POR BERNARDO DUTERME /
Varias corrientes económicas, sociopolíticas y culturales atraviesan América Latina de un lado al otro. Entre euforia extractivista y períodos de crisis, giros a la izquierda o a la derecha, deseos integracionistas y rivalidades hegemónicas, el clima es de inestabilidad democrática, violencia, emigración e incluso remilitarización. Las rebeliones emancipadoras y las movilizaciones reaccionarias se suman a las tensiones actuales.
Abordar América Latina como un todo, a riesgo de descuidar las singularidades nacionales, es un desafío. ¿Cómo confundir a siete millones de nicaragüenses bajo la influencia de un revolucionario que les ha dado la espalda y 220 millones de brasileños que se debaten entre el “bolsonarismo” y el “lulismo”? ¿Cómo podemos amalgamar la hipermodernidad chilena y el colapso haitiano, la “Cuarta transformación” mexicana y los embrollos de la gobernabilidad peruana, el conservadurismo centroamericano y el progresismo del Cono Sur? La evocación de tal o cual país basta para medir la irreductibilidad de una situación particular a otra o incluso, por relación metonímica, a los rasgos generales de la región a la que pertenece.
Ya sea que consideremos la extensión territorial (El Salvador es 425 veces más pequeño que Brasil), la geografía (más o menos rica en recursos), la densidad de población (Haití es 39 veces más densamente poblada que Bolivia), la composición étnica (Guatemala tiene más de 55 % de indígenas, Argentina menos del 2 %; México tiene entre 12 y 15 millones, Uruguay apenas 500), la historia política (de excepción cubana con excepción de Panamá), las estructuras económicas (desde el cobre chileno hasta el turismo mexicano), la riqueza producido (2.000 dólares de PIB per cápita anual en Managua, 18.000 en Montevideo), referentes culturales, niveles de integración, educación, urbanización, emigración, militarización, etc., todo son sólo desproporciones y disimilitudes.
Sin embargo –y este es otro hecho evidente– varias grandes tendencias comunes, vigentes desde comienzos del siglo XXI, atraviesan el continente de un lado al otro: desde el auge de las materias primas y la euforia extractivista y exportadora hasta las crisis económicas y las actuales políticas; desde la oleada de potencias de izquierda al frente de los Estados hasta las actuales alternancias populistas o más tradicionales. En los cuatro rincones de América Latina, en un contexto de enfrentamiento hegemónico entre China y Estados Unidos, inestabilidad democrática y remilitarización progresiva, las manifestaciones exigen mejores empleos o pensiones, los movimientos indígenas están intentando lograr una autonomía legal o, de hecho, feminista o movilizaciones decoloniales intentan ganar reconocimiento e igualdad, organizaciones ecológicas o campesinas defienden sus territorios…, mientras poderosas dinámicas reaccionarias y populares –el otro lado de las realidades de protesta– se oponen al cambio y abogan por el orden y la seguridad. Todo esto, en países de desigualdad.
Impulso (neo)extractivista
En el plano económico, determinante transversal si lo hay, el gran acontecimiento de principios del siglo XXI, común a todos los países del continente, fue el «boom de las materias primas», por sus efectos en la relación con el mundo de América Latina, en sus estructuras productivas y sus opciones políticas, en sus finanzas nacionales, coincidieron los índices de pobreza y las nuevas configuraciones de conflictividad social, desde Tierra del Fuego hasta Baja California. Es evidente que el fenomenal aumento, entre 2000 y 2015, de los precios de los principales productos del suelo y del subsuelo del continente latinoamericano en el mercado mundial ha cambiado la situación. O mejor dicho, ha fortalecido claramente la extroversión de las economías de la región hacia el mercado mundial, en su rol de proveedoras de recursos no (o apenas) transformados.
Como sabemos, la tendencia fue impulsada por la expansión de China, tras su afiliación a la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 2001, y la explosión concomitante de su glotonería por las materias primas, a la que se suma la fuerte demanda occidental. En quince años, el comercio de América Latina con la potencia china se ha multiplicado por veinticinco. Sólo Paraguay comerció más con él que con Estados Unidos en 2000. En 2020, es el principal socio comercial de todos los países suramericanos, excepto Colombia y Ecuador. La dinámica, por tanto, infló profusamente los precios de la soja, la caña de azúcar, el etanol, la carne, el níquel, el cobre, el plomo, la plata, el oro, el litio, el gas, el petróleo… extraídos y exportados por el continente latino, sobre la base de un cierto “re- “primarización” de su matriz económica.
Nunca en la historia los suelos de la región habían sido tan excavados. Es el surgimiento, incluso la carrera precipitada, de lo que entonces llamaremos “extractivismo” o “neoextractivismo”. Y la llegada de lo que, más adelante en Alternatives Sud, Maristella Svampa llama el “consenso sobre las materias primas”, que ha reemplazado al “consenso de Washington” en las últimas dos décadas. En apenas diez años, la veta triplicará, entre otras cosas, el producto interior bruto (PIB) del Brasil del presidente Lula, duplicará el del Ecuador de Correa y el de la Nicaragua de Ortega. América Latina en su conjunto se libera de sus deudas con el Fondo Monetario Internacional (FMI), se enriquece copiosamente, al tiempo que consolida su posición subordinada y dependiente en la división internacional del trabajo.
“La peor crisis en un siglo”
Pero la inversión de tendencia que se produjo entre 2014 y 2015 –“ciclo deflacionario” de las materias primas, luego volatilidad de los precios– tomará por sorpresa a la mayoría de los países del continente y los hundirá en una crisis que muchos economistas latinos-estadounidenses de izquierda han estado anunciando desde la década de 2000, en vista del entusiasmo generalizado e inconsistente del gobierno por la alta pero frágil rentabilidad de la bonanza extractiva-agroexportadora. De un período de crecimiento sostenido, la región cae luego en un período de recesión, desfinanciamiento y reindeudamiento de los Estados, caída de la inversión extranjera directa, inflación. «El peor período desde 1950» según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal). Y esto, incluso antes de que la pandemia de Covid y luego los efectos globales de la guerra en Ucrania empeoraran aún más la situación.
Los países latinoamericanos desfavorecidos lo son tanto más cuanto que, a pesar de las promesas –como las recogidas, por ejemplo, en la nueva Constitución ecuatoriana de 2008– ninguno ha sabido aprovechar el buen momento para diversificar su economía, planificarla democrática y ecológicamente, reorientarlo principalmente hacia el mercado interno, preferir la industrialización a la extracción, desespecializar los territorios mediante la relocalización de la actividad, favorecer el valor de uso sobre el valor de cambio, etc. Tampoco, en previsión de movimientos a la baja en las fuentes de financiación externas, dotar a los Estados de sistemas tributarios dignos de ese nombre, fuertes y progresistas, destinados a atraer tanto a las viejas oligarquías como a las nuevas élites . Algunos lo han probado y han perdido los dientes. Los impuestos latinoamericanos siguen estando entre los más bajos y regresivos del mundo (Duterme, 2018).
Gira a la izquierda, luego a la derecha, luego a la izquierda…
Otra tendencia, esta vez política, común o casi a toda América Latina desde principios de este siglo se refiere a los asombrosos «ciclos» u «olas» de poder de izquierda, luego de derecha, luego de izquierda. .que sucesivamente tomó la delantera en la mayoría de los estados del continente. Con, como colofón, fotogramas congelados, tres fechas clave.
2008: de los diez principales países de América del Sur, nueve son gobernados por presidentes “rosados” o “rojos”, que dicen ser de izquierda. Sólo Colombia permaneció en la derecha. Así como, más al norte, México y la mitad de Centroamérica.
2019: cuadro casi invertido. Sólo México, diez años detrás del primer “giro progresista”, tiene a la cabeza un presidente de izquierda elegido democráticamente. Todos los demás países de la región están dominados por regímenes más o menos conservadores (y/o no elegidos democráticamente, en el caso de Nicaragua, Cuba y Venezuela).
2022: nuevo cambio de rumbo generalizado. La gran mayoría de los latinoamericanos vuelven a estar gobernados por poderes progresistas. Sólo Uruguay, Paraguay, Ecuador y la mayoría de los países más pequeños de Centroamérica y el Caribe permanecieron en la derecha.
Dicho esto, la magnitud del primer “giro a la izquierda” –su duración (hasta tres mandatos presidenciales sucesivos en varios países), su fuerza (mayorías absolutas en la primera vuelta, en los Congresos, etc.), su carácter sin precedentes (nunca antes el continente había conocido tantos partidos de izquierda con tanto poder en tantos lugares)- es desproporcionado con las alternancias populistas o más tradicionales de los últimos años. Este cambio histórico, que varía en intensidad según los países, fue en primer lugar resultado de la insatisfacción popular –a menudo llevada por grandes movimientos sociales– frente a los desastrosos resultados del doble proceso de liberalización –política y económica– experimentado por América Latina en finales del siglo XX.
Ciertamente, las izquierdas que lo componían mostraban su diversidad (desde el venezolano Chávez hasta la chilena Bachelet, pasando por el matrimonio argentino Kirchner, el paraguayo Lugo, los uruguayos Vázquez y Mujica, los bolivianos Morales, etc.), pero también compartían la misma familia parecido o, al menos, la misma aspiración “posneoliberal”: políticas más soberanistas, estatistas, keynesianas, redistributivas, interculturales, participativas… y, a escala latinoamericana, integracionistas. Como resultado, se lograron reducciones significativas en las tasas de pobreza. Pero los efectos combinados de la crisis económica de 2015, la erosión del poder, el veredicto de las urnas, o incluso algún que otro golpe de Estado parlamentario o judicial, abrieron la puerta a una ola de marea conservadora, en un “momento reaccionario” que duró poco tiempo, por falta de resultados sociales.
Hoy, la nueva “ola” de Presidentes de izquierda o centroizquierda iniciada a finales de 2018 en México (López Obrador) y en 2019 en Argentina (Fernández), continuó en 2020 en Bolivia (Arce), en 2021 en Perú (Pedro Castillo), Honduras (Castro) y Chile (Boric), y en 2022 en Colombia (Petro) y Brasil (Lula) no pueden ocultar su extrema fragilidad. En primer lugar, porque las victorias electorales a menudo han sido (muy) breves, sin una mayoría en los parlamentos, limitadas por un equilibrio de poder desfavorable o incluso desautorizadas por otras encuestas o votaciones posteriores. Además, porque las investigaciones en curso y las próximas elecciones son particularmente inciertas y revelan de paso la sed de la opinión pública de remedios inmediatos a su inseguridad física, social y de identidad. Y confirmando, en el mismo espíritu, la fuerza de nuevas figuras de extrema derecha en casi todos los escenarios políticos latinoamericanos (Dacil Lanza, 2023).
Inseguridad, inestabilidad, violencia, emigración, militarización…
Más allá de eso, el clima que prevalece hoy en América Latina, en un contexto de una larga y severa crisis socioeconómica, es similar a una fuerte inestabilidad democrática, incluso acompañada por una tendencia hacia una remilitarización multifacética (como lo explica Alejandro Frenkel). Primero debemos recordar los resultados sociales altamente problemáticos de los últimos diez años. Tras la mejora de los años 2000-2014 y sus tasas de crecimiento sostenidas (entre el 4 y el 6%, excepto en 2009), los períodos de recesión y estancamiento -vinculados a los precios de las materias primas, a la pandemia, a las oleadas postinflacionarias, las vicisitudes del mercado global y las inversiones internacionales…- se han sucedido, situando al continente por debajo de los resultados registrados durante las dos últimas décadas del siglo XX, ya calificadas de “décadas perdidas”.
Por lo tanto, la pobreza, las desigualdades, la informalidad del trabajo y la inseguridad alimentaria han comenzado a aumentar nuevamente, a ritmos irregulares según el país, después de las importantes caídas de la fase anterior. Así, según los últimos cálculos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (citados por Ventura, 2023), el 32 % de la población de la región, o 201 millones de personas, vive hoy en situación de pobreza o pobreza extrema, “la peor situación en veinticinco años”; el trabajo informal afecta actualmente a más del 53% de la población activa; y la inseguridad alimentaria grave o moderada afecta al 40 % de los latinoamericanos, una tasa más del 10 % “superior al promedio del resto del mundo”.
La inestabilidad de instituciones y organizaciones políticas ampliamente desacreditadas ante la opinión pública, la generalización de la violencia, la delincuencia y el narcotráfico, así como la explosión de la emigración –en particular centroamericana, caribeña, venezolana y ecuatoriana– ciertamente se han relacionado con esto. La volatilidad y fragmentación de los escenarios electorales sólo tienen comparación con las trayectorias ideológicas oscilatorias de la región y la alta fragilidad de los procedimientos democráticos. Dos marcadores, entre muchos otros: en Guatemala, desde el retorno al gobierno civil, los diez jefes de Estado sucesivos han llegado al poder por otros tantos partidos diferentes; y en Perú, a finales de 2022, el Presidente elegido dieciséis meses antes fue acusado y arrestado por intentar disolver el parlamento.
Si la violencia «endémica» de América Latina, al igual que la corrupción, también «endémica», de las elites -y sus connivencias con el crimen organizado- se han vuelto comunes, su actualidad y su vigor no son menos inquietantes. En términos de tasa de homicidios intencionales per cápita, por ejemplo, el “Triángulo Norte” de América Central sigue siendo “la región más peligrosa del mundo”, según la ONUDD. La región de donde sale el mayor número de emigrantes hacia Estados Unidos. Alrededor de 500.000 de media anual desde principios de siglo (CETRI, 2022). Mientras que, según ACNUR, más de 7 millones de venezolanos han huido de su país desde 2015, primero hacia América del Sur -de Colombia a Chile- generando nuevos problemas en cadena, acogida, rechazo y diversos tráficos.
A estos diferentes fenómenos, varios Estados respondieron con la militarización. Y las sociedades, a través del militarismo. Para Gilberto López y Rivas, quien denuncia sus avances en México en particular, la militarización es ante todo “ la asignación a las fuerzas armadas de misiones, tareas, prerrogativas, presupuestos y habilidades no previstas en la Constitución y sus leyes ” (2023). ). El militarismo se refiere, por su parte, a la propagación de un sistema de representaciones y valores que normaliza el uso de la violencia, naturaliza el orden social, justifica los reflejos de seguridad, etc. Las dos tendencias, que debilitan aún más los marcos democráticos nacionales, han estado operando durante unos diez años en toda la región. Con, como detalla Frenkel en este libro, estallidos de visibilidad entrecortada en Ecuador, Chile, Venezuela, Colombia, Perú, Bolivia, El Salvador, Uruguay, Paraguay, Brasil, etc.
Deseos integracionistas y rivalidades hegemónicas
En materia de relaciones exteriores, están en juego al menos tres procesos concomitantes, que nuevamente conciernen a toda América Latina: los intentos de integración regional, el regreso del “continente de Lula” a la escena internacional y, una vez más, sobredeterminando, la El enfrentamiento entre China y Estados Unidos que se viene produciendo desde principios de siglo. El primero ya no tiene la fuerza que tuvo durante el giro a la izquierda de los años 2000; fuerza ya paralizada o revertida por el retorno de la derecha entre 2014 y 2020. A las ambiciosas organizaciones unificadoras, más o menos cargadas ideológicamente, llevadas a la pila bautismal en 2004 (la Alianza Bolivariana para las Américas (ALBA), para contrarrestar el proyecto Estados Unidos Estados Unidos de Libre Comercio de las Américas), en 2008 (Unión de Naciones Suramericanas – UNASUR) y en 2010 (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños – CELAC), fue sucedida por una “sopa cacofónica”, hecha de superposiciones y divisiones.
A la integración progresista, los gobiernos conservadores han preferido la integración liberal en el plano comercial (reactivación del Mercosur, lanzamiento de la Alianza del Pacífico, etc.) y reaccionaria en el plano político (PROSUR sobre las cenizas de Unasur, Grupo de Lima, etc.). Hoy, las nuevas potencias de izquierda andan a tientas o divergen. Frente a la proliferación de organizaciones regionales, marcador de fricciones y rivalidades nacionales, de heterogeneidad de orientaciones y peso de sus miembros y de dependencia competitiva de las grandes potencias, tienden a dar prioridad a sus agendas domésticas.Y aquí y allá se muestran reacios a alinearse como un solo hombre (o mujer, pero esto sigue siendo excepcional) detrás del liderazgo asertivo y proactivo del Brasil post-Bolsonaro (Dacil Lanza, 2023; Franco, 2023).
El regreso de Luiz Inácio Lula da Silva (tercer mandato presidencial) a la escena internacional es, de hecho, el segundo proceso en marcha. Con él, tras los años de Bolsonaro, se retoma un “protagonismo” multilateral total, en nombre de su país (1/3 del PIB latinoamericano) y del resto de la región, de la que es portavoz. En el seno del G20, el G77, las COP climáticas, los BRICS+ (CETRI, 2024), etc., las iniciativas y objetivos reafirmados de Lula y sus amigos consisten en influir en los foros internacionales, reformar la gobernabilidad global, negociar la paz entre Rusia y Ucrania, así como relanzar la integración latinoamericana impulsando “la acción colectiva ‘no alineados’ a favor de una reindustrialización de los países de la región y una transición progresiva hacia modelos más diversificados y de mayor valor agregado” (Ventura, 2023) .
Sin embargo, la competencia que Estados Unidos sigue librando en América Latina, incluso en relativo declive, y China sigue en alza -sin olvidar a la Unión Europea, principal inversor en la región (693.000 millones de euros en 2022)–, corre el riesgo de obstaculizar este deseo de integración y autonomía estratégica tan querido por Lula. El apetito de las grandes potencias por los recursos naturales y agrícolas necesarios para la ecologización de sus economías (CETRI, 2023), así como la agresividad de sus políticas comerciales, crediticias y de inversión más o menos condicionadas abren pocas posibilidades para una redefinición de las relaciones políticas e intercambios de mercado sobre bases menos asimétricas y más soberanas para todos los países latinoamericanos pequeños, medianos y grandes.
Viejos y nuevos conflictos sociales
En el frente del conflicto social y las protestas populares, también en América Latina se está gestando una oleada procesal y multidimensional. Ciertamente, el ritmo y la intensidad de las movilizaciones experimentan picos y valles, reflujos y flujos dependiendo tanto de su dinámica interna como de sus limitaciones contextuales, pero la “calle” latinoamericana continúa enfrentándose, en la medida de lo posible, a los órdenes establecidos. “La calle”, es decir, la mayoría de las veces “minorías activas”, a veces en conflicto con su propio entorno social, con estas “mayorías silenciosas” más o menos indiferentes. Una tendencia reforzada, como sabemos, por los efectos anómicos de las sociedades de consumo, los atractivos atomizadores de los entornos urbanos, la desintegración de los colectivos en los mecanismos de individuación, como mencionan varios de los autores de este libro colectivo.
Dicho esto, aunque no son todas las mujeres de Chile las que se rebelan contra la cultura de la violación, ni la totalidad de los indígenas de Guatemala los que denuncian la extracción minera, en el otoño de 2019 por ejemplo, alrededor de diez países del mundo De hecho, el continente se ha visto sacudido simultánea y profundamente por una nueva y fuerte oleada rebelde. En cuestión y a granel, la reducción de las subvenciones públicas en transporte, educación o pensiones, la privatización del agua, la aplicación de las recomendaciones del FMI, los casos de corrupción, las reformas conservadoras, la flexibilización del trabajo, la violencia de Estado, etc. Y esto, de Ecuador a Honduras, de Panamá a Chile, de Bolivia a Haití, de Puerto Rico a Colombia…
Por supuesto, la represión o la consulta, la criminalización o la institucionalización, luego las crisis, la pandemia y el cierre de espacios de protesta han tenido sus efectos desmovilizadores, pero la efervescencia y la agitación social en América Latina no siguen siendo, sin embargo, realidades significativas hoy. Embarazada y de doble cara. Pueden ser emancipadoras, progresistas, igualitarias, antidiscriminatorias, feministas, ecologistas, anticoloniales o descoloniales, pero también pueden, a la inversa, pedir el restablecimiento del orden, la protección de la seguridad, el cierre de fronteras, la preservación de la identidad. .. Y los primeros no son necesariamente más populares que los segundos.
En primer lugar, del lado de las luchas emancipadoras –frente a las movilizaciones reaccionarias– las más novedosas de este siglo, sin duda las más extendidas en todo el continente, se refieren a este conflicto socioambiental que se ha abierto o, al menos, que ha aumentado considerablemente gracias al impulso (neo)extractivista. Enfrenta a grandes inversores externos, privados o públicos, por un lado, y, por el otro, a comunidades locales, campesinas, a menudo indígenas, flanqueadas por organizaciones ambientalistas. Varios autores hablan de ello, ya que estos conflictos socavan a la mayoría de los países latinoamericanos por docenas.
La cuestión es el territorio. Su soberanía y uso. ¿Es el receptáculo natural de “megaproyectos” –mineros, aeroportuarios, energéticos, viarios, agroindustriales, ferroviarios, turísticos, comerciales, etc.– para la “modernización” o el “desarrollo” de las infraestructuras nacionales o, más bien, ante todo, para vivir? medio ambiente y la producción agrícola de alimentos de las poblaciones locales que lo habitan? ¿Es un recurso que puede ser apropiado y explotado a voluntad por poderosos operadores económicos invitados cortésmente a minimizar los daños colaterales –ambientales y sociales– de sus actividades contaminantes o, sobre todo, objeto de consultas democráticas esenciales con miras a obtener (o no) “el consentimiento libre, previo e informado” de los pueblos indígenas que lo pueblan, sobre su próximo destino?
Mientras tanto, los dos bandos se enfrentan, a menudo en un equilibrio de poder desequilibrado. Entre los cientos de defensores ambientales víctimas de la violencia mortal en 2022 identificados por la organización internacional Global Witness (Le Monde, 13 de septiembre de 2023), el 90 % se encontraban en América Latina. Países más afectados: Colombia a la cabeza, luego vienen Brasil, México, Honduras, Venezuela, Paraguay, Nicaragua, Guatemala.
Movimientos indígenas (mayas, aymaras, quechuas, mapuches, etc.) constituyen una parte significativa de los actores colectivos movilizados en estas luchas socioambientales. Surgieron, a partir de los años 1990, en los espacios creados por la liberalización política y económica del continente y la penetración más profunda del “capitalismo de desposesión”. Hoy, dentro de los regímenes de “autonomía jurídica” que les han concedido o de “autonomía de facto” que les han arrebatado, intentan producir cada día las condiciones para una conciliación de los principios de igualdad y diversidad en una nueva relación “descolonial” y “plurinacional” con la modernidad. El triple desafío democrático, ecológico y multiculturalista está en el centro de su enfoque. Un enfoque plural y frágil ciertamente, pero cuyos diferentes registros de acción apuntan a permanecer unidos frente a los adversarios políticos y económicos que los asaltan y los cárteles criminales que los rodean.
El movimiento feminista o, más bien, los movimientos feministas latinoamericanos también ocupan periódicamente los titulares. Durante una reciente conferencia, Lissell Quiroz (2023), especialista en la corriente, destacó tanto sus antecedentes históricos (del siglo XVI al XX), el actual “notable dinamismo”, “fuente de inspiración para Europa”, y la “pluralidad” de expresiones, “representativas de la multiplicidad de situaciones de las mujeres” en el continente. Así, distingue cuatro tendencias contemporáneas que llama a converger. El “feminismo mayoritario” primero, en cualquier caso el más visible, el más original y publicitado, compuesto por mujeres educadas (a menudo vinculadas a manifestaciones estudiantiles), de cultura occidental, movilizadas por los derechos sexuales y reproductivos y contra la violencia de género (como las campañas “Ni Una Menos”, “Las Tesis”, etc.).
Luego el “feminismo comunitario”, el de las mujeres indígenas que, como miembros de una comunidad más que como individuos, enfatizan su lugar en la comunidad, el vínculo con la tierra y el medio ambiente. Nuevamente “afrofeminismos”, que, en Brasil, Colombia, Haití, etc., denuncian la “subalternización” de los afrodescendientes, la precarización del trabajo, la falta de derechos y nos invitan a “enegrecer al feminismo”. Finalmente, el “feminismo descolonial”, que insiste en el entrelazamiento y necesaria superación de varios sistemas de dominación –género, clase, “raza”– y moviliza a las trabajadoras domésticas racializadas en este sentido.
Para completar el recorrido por las principales protestas sociales, progresistas o emancipadoras en el trabajo en el continente latinoamericano, debemos mencionar también, por supuesto, el movimiento obrero más clásico o el movimiento más amplio de trabajadores, así como las organizaciones sindicales que defienden su causa. El conjunto puede caracterizarse tanto, por un lado, por su centralidad histórica en las movilizaciones colectivas relacionadas con las condiciones de vida, los salarios, el trabajo decente, las pensiones, etc., como, por el otro, por su (muy) relativo peso sociopolítico que puede variar significativamente de un país a otro.
Obviamente, varios factores siguen siendo determinantes: los niveles desiguales de industrialización y la expansión del sector terciario, el alcance del trabajo informal (más del 75 % de la población activa en varias economías), la historia política, las represiones sufridas, las reformas del mercado laboral que ofrecen más o menos espacio para negociaciones colectivas. Y a estos factores «externos», hay que agregar la variable politización o radicalismo de los sindicatos, su fragmentación real, sus articulaciones con otras luchas, así como sus relaciones con los poderes y partidos de izquierda o de derecha, relaciones que de facto han oscilado en los últimos años entre empoderamiento, instrumentalización, cooptación, institucionalización y confrontación (Gaudichaud y Posado, 2017).
Divisiones políticas y “guerra cultural”
La última doble tendencia subyacente que, a nuestros ojos, atraviesa América Latina se refiere, por un lado, a las tensiones entrecruzadas que dividen allí a las izquierdas sociales y políticas y, por el otro, a la «guerra cultural» que, en la moda estadounidense se opone a los ideales progresistas y a los reflejos conservadores, especialmente en los círculos populares.
Primero a la izquierda, las líneas de falla son múltiples, pero tienden a superponerse. Un primer polo que entró en conflicto, durante la ola de gobiernos socialistas de 2000 a 2015, un polo calificado de “neodesarrollista” con otro tildado de “indianista”, “ecosocialista”, incluso “pachamamista” (de Pachamama, “Madre Tierra” en la cosmogonía andina). En nombre de la soberanía nacional, de la reapropiación de los recursos naturales (mediante nacionalización o renegociación de los contratos de explotación con las multinacionales) y luego de la redistribución de los beneficios a través de políticas sociales, la izquierda neodesarrollista se ha mostrado favorable al ascenso de los sectores extractivistas y agropecuarios. -actividades de exportación. En nombre de la soberanía local, la preservación del medio ambiente y un modelo autonomista de “buen vivir”, la izquierda indianista se opuso radicalmente a ello.
En Alternatives Sud, Alexis Cortés aboga con razón por una articulación de estos dos proyectos aparentemente irreconciliables, a saber, la protección esencial de la biodiversidad y el imperativo de un desarrollo industrial redistributivo. Entonces será necesario intentar mediar en otras líneas de falla políticas o más conceptuales, nuevas o viejas, que, cuando se suman, contribuyen a la bipolarización tanto de los movimientos como de los partidos de izquierda latinos. Aquellos que enfrentan no sólo a los “estatistas” con los “comunalistas”, a los “jacobinistas” con los “libertarios”, a los “verticalistas” con los “horizontalistas”, sino también a los “igualitaristas” con los “diferencialistas”, los “materialistas” con los “postmaterialistas”, los “universalistas” y los “identitarios”… Así, el (muy) progresista proyecto de Constitución rechazado en 2022 por el 62 % de los chilenos, ¿no ha sido acusado de “despertado” y “peligroso” por varias figuras socialistas en Santiago?
Algunos incluso ven, en este proyecto de Constitución chilena como en otras “rigideces ideológicas”, exageraciones decoloniales “o excesos” pro-LGBTQ+ en funcionamiento en Brasil, Colombia o en otros lugares, una alfombra roja desplegada bajo los pies de opiniones reaccionarias y fuerzas de extrema derecha que, de hecho, están ganando terreno en casi todas partes de América Latina.
“El wokismo logra tensar a los ciudadanos latinoamericanos y abrir el camino a populistas autoritarios de derecha”, afirma un exministro de Bachelet, expresidenta ‘socialista’ de Chile (Velasco, 2022). Lo que, en cualquier caso, corresponde a una verdadera oleada son estos conservadurismos populares, acariciados por los medios sensacionalistas y por los tribunos políticos o religiosos ultraconservadores (la audiencia de las iglesias evangélicas se ha multiplicado por diez desde el siglo pasado), que manifiestan en las calles y en las urnas su fobia a lo diferente y su necesidad de seguridad.
“El ascenso de la extrema derecha es un hecho importante en las noticias del continente”, confirman en este libro colectivo Katz, Tolcachier y León. Si bien refleja, a sus ojos, el intento de las fuerzas conservadoras de contrarrestar los avances sociales de los gobiernos progresistas, ha conquistado a una parte significativa de los sectores populares, a través de un discurso antisistémico contra la clase política, los delincuentes y los avances sociales. Internacionalizado, cuenta con el apoyo de una determinada elite económica y se inspira abiertamente en el “modelo” trumpiano. Pablo Stefanoni (2021) distingue diferentes corrientes más o menos compatibles –desde la extrema derecha hasta la neorreacción (NRx), pasando por el paleolibertarismo, etc. –, constituyendo una “revolución antiprogresista” liderada por “nacionalistas antiestatales, xenófobos, racistas y misóginos”, con métodos de comunicación “innovadores y provocadores”.
Conclusión
Aquí estamos, al final de esta revisión demasiado rápida de las tendencias que configuran la América Latina actual. No es imposible, dados los múltiples plazos electorales que se avecinan, que la frágil “ola rosa” que alcanzó su punto máximo en 2022 dé paso a una “marea marrón” o, más probablemente, a nuevas alternancias más o menos populistas, formadas por clones del brasileño Bolsonaro o el autoritario y popular presidente de El Salvador, Bukele, autoproclamado “el dictador más cool del mundo”. En cualquier caso, no hay nada en el horizonte que permita vislumbrar el fin de la actual crisis económica y una reducción significativa de la pobreza, las desigualdades, la violencia y la destrucción de la biodiversidad. Nada sugiere tampoco una transformación profunda del modelo de desarrollo, en la dirección –más equitativa, más sostenible, menos dependiente– reivindicada por los movimientos sociales con fines emancipadores. A menos, por supuesto, que estos últimos logren revertir el equilibrio de poder y lograr nuevas victorias.
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