Cali, sucursal de la resistencia

POR JUAN ALEJANDRO ECHEVERRI /

Cuando Cali despertó, su fundador ya estaba boca abajo. El 28 de abril, a las 5 y 30 de la mañana, un grupo de indígenas Misak –“los hijos del arcoíris y el agua del Valle de Pubén”– derribaron con sogas el monumento al invasor Sebastián de Benalcázar que estaba encumbrado en un mirador del occidente de la ciudad. Edgar Velasco, Secretario del Movimiento de Autoridades del Suroccidente Colombiano (AISO), explicó que las 58 autoridades de los tres pueblos Misak enjuiciaron el 16 de septiembre del 2020 al verdugo del Cacique Petecuy, por genocidio, acaparamiento de tierras, y violación de mujeres en el periodo de la conquista española.

Juan Alejandro Echeverry

El simbolismo del sorpresivo juicio histórico fue el preludio de una movilización que Ana Erazo, concejala de Cali, califica como “apoteósica”. Por primera vez los estratos 4 y 5 marcharon y gritaron junto a los estratos 1, 2 y 3. Ese 28 de abril hubo protestas en 35 puntos de la ciudad. La capital del Valle del Cauca quedó sitiada, y al caer la noche ardió en cólera e indignación. 40 bombas de gasolina y 41 estaciones del MIO, el sistema de buses públicos, fueron incineradas. Decenas de fotomultas tumbadas. Sucursales bancarias, cajeros y supermercados de cadena como D1 y Justo y Bueno, también fueron atacados y saqueados. Cali quedó sumida en una especie de anarquía donde no se acata el toque de queda, ni importan los semáforos en rojo, mucho menos conducir en contravía. Desde las tres de la tarde empezaron los trancones que antes empezaban a las seis. Casi toda la ciudad marcada con pintas y grafitis que repudian la reforma tributaria,  a Iván Duque, Álvaro Uribe, y al Estado; “ni para morir alcanza”, se puede leer en la reja que esconde el cadáver de un cajero de Bancolombia ubicado sobre la calle quinta.

“Cali ha ido dejando crecer una diferenciación social agresiva y grosera. Racista en muchos momentos, e inentendible para los gobernantes, –plantea Gustavo Álvarez Gardeazábal, escritor y autor de la reconocida novela Cóndores no entierran todo los días–. Cali manejada por grupos oligarcas que dieron un trato de menosprecio a todos los caucanos, nariñenses y andinos que llegaban a la ciudad, y que los captaba como trabajadores. El mismo trato le dieron a los negros que venían del pacifico”.

I

Hace 40 años, Cali hacía sparkies y chicles que se vendían en Estados Unidos. En la capital del valle y los municipios más próximos había empresas como Quaker, Michelin, Adams, Bayer, Eveready, Croydon, Gillette, Pfizer, entre otras que ya no están. Wilson Saenz Manchola culpa a la apertura económica que promovió el expresidente Cesar Gaviria. De ser una despensa industrial, Cali y el Valle pasaron a ser un lugar donde se almacenan y circulan las mercancías que entran y salen por el puerto de Buenaventura; “un cementerio industrial”, en palabras del presidente de la Central Unitaria de Trabajadores, seccional Valle. El espíritu económico pasó de la producción industrial, al corporativismo, la comercialización, y el turismo cultural y de negocios, lo que desencadenó una “masacre laboral” y un incremento exponencial del trabajo informal, el cual llegó en marzo al 48,5%. Quienes sobreviven del rebusque diario, agrega Wilson Saenz, son perseguidos por las políticas públicas que regulan el uso del espacio público, dándole privilegio al sector privado.

En Cali persisten polos industriales fuertes: el sector farmacéutico, algunos sectores de la cadena alimentaria, y el sector salud, pero no son suficientes para suplir la demanda de empleo. “Aunque tiene  motores de desarrollo, la informalidad es el triple de lo que se puede absorber formalmente”, asegura Carlos Duarte, antropólogo de la Universidad Nacional y Coordinador de la línea de investigación aplicada en desarrollo rural y ordenamiento territorial del Instituto de Estudios Interculturales de la Universidad Javeriana de Cali. Carlos además explica que desde hace una década, la política gubernamental caleña se enfocó en explotar sus industrias culturales: el goce nocturno en gastrobares y sitios de rumba, la hotelería, el turismo, el festival de música del Pacífico Petronio Álvarez, y la Feria de Cali, evento que disparaba las vacantes de empleo formal y e informal.

La pandemia afectó todos los sectores económicos, pero para el renglón que maquillaba las penurias laborales de Cali resultó calamitoso. 200.000 empleos se perdieron por el covid-19, los jóvenes y las mujeres fueron los más afectados, según los cálculos del DANE. “Había una capacidad de resiliencia. La ciudad era pujante y resolvía. Pero la pandemia agudiza el conflicto, devela la crisis que tenemos en términos laborales”, manifiesta Ana Erazo, concejala de la Colombia Humana.

Nadie preveía el cisma pandémico, sin embargo la respuesta gubernamental empeoró sus consecuencias. En mayo del año pasado, el presidente Iván Duque gastó 9.500 millones en dotación armamentística para el ESMAD, negó la renta básica, y los alivios monetarios, dice Wilson Saenz, solo beneficiaron los números de la banca privada. El escritor Gustavo Álvarez Gardeázabal plantea que lo único que aglutina “la masa amorfa” que durante un mes ha protestado, es el rechazo “a la manera miserable como este gobierno trato el problema de la pandemia”. El excalde de Tuluá y exgobernador del Valle del Cauca afirma que “el gobierno es un fantasma. No tiene mando. No tiene olfato político. No prevé. No tiene ninguna de las facultades que tienen los seres humanos que están encargados de administrar un país. El problema presidencial es un problema de ignorancia. El señor es ignorante en muchísimas materias. Y le pasa lo de los niños tímidos: se cubren con una capa de soberbia, una capa de engreimiento […] No existe un solo gobierno de ningún Estado de este mundo que haya brindado apoyo al Presidente de Colombia. Cuando Chile pasó por una situación similar, infinidad de países lo apoyaron. Es dramático porque nos muestra hasta donde hemos ido llegando”.

Jorge Iván Ospina, alcalde de Cali, tampoco supo –ni intentó– contener los daños colaterales de la emergencia sanitaria. En el segundo semestre de 2020, Ospina le pidió al Concejo que le aprobara un préstamo de 650.000 millones para obras de infraestructura, y a principios de este año derrochó 11.000 millones en la realización virtual de la Feria de Cali.

Las personas entrevistadas para este reportaje coinciden en el reproche a Jorge Iván por sus acciones y omisiones frente a la pandemia y el estallido social. La concejala Ana Erazo, por ejemplo, decidió a mediados de mayo retirarse de la coalición de gobierno: “Nosotros decidimos acompañar al Alcalde porque él había dado visos de democracia. Yo le decía todo el tiempo: Alcalde, usted cuándo se va pronunciar sobre la violación de derechos humanos, y él no hacía sino llorar los vidrios rotos”.

El 9 de mayo El País de España publicó una entrevista en la que Jorge Iván Ospina decía que “un comandante del Ejército tiene mucha más capacidad política que un alcalde”; y que “hace cuatro o cinco días me llamaron los vecinos [de Siloé] por las balaceras y yo fui. Y escuché los disparos y escuché los estruendos. Después, en esa balacera tan berraca, yo no encontré a los muertos”.

“El Alcalde destruyó su imagen rapidísimo, ya nadie lo escucha”, dice Juan Manuel Torres,  sociólogo de la Universidad del Valle, miembro de Convergencia por la Paz, y coordinador de la oficina Pacifico de la Fundación Paz y Reconciliación. Según Torres, Jorge Iván fue orgulloso, no escuchó, ni defendió su legitimidad a tiempo. “El general Zapateiro y el Ministro de Defensa le quitaron el poder al Alcalde. Para mí tiene problemas de la cabeza, la pandemia y esta crisis lo superaron. Un día le está respondiendo a las élites tradicionales, al otro le está respondiendo a las elites empresariales, y luego se le sale el Jorge Iván del pueblo; él no es un tipo confiable en estos momentos”.

La condescendencia y los titubeos de Jorge Iván permitieron que el gobierno utilizara la capital mundial de la salsa como teatro y laboratorio de la asistencia militar. En Cali, asegura Juan Manuel, se probó nuevo armamento, estrategias de infiltración, maneras de encontrarle un enemigo interno a la policía, campañas de manipulación mediática, y tácticas de terror psicológico acaparando productos que dispararon la canasta familiar los primeros días del estallido, patrullando día y noche con helicópteros, y desplegando tanques y contingentes militares por la calles de la ciudad. Juan Manuel piensa que el Estado fue mezquino con Cali; ciudad donde Gustavo Petro sacó más votos que Iván Duque en el 2018, y donde ganó el Sí en el plebiscito del 2016. La respuesta militar, dice, “es una forma de rencauchar esa doctrina, [de la guerra y el enemigo interno] que a mucha gente le gusta. Eso duele, porque uno pensaba que había una apertura democrática que podía escuchar estos reclamos, que en un escenario de postconflicto íbamos a tener otra forma de tramitarlos. Con esa forma de reprimir la protesta están buscando tensar la cuerda para decretar una ley marcial, eliminar el congreso, y no hacer las elecciones”.

“Esto parecía una película de Hollywood de esas de Vietnam”, responde Edna Carolina cuando le pregunto por la magnitud de la represión policial. Defensores de derechos humanos cuentan que vieron escenas de guerra urbana. En Puerto Resistencia, al oriente de la ciudad, más de 1.000 jóvenes derrotaron al ESMAD. En algunos puntos de concentración y bloqueo, las balas han sido disparadas desde ambos lados. A la misión médica la amenazaron y le dispararon en el punto de Meléndez. A Magaly Pino, defensora de derechos humanos, la abalearon el 3 de mayo con una miniuzi mientras se guarnecía en una casa del sector La Luna, punto clave de la conexión vial occidente-oriente. Los jóvenes de la Primera Línea de Paso del Comercio, arteria vial que comunica a Palmira con Cali, le contaron a Magaly que por WhatsApp les ofrecieron 20 millones por la cabeza de cada defensor de derechos humanos.

Solo en mayo Cali registró 149 muertos de manera violenta, la gran mayoría por ataques sicariales o de la fuerza pública. Hasta el 23 del mes pasado, la Comisión Intereclesial Justicia y Paz tenía un listado de 120 desparecidos. Mientras que la Coordinación Colombia Europa Estados Unidos, a corte del 18 de mayo, reportaba 100 personas desparecidas. Un exmilitar que ahora hace parte de la Primera Línea de Puerto Resistencia, asegura que las verdaderas cifras saldrán a flote cuando todo acabe: “Van a haber cantidad de mujeres buscando sus esposos, niños buscando sus padres; no los van a encontrar. Cuando esto termine, cuando empiecen a preguntar dónde están, en ese momento empezarán a verse las cifras. Las cifras que están mostrando no son de la cantidad de personas que hacen falta”.

II

Nicolás Guerrero amaba los perros y los gatos, planeaba viajar a España para trabajar y poder comprar las pinturas, aerosoles, lápices, y papeles que en Colombia le parecían tan costosos. Nunca le gustaron los jeans. Quería correr una maratón con su mamá, y estaba convencido de que podía cambiar este país. La noche del domingo 2 mayo, la fuerza pública disparó a la cabeza de Nicolás en el Paso del Comercio. Estaba de pantaloneta, tenía 22 años, era grafitero, y un pacifista escaso. Laura Guerrero, su madre, supo que no iba sobrevivir cuando vio sus rastas hechas una masa de sangre. “Hay un asesino consciente. En los videos solo hay un disparo, y es muy certero sobre mi hijo. Yo no promuevo que vayan a hacerle daño a un policía, pero va a tardar mucho para que la sociedad colombiana confíe en la Policía Nacional”. La Fiscalía asegura no haber encontrado evidencias culposas en las cámaras de seguridad del sector donde lo asesinaron. Laura ha tenido que hacer el duelo y al mismo tiempo recabar material probatorio, y convencer a los testigos para que declaren. Dice que no odia a la persona que disparó, que sería capaz de darle un abrazo mas no su perdón: “Yo espero que esa persona se arrepienta, que tenga la gallardía que tuvo ese día accionando un arma contra alguien que estaba desarmado. Que tenga el valor moral, que no avergüence a su madre”.

Al siguiente día del asesinato, en Siloé, niños, ancianos, jóvenes, hombres y mujeres hicieron una velatón en memoria de Nicolás. El adiós transcurría tranquilo hasta que lo reprimió el ESMAD. Pasadas las nueve de la noche de ese 3 de mayo, sobrevolaron un dron y un helicóptero por la glorieta en la que se realizaba la actividad. Luego se fue la luz de la zona. Después la unidad antiterrorista de la Policía, el GOES, abrió fuego contra todo lo que se moviera. Ese día murieron cuatro personas que el Alcalde no encontró. Para la ciudad, dice David Gómez, las vidas de Siloé valen menos. Por eso golpearon la ladera “para generarle miedo a Cali y al país”, manifiesta este hombre de baja estatura que hace 21 años hizo de su casa un museo donde albergar las memorias de Siloé.

El 4 de mayo se convocó otra velatón por los muertos de la noche anterior. También fue reprimida con gases y balas, pero los pandilleros de la zona alta bajaron hasta la glorieta, y a balazos lograron que la fuerza pública huyera. De regreso a sus barrios, la gente los aplaudió mientras pasaban en sus  motos ruidosas.

Siloé es un conjunto de barrios construidos en una montaña del occidente de Cali. En ese laberinto de cemento hay 11 centímetros de espacio público por cada habitante. Piezas de nueve metros cuadrados en las que viven hasta 20 personas. En la década de los 80’s, cuenta David, cuatro niños se morían semanalmente en Siloé por enfermedades gastrointestinales, uno de ellos fue su hermano. Los carros recolectores de basura no subían hasta la parte alta. Los desechos se tiraban al río o en cualquier parte. Las muertes pararon gracias al M-19. Los milicianos que convivían entre la población de Siloé y otros sectores de Cali, raptaron los carros recolectores y regaron la basura en partes claves para taponar la ciudad vallecaucana. Eso obligó a que la Alcaldía ordenara recoger las basuras de todos los barrios.

La de Siloé es una historia cíclica de marginalidad. Los Yanaconas, los indígenas pobres y borrachos del imperio Inca según David, son los primeros pobladores de los que se tenga memoria. Los precursores del poblamiento de la ladera fueron los negros que explotaban oro en Supía, Marmato, Anserma y Riosucio, el triángulo dorado de Caldas. Negros desplazados en la primera década del siglo XX por la bota militar del conservador valluno Alfredo Vásquez Cobo, quien se adueñó del apetecido dorado gracias al amparo del presidente Rafael Reyes. Esa migración negra, despreciada por la burguesía caleña de la época, llegó a explotar las vetas de carbón de San Fernando, uno de los barrios que conforman esa ciudad paralela llamada Siloé. La construcción del Ferrocarril del Pacífico –en 1925– consolidó a Cali como despensa de carbón, y estimuló la migración y el crecimiento urbano. Muchas casas de los barrios Belén y Tierra Blanca, explica David, están construidas sobre socavones de carbón mal curados. Un sismo sería más fatal que las avalanchas fluviales que han matado a varios habitantes de Siloé.

A David no le cuesta reconocer que es parlanchín y que en Siloé hay fronteras invisibles, armas, pillaje, y bandas delincuenciales; también personas como él, que con arte y memoria tratan de revertir el peso del estigma delictivo. Los pandilleros de esas bandas, cuenta una psicóloga y defensora de derechos humanos, alquilan las armas con las que atracan. Algunos ni conocen el centro de Cali. “Hay muchos que están perdidos en las drogas porque no tienen una oportunidad de educación, de trabajar. Yo también quiero que los muchachos salgan de las calles, que estudien, que tengan un mejor futuro. Pero aquí nada de eso pasa porque los políticos se roban la plata con la que podemos tener esos derechos. Nosotros nos mamamos de eso, por eso estamos aquí”, me dijo un joven de la Primera Línea de Siloé, quien nunca pudo estudiar ingeniería eléctrica para sacar provecho de sus conocimientos sobre electricidad.

Las cifras más recientes del DANE, publicadas el 29 de abril, señalan que 934.350 de los habitantes de Cali sufren pobreza monetaria, y que 342.438 sobreviven en la extrema pobreza monetaria. Vive en pobreza monetaria aquella familia cuyas ganancias acumuladas, no superen un millón doscientos mil pesos, y en pobreza monetaria extrema la que devengue menos de quinientos mil pesos. Más del 60% de las 2.227.642 personas que habitan la ciudad, vive penurias económicas. Además de empobrecerse, Cali profundizó sus índices de inequidad. El índice GINI que mide la desigualdad, pasó de 0,47 en 2019, a 0,52 en 2020.

En Cali la pobreza está territorializada, los índices de necesidades básicas insatisfechas tienen límites claros. “A mucha gente no le gusta escucharlo, pero Cali es una ciudad partida. Hay dos ciudades: la ciudad de la calle quinta y la ciudad de oriente”, plantea Inge Valencia, antropóloga y directora del Departamento de Estudios Sociales de la Universidad ICESI.

Pobreza que en Cali también está racializada. Cualquiera que recorra la ciudad podrá darse cuenta que la mayoría de venteros ambulantes son personas negras. Por más que las narrativas elitistas y gubernamentales quieran negarlo, el racismo pervive en una ciudad que siglos atrás estuvo divida en haciendas esclavistas. “Es una forma cómo se expresa la élite en la ciudad. Ha sido un proceso de violencia y también de adaptación. Todavía en Cali, en el 2021, hay sitios donde no dejan ingresar a las personas por ser negras o indígenas. Es como una especie de apartheid silencioso. Es evidente, pero al mismo tiempo es muy hipócrita porque siempre se está negando”, asegura Edna Carolina, hija de migrantes caucanos, e integrante de la Asociación Lila Mujer, organización que desde hace 18 años trabaja con mujeres que conviven con VIH en el distrito de Aguablanca, zona empobrecida donde pulula la delincuencia.

Por ser negra, dice Edna, en Cali no te arriendan una casa, te atienden de mala gana, o no te atienden, te dicen que el producto o el servicio que necesitas son muy caros. Te impiden la entrada a restaurantes, rumbeaderos o centros comerciales, y si te dejan entrar a esos templos del consumo, el vigilante te persigue, “está pendiente de ti porque piensa que vas a robar algo”. Encontrar un trabajo digno en Cali ya es de por sí difícil, pero si eres negro, y además del oriente, del distrito, la barrera duplica su tamaño: “A la gente se la tacha de ladrona porque vive en el distrito, o dicen que es perezosa o que son demasiados peligrosos”.

El estallido social es la ansiada catarsis de esa precariedad y esos estigmas que se avalan y se enraízan en el día a día. Un llamado, dice Edna, a que la élite replantee su concepción eurocentrista de lo mestizo. Una oportunidad para imaginar formas de reexistencia y  sanar los traumas que quedan cuando te niegan el trabajo, o hacen chistes negreros. La continuidad de una lucha milenaria por la libertad: “El amo nunca te va a dar la libertad, eso lo tenemos muy claro. Ese proceso de resistencia sigue. Lo más importante es cómo reflexionar a nivel ontológico lo que significa esa carimba ambiental que plantea Manuel Zapata Olivella. Más que un proceso de conocimiento, es un proceso de resiliencia y de sanación. Un proceso de esa doble conciencia. Reflexionar mental, emocional y corporalmente sobre qué es lo mestizo, lo blanco, lo hegemónico. Tomar mi poder, darme cuenta que soy una persona, no un objeto. Sujeta de mi propia vida y mi propia autodeterminación”.

III

Así como la ciudad normalizó el racismo, la sociedad caleña naturalizó el yugo del narcotráfico que en los 80’s y 90’s generó tanto flujo de dinero. Con desarrollo urbano y empleo, poco a poco la cultura de la ilegalidad se filtró hasta los tuétanos del lenguaje. La cocaína trastocó de manera radical las expectativas de vida y los estereotipos femeninos. Gracias al frenesí narco muchas personas accedieron a los lujos que provee el dinero, requisito indispensable para instalarse en las elites emergentes de ese aparataje violento. Algunas escalaron, otras permanecen en el mismo lugar, lo que nunca cambió fue su dependencia de las economías ilegales.

“Aquí todo el mundo quería tener plata para tener una mujer bonita, para enrumbarse. Cali nunca lo vio venir así tan fuerte. Lo aceptó, lo integró en su sociedad y casi no lo cuestionó. Eso en  algún momento ha pesado. Al ser eso una búsqueda, no permitió desarrollar otros procesos. De alguna manera queda ese anhelo, la ciudad trato de seguir buscando lo mismo”, plantea Juan Manuel Torres.

En los años de bonanza, el Cartel de Cali y el Cartel del Valle, aliados y subordinados de Pablo Escobar, eran los dueños de la plaza valluna. Escobar mimó a las clases populares, los vallunos fueron más elitistas. La estructura jerárquica se derrumbó cuando empezaron a matarse los unos a los otros. Escobar, por ejemplo, puso bombas en muchas farmacias de la franquicia Drogas La Rebaja, la cual era propiedad de los vallecaucanos. A la violencia endogámica se sumó la cacería judicial estadounidense. A principios de siglo el negocio quedó acéfalo.

A diferencia de Medellín, donde se conserva cierta jerarquía, la criminalidad en Cali está gobernada por la anarquía. Las cifras oficiales indican que en la ciudad hay 182 bandas criminales identificadas. “Hoy en Cali no hay ni un solo capo al cual se pueda acudir para decirle: hombre, no me pongas a joder a los del barrio tal. En cada manzana, cada barrio, hay alguien que aspira ser capito”, dice Gustavo Álvarez Gardeázabal.

“Cali también es una ciudad profundamente armada. Así como hay territorialidades étnicas de la pobreza, también hay territorialidades de los negocios [ligados al narcotráfico]. Hay barrios como El Ingenio [al sur de la ciudad], donde históricamente se sabe que allí hay mucha gente que hace vueltas; donde no es anormal que una noche pase alguien por un negocio y rafagueé la gente que está ahí. Hay una connivencia con todo lo que es la guerra por disputas de las ilegalidades”, explica Carlos Duarte.

Con 918, Cali fue la segunda ciudad con mayor cantidad de homicidios en el 2020, 71 asesinatos menos que Bogotá según cifras de Medicina Legal. Entre enero y marzo de este año ocupó el primer puesto con 226 homicidios, 40 más que los registrados en ese mismo periodo del año pasado.

El solapado desinterés institucional por resolver de raíz el problema, puede ser justificado por la magnitud del mismo. La “sucursal del cielo”, plantea Inge Valencia, es enclave de un macronegocio: “Es una ciudad región. Cuando pasa algo en Buenaventura, sigue el coletazo aquí. Cuando hay ajuste de cuentas en Tumaco [costa pacífica nariñense] se siente aquí. Entones no es una cosa endógena de Cali, sino que está relacionada con las dinámicas de la violencia de otros departamentos”.

A solo una horas de Cali queda el embarcadero de cientos de toneladas de cocaína. Y en Cauca y Nariño, los corredores departamentales vecinos, hay al menos 15 grupos organizados disputándose las rentas de los cultivos de uso ilícito. Ambos departamentos suman 59.020 hectáreas sembradas de coca, el 38% de las 154.475 hectáreas que hay en el país, según el último reporte de Naciones Unidas.

Por la urbe salsera circula, se comercializa, y se consume la droga. Se cierran negocios, se lava dinero, se gasta y se disfruta de él. Llegado el escenario posparo, Cali debería preguntarse qué sería de ella sin el narcotráfico. De momento, las escenas en las que civiles disparan de manera maniaca contra los manifestantes, confirman que todavía hay licencia cultural –y para-estatal– para hacer de la vida una fiesta sangrienta financiada por la droga.

IV

El mapeo etnográfico por algunos de los más de 20 puntos de bloqueo –algunos intermitentes y otros permanentes– refleja la realidad socioeconómica caleña. De norte a sur, el primer punto bloqueado es Paso del Comercio, rebautizado Paso del Aguante. El más extenso de todos, casi tres kilómetros por los que no pasa una tractomula hace 31 días. En el primer tramo del corredor comercial, la entrada a Cali desde el norte, hay bodegas enormes alrededor de la vía, también conjuntos residenciales de clase media, habitados por jóvenes profesionales y personas de tradición obrera. En el segundo tramo, los que bloquean con piedras, alambres, llantas, conos, postes, arboles, polimsombras verdes, piedras y separadores viales, son jóvenes marginados de las aledañas barriadas empobrecidas, involucrados en dinámicas delincuenciales, a los que vi sacar revólveres de sus pretinas.

De Paso del Aguante se desprende la avenida Simón Bolívar, la frontera vial que separa el oriente del resto de la ciudad. El distrito de Aguablanca está poblado en su mayoría por masa migrante y gente negra que vive del rebusque diario. El primer bloqueo en la avenida está en los bajos del Puente de los Mil Días, renombrado Puente de Las Mil Batallas. Más adelante hay bloqueo en Calipso, o Puerto Madera. Un punto sostenido por jóvenes excluidos, algunos de barrios de invasión del distrito. Más de 8 personas habían muerto hasta el 26 de mayo en Calipso por los constantes hostigamientos y abaleos. “Aquí convergen siete sectores. Antes había fronteras invisibles, se mataban solamente porque vos me caes mal, porque sos de tal pedazo. Ahora he tenido la oportunidad de verlos [a los muchachos que bloquean] tomar chocolate, reírse, cantar, llorar, apoyarse”, cuenta una líder del punto, quien asegura que los comerciantes de la zona no estuvieron de acuerdo al principio, pero decidieron carnetizarse para que los dejaran pasar.

Dos kilómetros y medio más allá, está Puerto Resistencia, antes conocido como Puerto Rellena. El punto de bloqueo y concentración icónico de la ciudad. A unas cuadras del punto asesinaron a Marcelo Agredo el 28 de abril. Las cámaras celulares registraron cómo un policía le disparó después de que Marcelo le diera una patada. Las balas desataron el magma de rabia. El CAI de Policía fue incinerado, y días después pintado con el chxa chxa chxa y las imágenes de la Minga Indígena. Ahora funciona allí una biblioteca comunitaria que regala y truequea libros. Ana Cárdenas, creadora de Letras Mestizas, un proyecto editorial de libros de segunda mano, lleva la batuta del espacio. “Los pelados [de Primera Línea] están súper contentos de poder leer en la noche mientras hacen las guardias”, dice mientras bambolea sus crespos.

Desde el paro del 2019, la población racializada y empobrecida de Cali resignificó Puerto Resistencia como lugar de encuentro donde apilar la indignación de Aguablanca. En el distrito se asientan la mayoría de desplazados que llegan a Cali. La ciudad recibió 205.000 personas desplazadas por el conflicto armado en el 2018.

La Primera Línea de Puerto Resistencia es un crisol de pieles y contexturas. Lo único que no ocultan de sus rostros son los ojos. Visten tenis nike, shorts, camisetas del Deportivo Cali, camibusos, cascos, gafas, máscaras anti gas, chaquetas de América de Cali, guantes, yines, overoles, botas, radios, machetes al cinto. Sobre la calle 27, en sentido oriente, varios de la Primera Línea otean desde la parte alta de un container, cual leones de la manada. Uno de ellos ondea una bandera de Colombia al revés.

“Somos los que nos levantamos todos los días a generarle miles de millones a una multinacional, y lo único que el pueblo está recibiendo es más pobreza e inequidad. No estamos pidiendo que nos regalen nada. Estamos diciendo que la oligarquía deje de generar tantos recursos para ellos y comparten algo con el pueblo. Queremos ser una nación grande. Que vayamos a otro país y digan: yo quiero ir a Colombia porque en Colombia hay paz, seguridad, una democracia real. Seguimos firmes por la libertad de nuestro país, o nos matan o nos liberamos”, me dice el joven de Primera Línea que llegó a Cali hace 5 años desde el Eje Cafetero. “Supuestamente están pagando 10 millones de pesos por nosotros, por los que sean capturados y hasta dados de baja. Todos los días la Policía cobarde busca metérsenos aquí. [Hace unos días] vinieron 30 motos de la policía y dos buses del MIO. ¿Cómo es posible que la Gobernación, la Alcaldía, presten vehículos que no son militares para que el ESMAD y la Policía vengan a atacar el pueblo? Preguntan que por qué queman los buses, porque los buses no están para el pueblo”, me dice el que portó uniforme militar en el gobierno de Andrés Pastrana.

Continuando el recorrido hacia el sur, la avenida Simón Bolívar lleva a Jamundí, al Cauca, y al bloqueo de la Universidad del Valle, vecina de los opulentos condominios de Ciudad Jardín. Renombrada Uniresistencia por la fuerza viva universitaria del punto, que transformó la estación del MIO en una biblioteca popular decorada con muralismo y jardines verticales. Unas cuadras más allá, hacia el occidente, la zona semimontañosa, se encuentra el punto de Meléndez, el primer bloqueo sobre la calle quinta, la más neurálgica después de la Simón Bolívar. Lo componen hijos de pastusos o indígenas migrantes –algunos cursando estudios universitarios–, también jóvenes segregados de barrios de invasión construidos en las faldas de las laderas.

La calle quinta pasa a unas cuadras de la glorieta de Solié, y conduce a La Loma de la Cruz, mixtura de anfiteatro y parque de artesanías. En la rebautizada Loma de La Dignidad, el antiguo CAI también es utilizado como biblioteca popular. Los barrios aledaños a La Loma de La Dignidad son de clase media-alta, de allí que el punto tenga un espíritu cultural, feminista y juvenil. El mapeo termina al noroccidente, en el punto de Terrón Colorado. La vía bloqueada es la que comunica a Cali con el Mar Pacífico y Buenaventura. Quienes bloquean viven en los arrabales que colindan con la vía, allí donde la ciudad arrinconó su miseria. Menos de 10 minutos separan a Terrón de hoteles lujosos y conjuntos de clase alta.

La idea inicial era bloquear la movilidad del capitalismo el 28 de abril. Un mes después la sordera gubernamental obliga a mantener los bloqueos vigentes, sin que ello haya implicado vandalizar los negocios aledaños. “Es que han estado toda la vida bloqueados, sus vidas se las bloquearon, les negamos todo”, plantea Juan Pablo Ochoa, instructor del Sena y defensor de derechos humanos.

Los jóvenes marginados de Cali intentan desbloquear sus vidas taponando vías. No es el dinero del narcotráfico ni la coacción del ELN lo que ha mantenido el mes de bloqueo de la Primera Línea. A los ´Pelaos´ los respaldan otras líneas: paramédicos que suturan y desinfectan heridas, defensores de derechos humanos pendientes de las capturas arbitrarias, mujeres que cocinan, familias de estrato 4 que expresan su apoyo colgando la bandera de Colombia en el balcón, personas del común que donan dinero, bolsas de arroz, aceite, panela, gazas, bolsas de leche, o que prestan su casa para instalar el punto de atención médica. “La primera línea más importante es la comunidad, sin la comunidad la primera línea no existiría, sin la primera línea la comunidad si podría existir”, asegura David, el guardián de la memoria de Siloé.

En su diagnóstico, la antropóloga Inge Valencia señala que el estallido social tiene repercusiones ambivalentes en el tejido social. Abre grietas, ejemplo de ello es el fuego racista contra la Minga Indígena; pero activó “muchos circuitos de solidaridad entre personas que no se conocen para hacerle frente a la violencia, sobre todo la policial y militar”. “Cuando llegó la policía a reprimir, todo el mundo abrió la puerta”, dice emocionado Juan Pablo. “Las Facultades de Medicina me llamaban y me preguntaban dónde se necesitaban paramédicos”, cuenta Magaly.

La Minga Indígena del Cauca aportó lo suyo en las casi dos semanas que permaneció en la ciudad. Donó la pintura para pintar el CAI de Puerto Resistencia, regaló alimentos, y aunque fue atacada a balazos el 9 de mayo por los habitantes de Ciudad Jardín, su simbolismo inspiró, es un referente que le habla a muchos, sean o no de izquierda. Tiene poder de convencimiento porque confronta a la fuerza pública, ejemplifica el autogobierno, y seduce con su prédica ancestral. No es un hecho fortuito que el himno de la Guardia Indígena haga parte de la banda sonora de las movilizaciones, y suene a las 6 de la tarde en algunos puntos.

Las mujeres han sido puntal clave en la retaguardia humana de la Primera Línea. Sin mujeres no hay alimento, sin alimentación no hay cómo mantener un mes de bloqueo. Algunas de ellas también hacen parte de esa Primera Línea de choque. Además, en puntos como Siloé, son capaces de controlar el brío de los ´pelaos´, el efecto que causa en ellos el consumo de alucinógenos, o las peloteras que puede generar una pony malta o un paquete de galletas. “Cuando se anochece, les digo vamos pero no me hacen caso. Ese es mi miedo, que un día llegue, y a mis niños no los vuelva ver porque cayeron, porque les pasó algo en la noche”, expresa una de las mediadoras de la Primera Línea de Siloé.

La Primera Línea es heterogénea. La integran exconvictos, consumidores, exmilitares, trabajadores ambulantes, universitarios, pandilleros de combos enemigos. La piltrafa de la barriada un día amaneció sintiéndose la heroína de Cali, del país. Convencida de empuñar por primera –y ultima– vez el destino de Colombia. ´Pelaos´ sin futuro que nunca tuvieron presente. Formándose y liberándose políticamente en la acción, al calor de la llama que distorsiona la realidad. Viviendo a otras revoluciones. ´Pelaos´ que encontraron una causa en una esperanza. La mayoría no saben qué es el marxismo, nunca antes habían escuchado la palabra asamblea. Se alarman cada que ven una camioneta de alta gama. Destilan rabia, dignidad, agobio, tensión. La capucha esconde también su paranoia, su estrés, el temor a que el final del paro sea el principio de una purga judicial. ´Pelaos´ que le temen más a ser capturados, que a la mismísima muerte.

V

Los días van más rápido que la digestión de la consciencia. Hay quienes plantean que lo sucedido en Cali es una primavera democrática. Gardeázabal prefiere llamarle insurrección. Otro integrante de Convergencia por la Paz me dijo que la situación era atípica, por eso nadie la entendía. Juan Pablo Ochoa lleva semanas masticando su tesis: “No creo en la tesis de los jóvenes, de que estamos haciendo lo que ustedes [los adultos] no hicieron. Hay una memoria que se está recogiendo, pero es una memoria de dolor. No hemos podido tramitar esos dolores que han quedado abiertos en cada lucha que hemos dado, porque han sido cerrados a la fuerza. Como dice el video del Centro de Memoria Histórica: no ha habido tiempo para la tristeza. Gloria Gaitán está pidiendo a gritos justicia por su padre, y, junto a Gloria, medio país. Es que no solamente mataron a Jorge Eliecer Gaitán, mataron al movimiento gaitanista. Esos dolores han tenido la oportunidad de decir en este momento: puta, estamos mamados. Seguramente esta llaga está quedando abierta para poder cerrar las demás”.

Ningún dique puede contener un maremoto social de estos. Del estallido social caleño se habló en los comedores de Ciudad Jardín, en el Concejo Municipal, en la panadería, en el andén, en la licorera, en el despacho del Presidente, en el noticiero, en los cuarteles militares, en el extranjero, en la plaza de vicio, en el chat de padres de familia, en el hospital donde atendieron a los muertos y a los heridos, en el taxi del señor canoso que tiene un hijo en la Primera Línea de Puerto Resistencia. Cali llevó al límite el umbral de sus nervios. Excomulgó al uribismo. Ensanchó la distancia entre los que reclaman un cambio profundo y los que quieren que nada cambie.

Dicen que los cambios duelen. A mediados de mayo, la Cámara de Comercio calculó que la ciudad perdió 2 billones de pesos por el estallido. “Cali está viviendo un momento muy complejo –asegura Juan Manuel Torres–. Va a necesitar casi que ayuda internacional para poder recuperarse. Cali a diferencia de Medellín y Bogotá es la ciudad que menos inversión pública hace. Las empresas públicas no tienen suficiente poder. Hay mucha corrupción. Va a necesitar mucho apoyo. Apoyo principalmente del Estado, pero el Estado demostró que es mezquino con esta ciudad”. A parte del auxilio económico, sutilmente va tomando fuerza la propuesta de indultar a los ´Pelaos´ de la Primera Línea y conformar una Comisión de la Verdad exclusiva para Cali, que corrobore, entre otras tantas cosas, sí es cierto que existen fosas comunes en Cristo Rey, cerro emblemático de la ciudad, y en Mulaló, corregimiento de Yumbo.

Por lo pronto, plantea Juan Manuel, el Estado debería dedicar su imaginación y su energía en llegar a un acuerdo con las Primeras Líneas. Se ve lejana la concertación de la solución. De un lado faltan vocerías representativas, y del otro se desestima el dialogo y se insiste en el remedio militar. Si se les intenta repeler a represión y balazos, como si se tratara de fumigar cucarachas, seguramente explotará un embrollo tétrico y macabro: “Pueden haber quinientos Primera Línea que están dispuestos a seguir organizados y hacerse matar […] Usted está generando un problema gravísimo con conatos de guerra civil”. 

Detrás de toda esperanza se agazapa el miedo. La venta de armas y de estupefacientes fueron las únicas economías de la ciudad que no entraron en parálisis por el estallido social. Alberto Bejarano, abogado defensor de derechos humanos, teme que cuando todo acabe, muchos jóvenes de la Primera Línea sean engullidos por grupos residuales del paramilitarismo, o, por qué no, creen el propio. Que la criminalidad les siga hipotecando la vida.

No se puede ser lo mismo después de una espontaneidad de tales proporciones. La huella queda en el inconsciente. Cali se atrevió a ser histórica, y le ha costado muchas vidas. Si la inercia de los hechos lo permite, el tiempo ayudará a entender lo que pasó, a procesar la complejidad de su simpleza. La balanza se inclinará hacía el pesimismo o los optimistas. Gustavo Álvarez Gardeázabal dice que estamos viviendo el “más colombianos de los momentos: vivir el instante, vivir por vivir. Y como dice una de mis novelas: los sordos ya no hablan”.

*Algunos nombres se omiten por solicitud y seguridad de las personas.

Periferia prensa

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