POR ANDY ROBINSON
Más de 70 años después del gobierno de Juscelino Kubitschek, los edificios de Oscar Niemeyer, en lugar de emblemas de una democracia dinámica, empiezan a parecer símbolos de parálisis presidencial.
Brasilia, capital de un futurismo ya anticuado, es una prueba asombrosa de lo que puede hacer un presidente brasileño si cuenta con un amplio apoyo social. Concretamente Juscelino Kubitschek, jefe de Estado entre 1956 y 1961. Tal vez por eso, la modernista plaza de Los Tres Poderes fue atacada con tanta saña el pasado 8 de enero. El asalto no fue solo a un Estado que los bolsonaristas consideran una democracia corrupta infiltrada por el “marxismo cultural” sino a la modernidad y al modelo desarrollista de Getulio Vargas y Kubitschek.
Tras decidir casi unilateralmente construir una nueva capital política en la sabana del interior brasileño, a 1.000 kilómetros de Río de Janeiro, Kubitschek inauguró la primera obra en octubre de 1956. Menos de cuatro años después, en octubre de 1960, Brasilia ya había sustituido a Río como capital.
Obra del arquitecto predilecto de Kubitschek, el revolucionario modernista Oscar Niemeyer, las torres rectangulares del Congreso, rematadas con dos estructuras semicirculares –una cóncava, la otra convexa– para simbolizar la Cámara y el Senado, se convirtieron en un icono de una nueva potencia y de un presidente audaz.
Brasilia: dos estructuras semicirculares –una cóncava la otra convexa– simbolizan la Cámara y el Senado.
Con el apoyo del Congreso a su plan de desarrollo nacional, Kubitschek lideraría el llamado milagro económico brasileño, con una industrialización vertiginosa impulsada desde el Estado y tasas de crecimiento anuales en torno al 10%.
Pero, más de 70 años después, con el gobierno de otro icónico presidente, Luiz Inácio Lula da Silva, ya en su quinto mes, los edificios de Niemeyer, en lugar de emblemas de una democracia dinámica, empiezan a parecer símbolos de parálisis presidencial. Al igual que en otros países latinoamericanos –Colombia, Perú, Chile– en los que la izquierda ha recuperado el poder ejecutivo, pero no el legislativo ni el jurídico, las promesas de cambio de la campaña electoral empiezan a estrellarse contra un parlamento insumiso.
“Lula cree que la correlación de fuerzas va en su contra, pero tiene que impulsar medidas que cambien esa correlación y no lo está haciendo”, dijo el filósofo Vladimir Safatle, autor de Só mais um esforço, un libro que detalla las pautas para la refundación de la izquierda en América Latina. Safatle, que está a punto de publicar en la revista Piauí un artículo sobre la estética del asalto bolsonarista a Brasilia, contra la yugular del modernismo, sostiene que si el presidente no sabe recuperar la iniciativa, la extrema derecha lo hará. “Cortaron con un cuchillo el lienzo de un cuadro de Candido Portinari”, asegura en referencia al gran pintor modernista y miembro, al igual que Niemeyer, del Partido Comunista.
Tal y como se comprobó el 8 de enero, cuando militares en el cuartel de Brasilia conocido como Fort Apache –otro edificio del modernismo de Niemeyer en el sector militar–, este tal vez menos despreciado por el bolsonarismo, se negaron a cumplir las órdenes de Lula de detener a los insurgentes, nada se puede descartar en Brasil dado el apoyo con el que cuenta Bolsonaro.
La agenda legislativa del Gobierno de Lula, que enfrenta una agresiva oposición bolsonarista –102 de los 513 escaños del Congreso– y un bloque de centro de siete partidos –189 escaños alineados con los lobbies de siempre–, no acaba de arrancar.
Los 222 escaños del bloque progubernamental no son suficientes y crece el pesimismo en el entorno del Gobierno respecto a la implementación del ambicioso programa con el que Lula ganó las elecciones, concretamente una nueva fase de desarrollismo industrial tras casi una década de privatizaciones y estancamiento económico.
Si la arquitectura modernista del Congreso lo asemeja a una cárcel, la imponente torre de hormigón y cristal negro del banco central, al otro extremo del eje monumental, plasma el poder intransigente de una autoridad monetaria empeñada en mantener los tipos de interés reales más altos del mundo. Al frente está el exconsejero delegado del Banco Santander Roberto Campos Neto, que iba a votar vestido al estilo bolsonarista: camiseta amarilla de la selección de fútbol.
Mientras, en la elegante sede del Supremo Tribunal Federal (también de Niemeyer), todo indica que se desestimará una demanda presentada por el Gobierno contra la privatización de la gigantesca empresa eléctrica Electrobras, aprobada durante el gobierno de Bolsonaro.
Aunque los grandes medios de comunicación, liderados por la Rede Globo, no apoyan a la extrema derecha como en otros países de la región, sí atacan cualquier intento por parte del Presidente de izquierdas de reactivar la economía mediante estímulos fiscales.
Lula está viviendo una paradoja: fue elegido con ambiciones mayores que en elecciones anteriores y estaba empeñado en no hacer concesiones. Pero ahora tiene mucho menos poder que entonces”, explicaron asesores del presidente, consultados por la periodista Mônica Bergamo. El veterano líder del Partido de los Trabajadores (PT) se siente “ansioso y hasta triste”, según estos asesores.
Lula necesita movilizar la calle como los presidentes desarrollistas de los cuarenta y cincuenta y como el mismo PT en los años ochenta y noventa. Pero no está claro que haya un movimiento para movilizar. Ni el diputado de izquierdas Guilherme Boulos, que fundó el Movimiento de los Trabajadores sin Techo, parece estar en condiciones de sacar a su gente a la calle pese a los miles de sin techo durmiendo en las calles de Sao Paulo y Río. Mientras, los medios de derecha y centro tachan de terrorista al histórico Movimiento de Trabajadores sin Tierra, pese a sus en absoluto amenazadoras tiendas de alimentos sanos en los distritos de la clase media progresista en Sao Paulo.
Por el momento, Lula y su ministro de Hacienda, Fernando Haddad, se han visto forzados a respaldar la creación de un marco presupuestario más restrictivo de lo que querían, que difícilmente permitirá una expansión económica y que ha sido criticado por los líderes en el Congreso de su propia agrupación política, el PT.
Lula, eso sí, ha podido subir el salario mínimo e implementar un nuevo sistema de prestaciones para las familias pobres, así como un nuevo programa de viviendas públicas. Es más, acaba de anunciar una bajada del precio de los combustibles (fijado por la petrolera estatal Petrobras) para ayudar a estimular el consumo.
Pero otras medidas, como la prohibición de las falsas noticias generadas en el “gabinete de odio” bolsonarista o la marcha atrás de la privatización del saneamiento público, han sido tumbadas en el Congreso. El presidente de la Cámara, Arthur Lira, simpatizante en su día de Bolsonaro, insiste en no permitir que “se dé un paso atrás” respecto a las medidas promercado adoptadas bajo el gobierno anterior en el área de privatizaciones y desregulación.
Incluso el plan de Lula para salvar la Amazonia puede estar en peligro. El compromiso presidencial de crear nuevas reservas de conservación ha chocado con el lobby de grandes productores de monocultivos y la poderosa bancada ruralista, con 350 diputados en la Cámara. Para apaciguar al lobby Lula nombró ministro de Agricultura al empresario sojero Carlos Bávaro. Pero crecen las presiones para restar competencias a la ministra de Medio Ambiente, Marina Silva, formada políticamente en el movimiento de defensa de la Amazonia.
“El gobierno no tiene una base consolidada en la Cámara de Diputados mientras que el frente parlamentario agropecuario es una de las bancadas más organizadas del Congreso”, advirtió el diario Folha de Sao Paulo.
Aunque la deforestación ya empieza a bajar tras la devastación de los años de Bolsonaro, más concesiones a los grandes grupos del “agronegocio” podrían dar señales peligrosas a los delincuentes medioambientales.
Ni Lula, con su conocido pragmatismo, parece saber qué hacer. Ha optado por una serie de viajes al exterior donde la reconstrucción de la imagen exterior brasileña resulta más fácil que la construcción de una política doméstica. Desde su vivienda en el Palacio de Alvorada (otra obra espectacular de Niemeyer) no solo añora las hazañas de presidentes como Kubitschek sino también el poder que él mismo ejercía durante los primeros gobiernos del PT (2003-2011).
Entonces, Lula logró el apoyo del Congreso para la mayor parte de su programa de transformación social; constantes subidas del salario mínimo, subvenciones y créditos baratos a los más pobres, fuertes inversiones públicas. Decenas de millones de excluidos se incorporaron al mercado formal de trabajo y salieron de la pobreza y la marginación.
Eso sí: a veces en un sistema político profundamente clientelar, el apoyo parlamentario se logra haciendo la vista gorda presidencial, como en el caso de financiación irregular de partidos, conocido como Mensalao.
Ahora, tras una campaña electoral en la que Lula se comprometió a reconstruir el país tras los años de Bolsonaro, los obstáculos son enormes. “Lula nunca había tenido tantas dificultades para crear una base en el Congreso Nacional”, advierte Matheus Leitao, en la revista Veja.
“Hacen falta nuevas articulaciones en la Cámara o una forma de ejercer presión sobre el Congreso desde medios de comunicación o empresarios afines”, dijo Jorge Chaloub, analista político de la Universidad de Juiz de Fora, en Minas Gerais. La alternativa sería convocar “manifestaciones masivas de apoyo a Lula”, añade. “Pero todo esto es muy difícil”.
Si sirve de consuelo para el presidente en su laberinto, Kubitschek también se topaba con problemas en los años del milagro, empezando por dos intentos de golpe de Estado. Tres años después de su salida de la presidencia, los militares tomaron el poder en una dictadura que duraría hasta 1984. Pero, como escribe Michael Reid, excorresponsal en Brasil de The Economist, Kubitschek estaba dotado “del activo político más codiciado de todos: un optimismo sin límites”.
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