POR GILBERTO LOAIZA CANO
El Premio Nobel de Literatura otorgado a la escritora francesa Annie Ernaux (1940) provoca varias reflexiones sobre lo que puede significar, esta vez, semejante distinción. Ernaux es una veterana escritora que lleva medio siglo o más escribiendo novelas; es una escritora prolija, sistemática y, sobre todo, fácil de reconocer por su estilo y por los asuntos predominantes en sus obras. Imposible dudar acerca del merecimiento del galardón para una novelista que ha sido consecuente con una concepción del oficio literario. Lo que vale la pena examinar ahora es el significado de ese reconocimiento, tratar de descifrar a quién o, mejor, qué práctica literaria ha sido premiada.
Primero, me parece que ha sido premiado el poder de la escritura. Annie Ernaux nunca ocultó que era una mujer que venía de un mundo popular, de padres y abuelos muy pobres e, incluso, iletrados. Ella ha admitido en varias ocasiones que halló en la educación y, sobre todo, en la escritura una forma de superar las condiciones adversas de ese origen social. Ella halló en la escritura el poder para salir de aquella situación y el poder para hablar de esa marginalidad social como marca indeleble.
Segundo, no solamente se ha impuesto el poder meritocrático de la escritura. Es el poder, en este caso, de la escritura de la mujer. Ernaux acudió a la escritura para decir su vida de mujer; para decir que aquello que las mujeres viven vale mucho y merece decirse. Lo que cualquier mujer vive como experiencia individual es digno de saberse, de discutirse, de reconocerse. Ernaux puso a pensar acerca de lo que una mujer vive en su vida cotidiana, en su intimidad, sin grandilocuencia, sin pretensiones.
Tercero, esta vez el Premio Nobel reivindica fuertemente el ejercicio de la memoria. El recuerdo representado por la escritura. Escribir es traer los sucesos de mi experiencia, es obligar a recordar. Estos son tiempos de múltiples exaltaciones de las formas de escrituras del yo; de reivindicación del sujeto que busca su propia autenticidad o, mejor, su autenticación. Por tanto, es una especie de derrota infligida a la ficción, a la fantasía, a la trama. La escritura de Ernaux no tiene disfraces, no inventa nombres propios. Ella narra y ella es personaje, y sus personajes son seres de su vida como ciudadana francesa. Este es el triunfo de la aparente simplicidad de la memoria.
Por tanto, es el triunfo de la escritura auto-biográfica. Aquí podemos decir que el yo se vuelve auto-suficiente como materia, como pretexto, como agente. Es una especie de escritura de la auto-estima, una especie de terapia y, por qué no, una especie de acción de salvamento. Salvarse uno mismo, protegerse uno mismo del mundo despiadado, del infierno de los otros. No es que Yo sea un héroe o una heroína, mucho menos que Yo sea una vida ejemplar. En vez de eso, cualquier Yo que escriba acerca de sí mismo es una persona, un ser que vive, padece, goza. Para quienes leen y no escriben o no pueden escribir, esta escritura auto-biográfica es una forma oblicua de auto-realización porque alguien dijo, por mí, lo que yo no he podido decir. O ese alguien ha vivido algo que yo también viví, y veamos entonces cómo lo afrontó.
Finalmente, se me ocurre que ha sido premiada la escritura simple, aparentemente sin pretensiones. Subrayo ese aparentemente, porque esa simplicidad casi del diario, de la crónica, de la memoria, es una elaboración. La sobriedad en la escritura no es espontánea jamás, es el resultado del ejercicio cotidiano, de la práctica, de escribir y borrar hasta hallar la frase más limpia posible. Precisamente, esa limpieza de la prosa de Ernaux, que es casi asepsia, ha sido uno de los atributos más mencionados en la valoración de su galardón.
En fin, ha ganado la escritura cotidiana femenina en estos tiempos de reivindicación de la mujer como sujeto activo de nuestras sociedades; aún más, como sujeto con poder, con mucho poder, cada día con más poder. Para bien y para mal.
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