POR MIGUEL URBÁN Y JAIME PASTOR*
Con ocasión de que este 18 de marzo de 2023 se conmemora el 152 aniversario de la Comuna de París o, más bien, de la chispa que prendió la mecha de la revolución en la capital francesa, porque la proclamación formal de la Comuna se realizará diez días después con la toma de posesión formal de los 92 miembros del “Consejo Comunal”, es oportuno rememorar este hecho histórico que podría parecer menor, pero que tenía una relevancia fundamental en la disputa de la dualidad de poderes que atravesaba la nación gala desde la proclamación de la III República el 4 de septiembre de 1870.
El intento de requisar los cañones de la Guardia Nacional en Montmartre tenía por objetivo acabar con el pueblo en armas, uno de los mayores miedos de la burguesía francesa. La intervención militar planificada por el jefe del gobierno, Adolphe Thiers, fracasó sin apenas disparar un arma, ya que la clave de la derrota fue la confraternización de los soldados con la Guardia Nacional y el pueblo parisino, con las mujeres al frente, que se movilizó para defender los cañones.
Al finalizar el 18 de marzo de 1871, las barricadas tomaban París, el gobierno huía de la ciudad camino a Versalles y los generales Jacques Leon Clément-Thomas y Claude Reconté morían ejecutados por la Guardia Nacional. Así, el chapucero intento de desarme de la Guardia Nacional generó una reacción defensiva por parte del pueblo de París que a su vez desencadenará una revolución. Estallaba así de forma definitiva y abierta el conflicto de legitimidades larvado desde septiembre entre el gobierno republicano y el pueblo de París, entre el “Estado” y la “sociedad”. Durante 72 días de la primavera de 1871, una insurrección obrera transformó la ciudad de París en una comuna autónoma y emprendió la revolución más importante del convulso siglo XIX. La primera revolución obrera de la historia gobernaba la capital de Europa y “el viejo mundo se retorció en convulsiones de rabia ante el espectáculo de la Bandera Roja, símbolo de la república del trabajo, ondeando sobre el Hôtel de Ville” (Marx, 2010: 50).
En realidad, el estallido del 18 de marzo era el fruto de un proceso que empezó muchos meses antes, y que no podría entenderse sin la guerra franco-prusiana, el cerco de París, la creación del Comité Central de la Guardia Nacional, la caída del Segundo Imperio y la proclamación de la República el 4 de septiembre de 1870, entre otros sucesos. Además, una temporalidad ampliada de los sucesos de la Comuna en el contexto de la segunda mitad del siglo XIX francés nos permite ver un cuadro más completo de la experiencia e impacto. Porque, como escribía Miguel Romero, “hay que cuidarse de la tentación de dar una importancia excesiva a la chispa respecto a las condiciones sociales y políticas, creadas en la etapa anterior, que permiten que el fuego prenda”.
Asimismo, el impacto de la Comuna no se puede entender exclusivamente dentro del estrecho margen cronológico y geográfico del acontecimiento condensado en los 72 días del tiempo de las cerezas, desde el intento de confiscación de los cañones el 18 de marzo hasta la Semana Sangrienta del 28 de mayo. Porque el valor político de la Comuna es su trascendencia, más allá de sus medidas concretas, universalizando su ejemplo como la primera revolución de la historia que instauraba un gobierno obrero.
Asimismo, el internacionalismo de la Comuna puede que sea uno de sus legados políticos más importantes y originales. Demostrando la complejidad de un movimiento que anudó múltiples motivaciones políticas, desde su nacimiento como revuelta patriótica ante el asedio prusiano de París para no adoptar una forma nacionalista y, en cambio, desarrollar una práctica y un discurso entusiastamente internacionalistas. Para la mayoría de los historiadores, el internacionalismo de la Comuna se mide en el número de extranjeros y extranjeras que incorporó bajo su bandera y la importancia de los cargos que ocuparon: un alemán, Frankel, como ministro de Trabajo y un polaco, Dombrowski, como responsable de su defensa. Y la verdad es que su presencia tan relevante en la Comuna obsesionaba a los versalleses. De hecho, la imagen de la Comuna repleta de polacos, alemanes e italianos era un insulto habitual en el discurso anticomunero.
Pero el internacionalismo comunal era mucho más que el número o el nombre de los extranjeros que participaron en su desarrollo. Como afirmó Marx, “la Comuna era un gobierno internacional en el pleno sentido de la palabra (…) que anexionó a Francia los obreros del mundo entero”. El internacionalismo de la Comuna se construyó como antítesis al colonialismo y al chovinismo nacionalista del Imperio. Quizás la muestra más genuina del internacionalismo comunal como antagonismo al imperialismo francés fue el derribo de la columna Vendôme, emblema de las conquistas imperiales, el 16 de mayo, cuando ya se iniciaba su declive en el plano militar. Lo que le da al hecho además de su valor político una connotación en cierta medida heroica.
“El cadáver está en tierra, pero la idea está en pie”. Esa fue la respuesta que obtuvieron las tropas de Versalles tras la Semana Sangrienta y la matanza posterior (Deleurmoz, 2020: 297), que acabó con la experiencia revolucionaria parisina. La Comuna pasará a partir de entonces a pervivir como un mito para las clases populares, superior al de la Revolución de 1789. La experiencia comunal fue un acontecimiento cuyos ecos llegaron a otros pueblos (como el español, según se pudo comprobar durante la I República Federal de 1873) y que, más allá de los debates en la Primera Internacional y de la ruptura entre marxistas y anarquistas, siguió uniendo a ambas corrientes en la reivindicación de la Comuna como “símbolo y ejemplo” (Haupt, 1986) de otra democracia a construir y del horizonte de emancipación social para el “género humano” al que aspiran.
Porque el impacto de la Comuna sobrevivió a la generación que la protagonizó y sus debates y enseñanzas han sido fuente de inspiración en el imaginario revolucionario y en el movimiento socialista internacional. Incluso se cuenta la anécdota de cómo Lenin bailó sobre la nieve frente al Palacio de Invierno el septuagésimo tercer día de la Revolución rusa, ya que ésta había durado un día más que la Comuna de París.
La Comuna se debe entender menos como un acontecimiento en la historia nacional francesa que como parte inicial de un vasto cuadro mundial que conecta a través del hilo rojo de la historia la Revolución rusa con la insurrección obrera en Asturies en 1934, la Barcelona insurgente de julio de 1936, Mayo del 68, el movimiento zapatista desde 1994, la Comuna de Oaxaca en 2006 en México, el movimiento indignado español de 2011, o el confederalismo libertario kurdo en construcción.
Una de las experiencias más interesantes durante la Comuna fue la iniciativa de auto-organización, la Unión de Mujeres, que en su corta vida significó una ruptura con la lógica feminista mayoritaria durante el siglo XIX, muy vinculada al reclamo de los derechos políticos, como el sufragio y a las formas tradicionales de la política republicana en general.
Durante la Comuna, la participación en la vida pública no estuvo tan determinada por aspirar a la participación electoral, sino que había espacios tanto mixtos como autónomos en donde las mujeres pudieron desarrollar su actividad pública y política. En cambio, desde el impulso de la Unión de Mujeres, el discurso y la propuesta feministas se centraron en una reorganización completa del trabajo femenino y el fin de la desigualdad económica basada en el género. Recordemos decretos como el de la igualdad salarial entre profesores y profesoras; la propuesta para crear escuelas infantiles en las cercanías de las fábricas incorporando a la cuestión del acceso al trabajo una dimensión reproductiva y de cuidados que deberían ser asumidas de forma comunal; y/o la constitución de talleres de costura y asociaciones productivas libres con la idea de poderse expandir más allá de París.
Con casi ciento cincuenta años de diferencia, el movimiento feminista ha conseguido organizar la primera huelga internacional del siglo XXI. Un hito no solo para el movimiento obrero internacional y los movimientos sociales, sino también un cambio de paradigma en el propio movimiento feminista. Como en su momento lo fue la aportación de las comuneras, y de hecho muy vinculado a la reorganización del trabajo en todas sus esferas, atacando la desigualdad económica basada en el género y asegurando que la obligación del sostenimiento de la vida no recaiga solo en las mujeres. Salvando las distancias evidentes de tiempo y contexto, podemos encontrar un hilo morado que conecta el legado de las mujeres comuneras con el nuevo movimiento feminista que ha situado en el centro del debate la contradicción capital-vida.
Justamente en 2021 no solo se cumplió el 150 aniversario de la Comuna sino también una década de haberse convocado el movimiento 15M en España. Porque, salvando todas las distancias, el grito de ¡democracia real ya!, que desde las plazas impugnaba los límites de la democracia formal reivindicando otra democracia, aspiraba a resolver la escisión entre lo realmente existente y lo que debería ser. Apelaba así a muchos de los principios comunales que pretendieron ir más allá de un republicanismo oligárquico para alcanzar una república social.
Asimismo, la ocupación del espacio público de las ciudades, mediante la toma simbólica de las plazas, nos remitía al surgimiento de un movimiento de protesta fundamentalmente urbano que reivindicaba la ciudad como espacio en disputa. No podemos olvidar que la Comuna fue una revolución en un lugar, “un acontecimiento único, dramático y singular, quizá el más extraordinario de este tipo en la historia urbana del capitalismo” (Harvey, 2008: 774). Un acontecimiento que en la década de 1960 muchos consideraron la primera transformación del espacio urbano que planteó problemas fundamentales que luego veremos reflejados en otras revueltas pero que, sobre todo, siguen siendo hoy en día elementos clave en la disputa del espacio urbano. También, al igual que la Comuna, al politizar las prácticas sociales y el uso que se daba al espacio público, desde el 15M se construyó un potente espacio social. Las plazas se convirtieron en un espacio similar a lo que fueron los clubes de la Comuna, propiciando una frenética actividad social y debate público.
Porque si observamos el movimiento indignado de 2011, más allá del acontecimiento espectacular y simbólico de las acampadas, podemos ver cómo su extensión y capilaridad convirtió el “barrio” en un lugar de agregación colectiva, de anclaje social en lo territorial y en las realidades cotidianas de la gente. Lo que permitió el desarrollo incipiente de una “economía moral de la multitud” (E.P. Thompson, 1984) a través de la proliferación de cooperativas de trabajo asociado, bancos de tiempo y trueque de servicios, huertos urbanos, sindicalismo social, con la Plataforma de Afectados por las Hipotecas (PAH) en el caso español, centros de salud comunitarios en los barrios de Grecia, bancos de alimentos, etc. La construcción del espacio social como una esfera política, más allá de las instituciones, en las que cualquier ciudadano puede participar de forma activa sobre los asuntos públicos, recuerda a la reapropiación revolucionaria del espacio público urbano por parte de la Comuna. Si bien es cierto que, a diferencia de ésta, no se llegó a constituir un nuevo poder popular.
La Comuna se convirtió, por tanto, en el punto de partida de un nuevo imaginario colectivo que vuelve a estar de actualidad 152 años después en los movimientos y revueltas que prefiguran un mundo nuevo a través de nuevas prácticas instituyentes de una democracia real. Un imaginario, en fin, que enlaza también hoy con la reivindicación de lo común, de la cooperación y el apoyo mutuo, contra los nuevos cercamientos, privatizaciones y apropiaciones de bienes comunes y públicos que el capitalismo global ha ido imponiendo durante sus ya casi cincuenta años de hegemonía neoliberal y que amenazan con prolongarse en medio de la crisis pandémica, ecosocial y múltiple actual.
Repensar la Comuna París, sus experiencias, sus victorias y sus errores no debe entenderse como un ejercicio ni académico ni de nostalgia, sino militante. Porque, como decía Walter Benjamin, debemos recuperar el arte de narrar la historia de tal manera que nos permita encender en el pasado la chispa de la esperanza en el presente. Así, el conocimiento de las experiencias de lucha pasadas se puede convertir en un instrumento inspirador para afrontar nuestros conflictos actuales.
*Miguel Urbán es eurodiputado y Jaime Pastor es editor de la revista Viento Sur. Ambos son coordinadores del libro ¡Viva la Comuna! 72 días que conmocionaron Europa.