­nal para resolver las acusaciones de castigo colectivo contra Venezuela. Las denuncias de esta gravedad se ocultan bajo la alfombra.

Ni Cuba ni Venezuela han capitulado ante la presión esta­dounidense. Ambos países, con inmensa dignidad, se han mantenido de pie ante la contundente presión que ejerce Es­tados Unidos en el nombre de sus oligárquicos aliados en Eu­ropa, en Canadá y en América Latina. Por su parte, China, Irán, Rusia y otros países (incluido el bloque que conforma ALBA-TCP) han brindado apoyo material y actos de solidaridad para permitir que Cuba y Venezuela sobrevivan a este período especial. El 6 de octubre de 2020, el representante permanente de China ante las Naciones Unidas, Zhang Jun, presentó una declaración conjunta ante la ONU en nombre de 26 países que son objeto de sanciones estadounidenses (entre ellos Irán y Ve­nezuela). Las «medidas coercitivas unilaterales» que ha adop­tado Estados Unidos «son contrarias a los propósitos y princi­pios de la Carta de las Naciones Unidas», aseveró el embajador Zhang. Es adecuado que Venezuela sea la punta de lanza de un proceso en la palestra internacional para crear una coalición de Estados contra el uso de medidas unilaterales por parte de Estados Unidos. Algunos de estos países se reunieron en 2019 con la intención de crear, a través del Movimiento de Países No Alineados, una plataforma de lucha contra las sanciones.

Tales agrupaciones políticas son importantes, pero insufi­cientes. Estados Unidos puede mantener un régimen de san­ciones debido al dominio que ejerce el conjunto dólar-Wall Street sobre la vida económica de tantos países. Más de la mi­tad de las transacciones comerciales en el planeta se expresan en dólares; los sistemas bancarios estadounidenses controlan el flujo de dinero; el sistema SWIFT europeo brinda el me­canismo para la transferencia de fondos; las compañías que desean hacer negocios con Estados Unidos temen sanciones secundarias, y así sucesivamente. A no ser que se creen insti­tuciones alternativas —lo que incluye relaciones comerciales no vinculadas al dólar y un servicio de transferencias de di­nero que no esté bajo el dominio de las potencias del Atlánti­co— la vulnerabilidad de los países ante la presión unilateral de Estados Unidos continuará. Por esta razón, se ha hecho im­perativo construir estos nuevos sistemas e instituciones fuera del control de Washington, tales como nuevos bancos de de­sarrollo, nuevas agencias internacionales de financiamiento y nuevos mecanismos de conciliación comercial.

En estos momentos históricos de crisis mundiales conver­gentes, cuando la humanidad se encuentra cara a cara con las repercusiones de un sistema neoliberal mundial fallido y la brutalidad del imperialismo estadounidense, se hace urgente que las comunidades adquieran un conocimiento más profun­do de quiénes son los enemigos de la humanidad y cuáles son sus tácticas, para que estén mejor preparadas para nuestra de­fensa de la vida.

Viviremos. Venezuela contra la guerra híbrida es un esfuerzo colecti­vo para contribuir a nuestro proceso de educación y organiza­ción en las comunidades que luchan. Esta compilación reúne documentos de educadores, intelectuales, trabajadores, orga­nizadores y movimientos de todo el mundo, como un llama­miento urgente para centrar la atención en estas sanciones crueles.

Hacemos un llamado de atención hacia la urgente necesi­dad de fortalecer nuestro compromiso con el estudio del de­sarrollo de la guerra híbrida, a fin de integrar nuestra lucha contra el imperialismo —y contra las sanciones— en todo nuestro trabajo. Hacemos un llamamiento en pro de la unidad de principios y la integración de nuestras causas, en pro de la vinculación entre las luchas y las comunidades, para defender la humanidad contra la guerra imperialista.

¿Por qué poner el acento en Venezuela? Venezuela es actual­mente el epicentro de la resistencia contra el imperialismo y es una representación de muchas comunidades que luchan. El propósito de este libro es ayudar a profundizar los esfuerzos de solidaridad y a comprender la lucha, la resiliencia y la dig­nidad del pueblo venezolano como ofrenda a nuestras luchas y a movimientos colectivos en todo el mundo.

Sin duda, estamos viviendo un período de transiciones, el «interregno» entre el viejo mundo y el mundo que lucha por nacer. En consecuencia, al tiempo que sorteamos tantas con­tradicciones para resolver las necesidades de nuestras comu­nidades, nos vemos obligados a repensar y ajustar nuestras acciones para mejorar la existencia de la humanidad.

La historia y nuestra coyuntura actual nos han enseñado que debemos buscar un mayor entendimiento de nuestra rea­lidad material colectiva a fin de organizarnos de manera más estratégica y eficaz. Es vital la necesidad de entendernos unos a otros como clase obrera mundial. Se nos ha recordado que luchar juntos en aras de nuestra unidad conceptual, así como actuar de forma colectiva, es la única clave para garantizar nuestra supervivencia.

Nuestra postura, pero incluso más importante, nuestras ac­ciones organizadas y colectivas como comunidades en defensa de los derechos humanos, de la democracia y de la soberanía de las naciones, así como el trabajo con la mirada puesta en la construcción de la paz y de la justicia, son el factor deter­minante para lograr la victoria sobre sistemas de muerte y de guerra.

Tenemos la esperanza de que más allá de la lectura de estos ensayos, este libro sirva como instrumento de estudio colec­tivo, propicie debates y conversaciones constructivos en mu­chos lugares y que además transmita información sobre nues­tros planes organizativos y colectivos conforme actuamos para promover las luchas de nuestros pueblos.

Viviremos no es una simple proclama; es la determinación de millones de personas en todo el mundo que han perseverado en su resistencia contra el imperialismo. Es el compromiso de defender el derecho de los pueblos de existir de cara a aquellos que pretenden desmembrar la clase obrera, nuestra historia y nuestros avances.

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Viviremos: Venezuela contra la guerra híbrida

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