POR DANIEL CAMPIONE
Lo que sigue es una muy sucinta exposición en torno a esa noción, que ha oficiado como guía de una clase del autor en un diplomado de Economía Política en el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso).
A la hora de analizar el alcance y las condiciones de posibilidad de procesos revolucionarios, un comienzo recomendable es el examen sobre de qué estamos hablando.
Proponemos aquí la idea de revolución como transformación profunda, que entraña el paso de un sistema social a otro. Y el reemplazo de un bloque en el poder por otro enfrentado con el anterior. En esa línea aparecen como usos poco rigurosos y acarreadores de confusión aquellos que lo aplican a cambios parciales, que no atraen una transformación integral. Por ejemplo a modificaciones de régimen político que no se acompañen de innovaciones de gran calado en el conjunto de la estructura social.
¿Qué era, qué es, la revolución?
En esa línea la revolución es un proceso articulado que abarca a la totalidad de una sociedad y entroniza a un nuevo conjunto de relaciones sociales, desplegadas en el plano de lo económico-social, lo político y lo cultural.
Un paradigma revolucionario cubrió buena parte del siglo XX, desplegado en los casos de Rusia, China, Cuba, Vietnam, Nicaragua. Iba asociado a la toma del poder por fuerzas que vinieran de abajo, con el centro en operaciones político-militares y en la toma violenta del poder estatal. Se atribuía a este rumbo la capacidad de sustitución definitiva del poder burgués por el poder obrero y campesino. Y de apertura de la transición del capitalismo al socialismo.
De modo gradual avanzó una crisis de ese paradigma, asociada con el cambio de los parámetros desplegados para la comprensión del poder social, político y cultural. Sino el carácter, al menos la morfología de la concepción de revolución se modificaría en profundidad.
Un adelantado en pensar ese cambio fue Antonio Gramsci, ya en la década de 1930. Entonces propuso abandonar la idea del “asalto al poder”, a partir de la idea de que en sociedades complejas, bien diferentes de la rusa, no se puede pensar en una revolución como un transcurso rematado por una victoria fulminante y definitiva. Uno tal que se circunscriba a términos sobre todo de choque frontal contra un poder cimentado casi exclusivamente en la fuerza.
Se abre así una orientación hacia la revolución más como proceso que como acontecimiento, apoyándose en un examen riguroso de todas las estructuras sociales y en particular las ideológicas y culturales. Y asimismo en una modificación sustancial de la noción de Estado, como suma de los mecanismos de proyección coercitiva de la “sociedad política” y los de la construcción y disputa del consentimiento social en la “sociedad civil”.
Un punto de llegada para esa crisis de paradigma fue el derrumbe de la polarización entre dos sistemas, uno de los cuales era conocido como el “socialismo real”. Junto con esa caída se desploma la creencia en que una evolución o bien una transformación revolucionaria del sistema soviético daría lugar a la culminación de la transición del capitalismo al socialismo.
Las corrientes orientadas a transformaciones más graduales, no revolucionarias, a través del marco institucional establecido, al principio se creyeron beneficiadas por el desmantelamiento del “socialismo real”.
Ocurrió en cambio que entraron a su vez en un declive que pasó, bien por la autodisolución, bien por la renuncia a los propósitos transformadores. Se trocaron en administradores de la liberalización capitalista y sus ataques a trabajadores y pobres. No merecen siquiera el nombre de reformistas. ¿Quién podría sostener que en los últimos pasos por el gobierno del socialismo francés, el español o los sucesores del PC italiano se llevaron adelante políticas socialistas?
Otro síntoma de declinación de la mirada revolucionaria ha sido la progresiva descoordinación del movimiento social real y los intelectuales. La teoría y la investigación crítica se expresaron sobre todo en realizaciones académicas, con poco o ningún influjo sobre la movilización social y la rebeldía política. Figuras que conjugaran la conducción política con la producción teórica de alto rango, como Lenin, Luxemburgo, Mao o Guevara, no volvieron a presentarse.
Un movimiento social sin intelectuales orgánicos presenta una debilidad fundamental. Cabe citar las palabras de Traverso en una reciente entrevista: «Una nueva utopía no será creada por escritores brillantes o por intelectuales hábiles, sino a partir del cuerpo de la sociedad y de los movimientos sociales. El papel de los intelectuales consiste precisamente en dar palabras y forma a esos sentimientos, a esas utopías, a esas nuevas visiones, a esos nuevos horizontes. Esto hay que representarlo, sistematizarlo; los intelectuales pueden dar una forma y un perfil político a este nuevo horizonte de expectativas».
La rearticulación de ese lazo sería un requisito para la instauración de una praxis emancipatoria renovada. Es un desafío a enfrentar en los próximos tiempos.
Democracia, revolución y socialismo contra la barbarie
La democracia radical, real, superadora de la formalidad representativa, aparece cada vez más como uno de los componentes sustantivos de una idea renovada de revolución. Eso no debería equivaler a que la concepción democrática se divorcie de la idea de transformación social integral.
Tal vez una visión enriquecedora consista en que los objetivos principales e inescindibles de los cambios revolucionarios serían tanto la propiedad colectiva de los medios de producción como la auto-organización y autogobierno de las masas. Sin jerarquías ni presuposición de secuencias inmutables entre una y otra.
Una recuperación del sentido de la democracia aparece de un modo atrayente en una entrevista a Pierre Dardot y Christian Laval: “Si, como creemos, el contenido de [la alternativa al neoliberalismo] no puede ser otro que el de la democracia llevada hasta sus límites, la elaboración de la alternativa debe consistir en la experimentación de tal democracia, es decir, en la experimentación de un común político”.
Experiencias como la del ascenso de Javier Milei en Argentina hacen pensar en una nueva época de la relación entre capitalismo, Estado y democracia. Y entre clases dominantes y poder político.
Hoy asistimos al ascenso de fuerzas políticas y movimientos culturales que propulsan un avance inusitado del poder del capital sobre el conjunto social, de sometimiento completo del trabajo al poder patronal. Y de reducción del Estado a la versión más restringida del Estado-gendarme, limitada en la práctica al respaldo coercitivo del poder del capital.
Reinauguran un lenguaje contrarrevolucionario, anticomunista, de anulación completa de las conquistas sociales y culturales de las últimas décadas. Y un propósito de aplastamiento de todo movimiento cuestionador del orden existente.
Esas fuerzas desenvuelven audacia política y radicalidad en sus planteos. Es probable que haya que responder desde la izquierda, no armados de un espíritu sólo defensivo sino con empeño superador, de paso al ataque. Audacia y más audacia, radicalidad sin tapujos.
Y más temprano que tarde habrá que sobrepasar la línea de la “respuesta” para la reconquista a pleno de la capacidad de iniciativa popular y de ataque contra los “poderes permanentes”. Que pongan en tela de juicio, aquí y ahora, todas las dimensiones de la dominación (laboral, ambiental, patriarcal, étnica, etc.), para sostener una perspectiva de emancipación social integral.
Ése puede ser hoy el contenido de la idea de revolución a reactualizarse y ser puesta en juego en momentos en que el segundo término de la disyuntiva entre “socialismo o barbarie” amenaza avanzar sin frenos sobre el conjunto de la humanidad. Nada menos que la salvación del género humano y del planeta entero puede estar cifrada en la realización de la alternativa socialista.
Y el socialismo, si se usa bien el término, no puede advenir de otro modo sino como resultado de una revolución.