
POR OMAR ROMERO DÍAZ /
La historia de Colombia, como la de muchos países del Sur Global, ha estado marcada por una relación desigual con Estados Unidos. Bajo el ropaje de la cooperación estratégica, se han impuesto agendas ajenas, se ha intervenido en decisiones internas y se ha criminalizado toda voz que se atreva a cuestionar el orden neoliberal establecido. Por eso, el reciente llamado del Departamento de Estado a su Encargado de Negocios en Bogotá no es un hecho aislado ni técnico: es un acto político que expresa el malestar de un imperio frente a un gobierno que ha decidido pensar por sí mismo.
El argumento de Washington sobre “declaraciones infundadas y reprobables” por parte del Gobierno de Colombia no es más que la excusa para encubrir la verdadera incomodidad: la existencia de un presidente, Gustavo Petro, que ha osado denunciar al Fondo Monetario Internacional (FMI), señalar el impacto destructivo de las potencias sobre la crisis climática, y plantear un modelo económico alternativo centrado en la vida y no en la ganancia.
Desde esta contradicción, emerge el gesto digno del Gobierno del Cambio: llamar también a consultas al Embajador colombiano en Washington. No como réplica mecánica, sino como afirmación de una nueva forma de entender la diplomacia: no desde la sumisión, sino desde la soberanía. No desde el servilismo, sino desde el diálogo entre iguales.
El pueblo debe saber que esto no es una anécdota diplomática. Es el reflejo de una lucha más profunda entre dos proyectos históricos: el de la subordinación económica, política y militar que durante décadas EE.UU. ha impuesto bajo el nombre de “cooperación”, y el de una nación que se atreve a construir su camino desde el mandato popular, la justicia social y la autodeterminación.
EE.UU. dice considerar a Colombia un “socio estratégico”. Pero ¿qué clase de socio es aquel que no tolera la crítica, que responde a la soberanía con presión, y que recurre al chantaje diplomático cada vez que se le cuestiona? ¿Qué tipo de compromiso es ese que se rompe en cuanto se confrontan las estructuras de poder que sostienen la desigualdad global?
Aquí hay una verdad que no podemos obviar: el Gobierno de Petro no está en disputa solo con las oligarquías nacionales; también está tocando los intereses geopolíticos de un inicuo sistema que ve con amenaza cualquier intento de justicia climática, redistribución del poder y cambio estructural. Por eso arrecian las tensiones. Por eso arrecian las campañas de desprestigio. Por eso se intenta aislar diplomáticamente al país que se atreve a pensar distinto.
Pero el Gobierno del Cambio ha dejado claro que no retrocede. No se arrodilla. No cambia principios por aplausos de embajada. Colombia ha decidido tener voz propia, sin intermediarios. Y esa voz, aunque incomode, aunque no guste, es la expresión legítima de un pueblo que eligió dejar de ser peón geopolítico para ser sujeto de su propia historia.
En este escenario, el llamado a consultas debe ser una oportunidad para reconfigurar las relaciones bilaterales desde el respeto mutuo, no desde la imposición. Desde la cooperación real, no desde el castigo diplomático. Desde la horizontalidad, no desde el paternalismo.
El pueblo colombiano tiene que entender que estamos frente a una disputa que va más allá de lo diplomático: es una lucha por el alma del proyecto nacional. O seguimos siendo el patio trasero de las potencias, o nos afirmamos como país digno y soberano.
El cambio no será fácil. Pero ya comenzó. Y no lo detendrán ni las presiones externas, ni las oligarquías internas. Porque cuando un pueblo despierta, ni el imperialismo puede frenarlo.