POR RODRIGO LLEDÓ
Es de interés de todos los Estados perseguir a quienes destruyen el planeta, y es imperativo que no haya para ellos ‘refugio seguro’.
Antes de abandonar el poder en 1990, el general y dictador chileno Augusto Pinochet creó un marco jurídico que supuestamente le garantizaría total impunidad. No funcionó. Fue arrestado en Londres por delitos de genocidio y terrorismo en 1998 a solicitud de la Justicia española y, luego de retornar a Chile, finalmente tuvo que enfrentar a la justicia de su propio país.
Años más tarde, tuve la oportunidad de encabezar el equipo de abogados del Estado que litigaban cerca de 900 casos por crímenes contra la humanidad cometidos durante la dictadura chilena. Aunque Pinochet ya estaba muerto, sus cómplices tenían que ser debidamente juzgados.
Décadas después de acabado el régimen pinochetista, los derechos humanos se siguen violando en América Latina y el Caribe, sobre todo por defender el medioambiente. Casi el 90 % de los asesinatos relacionados con el ambiente ocurren en la región, según Global Witness, una organización internacional que monitorea violaciones a los derechos humanos y el ambiente. Un quinto de estos casos – de los denunciados, la cantidad real es probablemente mucho mayor – corresponden a la Amazonía, que abarca el territorio de Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, Perú, Surinam y Venezuela.
Quienes denuncian las amenazas ambientales en la región también enfrentan grandes peligros. Muchos recordarán los asesinatos de Bruno Pereira, el brasileño experto en pueblos indígenas recién contactados y en aislamiento, y del periodista británico Dom Phillips. Ambos fueron asesinados cuando recorrían en lancha la tierra indígena del Valle del Yavarí, cerca de la frontera brasileña con Perú – una zona plagada de minería, tala y pesca ilegales y tráfico de drogas. Recogían información para un libro de Phillips sobre esfuerzos de conservación en la Amazonía.
Una de las lecciones aprendidas por quienes hemos vivido bajo una dictadura es que, sobre todo cuando las circunstancias son sombrías, debemos trabajar para recuperar la esperanza y un cauteloso optimismo. Fue con ese espíritu que participé, junto a más de 700 activistas, jóvenes e indígenas defensores del ambiente, representantes de gobiernos y de organizaciones de la sociedad civil, en la tercera Conferencia de las Partes (COP3) del Acuerdo de Escazú, celebrada el mes pasado en Chile.
Hasta ahora, 16 países han ratificado el acuerdo que busca salvaguardar el derecho a un ambiente sano para las generaciones actuales y futuras, siendo el primero en el mundo que establece explícitamente medidas para proteger a los defensores de derechos humanos en asuntos ambientales.
Muchos países más deben sumarse. Amnistía Internacional señala con razón que algunos de los países que aún no han ratificado el acuerdo – como Brasil, Colombia y Guatemala – son aquellos en los que los conflictos armados, las disputas por el territorio y las industrias extractivas suponen el mayor peligro para los y las defensoras del ambiente.
El propósito del acuerdo (adoptado en la ciudad costarricense de Escazú en 2018, y en vigor desde 2021) no es introducir nuevos derechos, sino asegurar la protección de los que ya existen – en particular el derecho al acceso a la información y a la justicia en asuntos ambientales, así como el derecho a la participación pública en el proceso de toma de decisiones. Su objetivo es simple: establecer sistemas que permitan superar la ausencia de rendición de cuentas que ha prevalecido históricamente en América Latina y el Caribe.
En Santiago de Chile se lograron avances. Los participantes de la COP3 aprobaron un nuevo Plan de Acción que esboza estrategias para que los Estados protejan los derechos de los defensores ambientales y prevengan y sancionen los ataques contra ellos. Esto incluye el establecimiento de asistencia jurídica gratuita para los y las defensoras y formación para jueces y fiscales.
El alentador compromiso de los Estados con el Acuerdo de Escazú merece considerar seriamente que se establezcan tratados similares en otras regiones del planeta ricas en recursos naturales y que también tienen una historia colonial de intercambio desigual, degradación ambiental generalizada y represión violenta contra quienes defienden los derechos humanos y la naturaleza. Este es el caso, por ejemplo, de amplias zonas de África y de muchas naciones insulares del Pacífico, que están en el centro de la actual ‘fiebre de los minerales de transición’, necesarios para las energías renovables, como el cobalto y el litio.
La búsqueda de litio, empleado en las baterías para vehículos eléctricos y otros sistemas de energía de nueva tecnología, ya ha supuesto nuevos proyectos de minería a cielo abierto en Zimbabwe, Namibia y República Democrática del Congo. La demanda de litio podría multiplicarse por 10 para 2050, de acuerdo al plan de cero emisiones netas de la Agencia Internacional de Energía, una organización intergubernamental y autónoma.
Las baterías también están, en parte, detrás de la minería de níquel, cobalto, manganeso y grafito en las profundidades marinas, además de las llamadas ‘tierras raras’ necesarias para una variedad de nuevas tecnologías, como los motores de las turbinas eólicas. Un área de especial interés es la Zona de Fractura Clarion-Clipperton, en el océano Pacífico, donde ya se desarrollan proyectos de exploración de 17 empresas contratistas de minería de aguas profundas, y que cubre una superficie de un millón de kilómetros cuadrados.
Es imperativo que estas actividades se lleven a cabo dentro de unos límites seguros tanto para el mundo natural como para las poblaciones de seres humanos, a menudo vulnerables, que residen en estas zonas ricas en recursos naturales. Esas comunidades deben poder acceder a los medios necesarios para defender con seguridad su derecho a un medioambiente sano, a su propio bienestar y a sus medios de vida – y la mejor forma de lograrlo sería criminalizar internacionalmente el ecocidio.
El ecocidio hace referencia a las formas más graves de destrucción del ambiente, como los grandes vertidos de petróleo, la tala de bosques tropicales primarios, o la contaminación de sistemas fluviales completos. En 2021, junto con otros miembros de un panel de expertos independientes convocados por la Fundación Stop Ecocidio, consensuamos y redactamos minuciosamente la siguiente definición: “se entenderá por ‘ecocidio’ cualquier acto ilícito o arbitrario perpetrado a sabiendas de que existe una probabilidad sustancial de que cause daños graves que sean extensos o duraderos al medioambiente”.
La legislación contra el ecocidio es una señal para los responsables corporativos y políticos del más alto nivel de que deben tomarse mucho más en serio los marcos normativos ambientales. Si incumplen sus obligaciones y se arriesgan a cometer un ecocidio, podrían incurrir en responsabilidad de acuerdo con el derecho penal, poniendo en peligro no sólo su reputación personal y su libertad, sino también la reputación de la empresa y el valor de sus acciones.
El debate sobre el crimen de ecocidio es cada día más intenso, lo que resulta evidente en conflictos recientes donde el daño ambiental se utiliza deliberadamente como arma de guerra. La destrucción por parte de Rusia de la represa de Kajovka, en Ucrania, fue descrita por funcionarios ucranianos, incluido el presidente Volodímir Zelenskyi, como acto de ecocidio.
Uno de los avances políticos más significativos hasta la fecha llegó a su conclusión legislativa a finales de marzo, cuando el Consejo de la Unión Europea adoptó formalmente la nueva directiva de delitos medioambientales, que incluye una disposición que tipifica como delito los casos “comparables al ecocidio”. Ésta es una decisión que reforzará los esfuerzos europeos de protección del ambiente y que se ha dejado sentir en todo el mundo.
Un número cada vez mayor de Estados ha adoptado medidas concretas para criminalizar el ecocidio, entre ellos Brasil, Escocia, España, Italia, México, Países Bajos y Reino Unido. Chile modificó su código penal en agosto del año pasado para incluir nuevos delitos económicos y ambientales que incorporan figuras comparables al ecocidio. El parlamento federal de Bélgica votó a favor de un nuevo código penal en marzo de este año que incluye el reconocimiento del crimen de ecocidio.
El objetivo final del movimiento en favor de legislar sobre esl ecocidio es establecerlo como el quinto crimen contra la paz dentro de la jurisdicción de la Corte Penal Internacional (CPI). Allí se situará junto a los crímenes que la humanidad considera más atroces: el genocidio, los crímenes de lesa humanidad, los crímenes de guerra y el crimen de agresión.
Cuando Pinochet fue detenido en el Reino Unido en 1998, uno de los aspectos más notables del caso fue que un juez español tenía autoridad para ordenar su detención por crímenes cometidos en Chile, que afectaban principalmente a víctimas chilenas. La autoridad legal sobre un crimen se basa en general en un vínculo, a menudo geográfico, entre el Estado acusador y el delito cometido. Sin embargo, como señaló en su momento un destacado jurista, “en el caso de los crímenes contra la humanidad, ese vínculo puede encontrarse en el simple hecho de que todos somos seres humanos”.
Ese es el principio de “jurisdicción universal” – la noción de que todos los Estados tienen interés en procesar a los autores de ciertos delitos de especial trascendencia internacional, con independencia del lugar donde se hayan cometido. Una de las razones de la existencia de la jurisdicción universal es garantizar que no haya ‘refugios seguros’ para los responsables de los crímenes más graves, una categoría que sin duda debería incluir el ecocidio.
Legislar sobre ecocidio ofrece protección jurídica y acciones contra los perpetradores de los peores daños ambientales. Esta protección aumenta la seguridad de quienes defienden el medioambiente y refuerza su capacidad de reclamar justicia ambiental sin temor a represalias.
El Acuerdo de Escazú complementa la ley sobre el ecocidio proporcionando a los y las defensoras del medioambiente las herramientas y mecanismos necesarios para abogar por la protección de sus derechos y el ambiente. Juntos, estos instrumentos contribuyen a un marco jurídico que protege el ambiente y a sus defensores, y que traza una línea roja moral más allá de la cual las acciones que dañan el planeta se consideran inaceptables – cambiando de manera fundamental la cultura que rodea el daño ambiental.
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