POR JOSÉ TOMÁS JIMÉNEZ ARÉVALO*
La Constitución de 1886 le dio a la Iglesia católica, por medio de la firma del concordato con el Estado Vaticano, el control de su aparato ideológico más importante: la educación. Esto trajo como consecuencia una gran privatización en dos terceras partes del territorio nacional.
En 1989 se formula, a través del Consenso de Washington, un modelo económico que incluye la privatización de los servicios públicos: la salud, los recursos naturales, la educación, entre otros. Es decir, se entrega la prestación de los servicios básicos que daban sustento a un Estado de bienestar para dar paso al neoliberalismo. Hoy podemos afirmar que, desde la década de 1990, se puso al orden del día lo que podría establecerse como el mayor logro de quienes detentan el poder político y económico: consolidar plenamente el modelo neoliberal, es decir, la reducción de la participación del Estado en la economía, dejando la su regulación al mercado. Resumiendo: es la privatización de la industria estatal, la salud, la educación y la disminución de los servicios estatales, que, como consecuencia, ha traído hambre y pobreza en todo el mundo, desconociendo y atacando el sindicalismo y las políticas económicas estatales.
En Colombia, hemos visto en estos últimos 30 años la implantación de este modelo económico que, para hacerle frente, algunos partidos y corrientes antineoliberales, sumados a la multitud de desempleados sin partido, desplazados por la violencia y víctimas de ella, ahora, han logrado construir una alternativa de gobierno bajo un programa de avanzada en lo económico y social, como lo es el Pacto Histórico (PH), que llevó a la Presidencia de la República a Gustavo Petro Urrego. A mi juicio, es un pacto reformista-progresista que tiene un punto de vista en común: guerra a la corrupción en todos sus niveles, cese de la violencia, un acuerdo de paz total, reformas en las políticas de salud, pensión y laboral, entre otros, y la educación pública. En un gobierno que llegó tarde al populismo, que generalmente se desarrolló en Latinoamérica durante el siglo XX, puesto que no hicimos ni la industrialización ni la metropolización a la par que las más importantes capitales latinoamericanas, hoy pretendemos hacer el “Cambio”, por medio de la reforma.
No tenemos un sindicalismo fuerte que respalde estos cambios de una manera organizada con grandes movilizaciones, excepto Fecode, en el campo de la educación básica y media pública. Si hubiéramos tenido un sindicalismo fuerte en la salud, por ejemplo, con seguridad que, a través de la propuesta de la exministra de Salud, Carolina Corcho, se hubiese sacado adelante la reforma como inicialmente se venía ambientando.
En la educación superior tenemos una Ley, la 30/92, que le abrió las puertas a su privatización y la mercantilizó, convirtiéndola en un negocio donde el poder capitalista encontró la legalidad para que en cualquier “garaje”, como se dice coloquialmente, se ofreciera un título profesional en cualquier disciplina.
La universidad pública con la que hoy contamos tiene la oportunidad de reivindicar una de sus características fundamentales, como es su autonomía, logrando el cambio de la Ley 30/92, y de esta manera entregarle, a la comunidad Universitaria la posibilidad de fijar su rumbo.
Desde el grito de Córdoba, en Argentina, en 1918, se sustentaron los dos pilares básicos de la reforma universitaria: su democratización y el carácter científico de la educación superior. ¿Qué tenemos hoy 105 años después en Colombia? Podemos responder claramente: la universidad pública ha sido víctima del neoliberalismo que la ha mercantilizado, convirtiéndola en un negocio, como ya lo dijimos. La imposición de la Ley 30/92 estableció una mayoría gobiernista en sus organismos de control: Consejos Superiores Universitarios (CSU) y Consejo Nacional de Educación Superior (CESU), así como negó a sus estamentos básicos, profesores y estudiantes, el derecho a la autodeterminación. Esta ley ha sido la fuente de inspiración para privatizar la educación superior, en virtud de la cual la mejor táctica fue trasladar los costos educativos a las familias, acabar con el proyecto de vida docente, proletarizar a su profesorado y ponerla al servicio de los intereses de la empresa privada y no de la sociedad colombiana.
Es necesaria una ley que establezca la autonomía para garantizarle a la universidad la independencia de los poderes políticos, económicos, sociales, culturales, gubernamentales, y las organizaciones internacionales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI), los cuales como se sabe, responden al Consenso de Washington y cuya filosofía es que accede a la educación quien tenga con que pagarla.
La universidad con la que hoy contamos se ha convertido en un apéndice del poder político imperante; sirve como mecanismo para incluir en sus plantas de docentes y administrativos, a través de la imposición de rectores incondicionales, a quienes gozan del respaldo político de los gobiernos de turno. El mecanismo ha sido el que la Ley 30/92 estableció en los organismos de dirección, tanto nacionales como regionales a las mayorías que se organizan para mantener la política gobiernista en los CSU.
La U. requiere de una comunidad que reivindique el carácter científico y crítico que debe tener. A quienes han detentado el poder político en Colombia no les interesa tener una universidad científica, crítica, que tenga participación en los destinos de la nación. Por medio de las interpretaciones jurídicas, desde el punto de vista gobiernista, le han negado a la U. su autonomía y por ende la democracia. Y esto ha sido posible porque la comunidad universitaria no ha podido estructurar una táctica que responda a una estrategia para conseguir la conquista que, desde el grito de Córdoba, se planteó como básica para la U: su autonomía.
La Ley 30/92, que hoy rige la educación superior en Colombia, no incluye, en su composición, la participación mayoritaria en los CSU de profesores, estudiantes, administrativos, egresados y pensionados, que establezca los mecanismos de participación para elegir, por ejemplo, a los rectores.
Es el momento de incluir en la ley la participación de la universidad pública en los planes de desarrollo del país para beneficio de toda la sociedad colombiana. Hasta hoy la universidad pública no es tenida en cuenta.
El CESU también tiene la misma composición, en su correlación de fuerzas, la cual históricamente ha favorecido a la política del gobierno en el plano de la educación superior y que, por medio de la facultad que posee, la orienta y la conduce con la influencia del Ministerio de Educación. Además, el Sistema Universitario Estatal (SUE), asigna los recursos del artículo 87 de la Ley 30/92, lo que hace que obligue a establecer la línea que fije el gobierno. Toda esta política es influenciada externamente desde el Banco Mundial, el FMI, entre otros organismos internacionales, y definen, ellos sí, autónomamente, sus objetivos.
La participación mayoritaria de los estamentos universitarios en los CSU debe conllevar a la creación de un organismo nacional, de mayoría universitaria pública, que oriente y fije la política a seguir en todo el país, incluida la educación superior privada; donde la pluralidad ideológica y política tenga la oportunidad de expresarse plenamente. Donde sus directivas sean activas, deliberantes y decisorias. Reitero que, estos organismos nacionales (CESU) y los regionales (CSU) deben contar con mayorías de la comunidad universitaria pública (estudiantes, profesores, administrativos, egresados y pensionados).
La lucha es por la autonomía y la democracia, donde la U. tenga el poder de darse sus propios planes de desarrollo y organización, y su administración, se sienta obligada a ejecutarlos.
La universidad no es una isla de nuestra sociedad y el poder sobre ella debe residir en la Constitución, de tal manera que esta le garantice a la comunidad universitaria, por medio de la ley, su autodeterminación. La U. necesita de una política pública de Estado y un sistema nacional para la educación superior, que sea autónomo, crítico, constructor de paz, con una financiación directa del Estado de acuerdo con sus planes de desarrollo.
El desmonte del Icetex debe hacerse reemplazando esta entidad por un sistema de financiación solidaria que facilite la permanencia de los estudiantes más pobres y con buenos rendimientos. La Ley 1911/18 que estableció el financiamiento contingente al ingreso, privatizando y poniendo en las familias la financiación de la educación superior, debe ser derogada.
Un cambio en la Ley 30/92 debe ser el resultado de una discusión amplia y profunda que implique un sistema que reestructure toda la educación pública del país y su financiación debe hacerse con impuestos progresivos.
La sociedad colombiana tendrá que seguir eligiendo gobiernos progresistas y democráticos si quiere conseguir que la educación sea un derecho fundamental, lo que implicará una reforma constitucional del artículo 67, y así garantizársela a todos los colombianos.
*Exrepresentante de los profesores universitarios del país en el Consejo Nacional de Educación Superior (CESU).
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