América Latina: ¿igual o peor que en 1824?

POR JOSÉ STEINSLEGER

Uno. El pasado lunes 9 de diciembre, hace 200 años, el capitán Alarcón emprendió en Ayacucho, sur de Perú, una heroica cabalgata de 600 kilómetros, y salvando montañas, ríos, valles y desiertos llegó a Lima ocho días después, con la noticia que partió en dos la historia de nuestra América.

Dos. Con respiración entrecortada, el mensajero se abotonó la chaqueta militar como pudo, subió por las escaleras del palacio, y sin anunciarse irrumpió en la habitación donde el Libertador dictaba un plan de batalla para el mariscal Antonio José de Sucre.

Tres. Bolívar leyó la noticia, y quedó mudo de la emoción. Luego, subió a una silla, saltó a una mesa, y mientras su amada Manuelita le decía “¡cuidado, Simón!”, empezó a bailar gritando: “¡Victoria! ¡Victoria! ¡Victoria!”.

Batalla de Ayacucho (9 de diciembre de 1824).

Cuatro. Ateridos, con víveres para dos días, los hombres de Sucre sólo tenían la opción de ganar o ganar. “No quiero caballo que me permita huir de esta batalla”, dijo el general colombiano José María Córdova, de 25 años. Y con certera puñalada mató al pobre animal, al tiempo de ordenar: ¡Armas a discreción!

Un oficial preguntó: ¿Qué paso, mi general?

¡Paso de vencedores!–, exclamó Córdova.

Cinco. El camino de Ayacucho fue jalonado por luchas que empezaron en 1781 con alzamientos comuneros en Nueva Granada y la gran sublevación del mestizo quechua Tupac Amaru II en Cuzco, seguida de la de Tupac Katari, líder aimara que puso sitio a La Paz, con 40 mil indígenas; la insurrección antiesclavista, antirracista y anticolonial en Haití (1791); la derrota de las invasiones inglesas en Buenos Aires (1806-07), y la rebelión del cura Miguel Hidalgo en México (1810).

Seis. Ayacucho fue la última batalla en la que nuestros pueblos pelearon por la patria que el Libertador soñó grande y unida. Sin embargo, con los años, nuestra América se fue tornando más y más chiquita, siendo humillada por oligarquías criollas semifeudales, seudocapitalistas, prebendarias y administradoras del necolonialismo anglosajón, el nuevo amo.

Siete. De ahí el soterrado apoyo de ambas potencias al independentismo hispanoamericano. Por ejemplo, ¿cómo hubiera hecho el general San Martín para transportar su ejército desde Chile con el propósito de liberar Perú, sin la flota del corsario escocés Thomas Cochrane (agosto de 1820)?

Ocho. En cambio, Bolívar tuvo a su favor un hecho que las anoréxicas izquierdas de nuestra América (mal que no sólo padecen las derechas), subestiman o ignoran. Me refiero al alzamiento del general asturiano Rafael del Riego contra Fernando VII, buscando restaurar la Constitución española y el gobierno liberal (enero de 1820). Un levantamiento que impidió el embarque de 20 mil soldados y 10 buques de guerra con destino a Venezuela y el río de la Plata, para sofocar la revolución anticolonial.

Mural de Pavel Egüez en la Universidad Andina Simón Bolívar, Quito, Ecuador.

Nueve. De su lado, el Libertador sabía que un año antes de Ayacucho, Washington había proclamado que América sería para “los americanos”… del norte (Doctrina Monroe, 2/12/1823). Una doctrina que algunos políticos estadunidenses califican de “duradera, vigente y piedra angular de la política exterior”.

Diez. Pienso en Ayacucho, y me pregunto qué hemos aprendido. En Bolivia, el gran Evo Morales corre por izquierda al presidente Luis Arce; en Brasil, el gran Lula da Silva corre por derecha al presidente de Venezuela, Nicolás Maduro; en Chile, el ambidextro Gabriel Boric acuerda con Londres en lo oscurito para “desarrollar” las Malvinas, archipiélago argentino que su gobierno llama Falkands; y Haití, primer país que alcanzó su independencia hace 220 años, naufraga en hoyos de estremecedora violencia social. Ni hablar de las prisiones medievales de El Salvador (que cuentan con gran apoyo social), o del espíritu numantino de Cuba, con 63 años de resistencia al bloqueo impuesto por los yanquis, sin precedente en la historia de la humanidad.

Once. Suma y sigue. En Ecuador, el exvicepresidente Jorge Glas guarda prisión enfermo, tras ser secuestrado en la embajada de México por el gobierno del presidente narco Daniel Noboa. Suerte similar a la de Pedro Castillo (primer presidente campesino de Perú), por orden de la dictadora Dina Boluarte, quien asegura que su colección de Rolex de oro fue prestada por amigos; en Paraguay, un ministro de otro presidente narco, Santiago Peña, celebró un pacto de cooperación con el inexistente estado de Kailasa, “primera nación soberana de los hindúes”, y en Argentina gobierna un loco de atar que asegura ser el político más importante del orbe, “después de Donald Trump”.

Doce. En Página/12, los moneros Rudy y Paz le hacen decir a un personaje: “Dicen que, con el triunfo de Trump, Estados Unidos vuelve al racismo, la homofobia, la exclusión social y el imperialismo”. A lo que otro personaje responde: “No entiendo… ¿por qué dice ‘vuelve’?”.

Trece. ¿Hacia dónde va esta “América dada al diablo”? Por ahora, México salva las ropas. Así, frente a las amenazas de invasión, la presidenta Claudia Sheinbaum devuelve con firmeza y dignidad: “Estados Unidos no nos invadirá; tenemos nuestro Himno Nacional”.

Catorce. Y también nos queda la urgente necesidad de convocar a los hados de aquel 9 de diciembre de 1824, cuando en las heladas pampas de Ayacucho, a tres mil metros de altitud, los ejércitos de España mordieron el polvo de su derrota final desde el inicio de la Conquista, tres siglos atrás.

La Jornada, México.