POR GIACOMO GABELLINI /
Ya casi nadie habla de la Comisión Trilateral. No es extraño: su trabajo ya está hecho. Pensaron en cómo debía ser el mundo, lo perpetraron, y triunfaron.
Cuando los fundadores David Rockefeller, Zbigniew Brzezisnki y George S. Franklin establecieron la Comisión Trilateral en 1973, aspiraban a crear un organismo transnacional para consolidar un orden internacional liderado por Washington y aliviar las tensiones emergentes entre los miembros de la “tríada capitalista”, formada por EE.UU., Europa occidental y Japón, generadas por el crecimiento económico europeo y japonés y la intensificación de la competencia intercapitalista a raíz de la crisis del petróleo.
A mediados de la década de 1970, este think-tank publicó, entre muchos otros, un estudio en el que argumentaba que “una iniciativa conjunta Trilateral-OPEP que ponga a disposición más capital para el desarrollo sería funcional a los intereses de los países trilaterales. En un período marcado por el estancamiento del crecimiento y el aumento del desempleo, obviamente es ventajoso transferir fondos de los estados miembros de la OPEP a los países en desarrollo para absorber las exportaciones de las naciones representadas en la Comisión Trilateral”.
Un espacio planetario económico unificado
En otro documento de la misma época leemos que: “el objetivo fundamental es consolidar el modelo basado en la interdependencia [entre estados] para salvaguardar los beneficios que protejan a cada país del mundo de las amenazas externas e internas que provendrán constantemente de quienes no están dispuestos a soportar la pérdida de autonomía nacional que implica el mantenimiento del orden existente. En ocasiones, esto puede requerir ralentizar el ritmo de avance del proceso de fortalecimiento de la interdependencia [entre estados] y modificar sus aspectos procesales. La mayoría de las veces, sin embargo, será necesario realizar esfuerzos para limitar las intrusiones de los gobiernos nacionales en el sistema de libre comercio internacional de bienes económicos y no económicos”.
El objetivo de los trilateralistas consistía, pues, en transformar el planeta en un espacio económico unificado que implicaba el establecimiento de estrechos lazos de interdependencia entre los Estados y, como se afirma en un estudio fundamental centrado en el tema, «la reestructuración de la relación entre trabajo y gestión según los intereses de los accionistas y acreedores, la reducción del papel del Estado en el desarrollo económico y el ‘welfare’, el crecimiento de las instituciones financieras, la reconfiguración de la relación entre los sectores financieros y no financieros en beneficio de los primeros, el establecimiento de un marco regulatorio favorable a las fusiones y adquisiciones de empresas, el fortalecimiento de los Bancos Centrales a condición de que se ocupen principalmente de garantizar la estabilidad de precios y la introducción de un nuevo enfoque general tendiente a drenar recursos de la periferia hacia el centro».
Sin olvidar la rebaja de los impuestos sobre las rentas más altas, sobre los activos y sobre el capital, a fin de liberar recursos para inversiones productivas y poner fin al preocupante descenso de la participación en la riqueza total, medida sobre la base de la propiedad conjunta de bienes raíces, acciones, bonos, efectivo y otros activos, en poder del notorio 1 % superior de la población en su nivel más bajo desde 1922.
Un hecho significativo, atribuible sólo en parte al derrocamiento histórico de la arquitectura fiscal instaurada en el período previo al estallido de la crisis de 1929 por el presidente de EE.UU. Calvin Coolidge –y en particular por su secretario del Tesoro Andrew Mellon– y operada por Franklin D. Roosevelt.
La contracción de los ingresos percibidos por los grupos más ricos estuvo íntimamente ligada a la tendencia a la baja de los beneficios empresariales que, como intuyó en su momento Karl Marx, se produce siempre que se agudiza la competencia intercapitalista. En el presente caso, el aumento astronómico de la inversión y la productividad logrado por Europa Occidental y Japón no solo fue mayor que el capitalizado por los EE.UU., sino que también se logró en un entorno caracterizado por una baja inflación, un alto nivel de empleo y una mano de obra en rápido crecimiento.
Durante un cierto período, la rebaja del umbral de remuneración producida por el recrudecimiento del enfrentamiento entre EE.UU., Europa Occidental y Japón se vio compensada por el aumento vertiginoso de la masa de beneficios industriales generados por la bonanza económica (debida a la reconstrucción luego de la Segunda Guerra Mundial), pero a partir de mediados de la década de 1960, el margen había comenzado a reducirse gradualmente como resultado de la mayor exasperación de la competencia intercapitalista, combinada con el aumento generalizado de salarios y el fortalecimiento de las organizaciones sindicales.
Por otra parte, el desplome de Wall Street ocurrido entre 1969 y 1970 había asestado un duro golpe a las tendencias especulativas, desencadenando una espiral negativa destinada a prolongarse al menos hasta finales de 1978, con la liquidación de aproximadamente el 70 % del total de activos mantenidos por los 28 principales fondos de cobertura de EE.UU.
El fenómeno no dejó de llamar la atención de Lewis Powell, un juez del Tribunal Supremo de EE.UU. con trayectoria como abogado de las multinacionales del tabaco que en agosto de 1971 había enviado una célebre carta al funcionario de la Cámara de Comercio Eugene B. Sydnor. En el documento, elocuentemente titulado “Ataque al sistema estadounidense de libre empresa”, Powell lamentó el asedio ideológico y de valores que la “extrema izquierda, que es mucho más numerosa, y está mejor financiada y tolerada que nunca antes en la historia, ha impuesto al sistema empresarial. Lo que sorprende, sin embargo, es que las voces más críticas provienen de elementos muy respetables insertos en las universidades, en los medios de comunicación, en el mundo intelectual, artístico e incluso político […]. Casi la mitad de los estudiantes también están a favor de socializar industrias estadounidenses clave, como resultado de la difusión generalizada de propaganda engañosa que socava la confianza del público y los confunde”.
El juez proclamó entonces que había llegado el momento de que los negocios estadounidenses marcharan contra quienes pretenden destruirlos. Al respecto sostuvo:
Las empresas necesitan organizarse, planificar a largo plazo, regularse por un período ilimitado y coordinar esfuerzos financieros hacia un solo objetivo subyacente […]. La clase empresarial está llamada a sacar lecciones de las lecciones impartidas por el mundo de los trabajadores, a saber, que el poder político es un factor indispensable, que debe ser cultivado con compromiso y diligencia y ser explotado agresivamente […].
Quienes representan nuestros intereses económicos deben afilar sus armas […], ejercer una fuerte presión sobre todo el establishment político para asegurar su apoyo y golpear a los opositores sin demora girando sobre el sector judicial en la misma medida que lo hizo la izquierda en el pasado, sindicatos y grupos de derechos civiles […] capaces de lograr éxitos notables a nuestra costa.
Sin embargo, el pasaje más significativo de la carta es aquel en el que Powell llama la atención sobre la necesidad de tomar el control de la escuela y de los principales medios de comunicación, identificados como herramientas esenciales para «moldear» la mente de los individuos y así crear las condiciones político-culturales para la perenne reproducción del sistema capitalista. Evidentemente, Powell no había pasado por alto las reflexiones formuladas por Marx y Gramsci en torno al concepto de «hegemonía», que se ejerce mucho más eficazmente mediante una hábil manipulación de los aparatos educativos y mediáticos que mediante la coerción.
En su opinión, en realidad era necesario convencer a las grandes empresas para que pusieran a disposición sumas de dinero suficientes para relanzar la imagen del sistema a través de un trabajo refinado y minucioso de «construcción de consenso» al que deberían haberse aplicado profesionales muy bien pagados. “Nuestra presencia en los medios de comunicación, en las conferencias, en el mundo editorial y publicitario, en los tribunales y en las comisiones legislativas debe ser incomparablemente precisa y de un nivel excepcional”.
Otro aspecto crucial viene dado por el establecimiento de una relación de colaboración con las Universidades, preparatoria para la inclusión en las universidades de “docentes que creen firmemente en el modelo emprendedor […] [y que, en base a sus convicciones] evalúan los libros de texto a partir de las de economía, sociología y ciencia política”.
En cuanto a la información, “los televisores y radios tendrán que ser monitoreados constantemente con el mismo criterio que se utiliza para la evaluación de los libros de texto universitarios. Esto es especialmente cierto para los programas realizados en profundidad, de los que muy a menudo provienen algunas de las críticas más insidiosas al sistema empresarial […]. Los artículos que patrocinan nuestro modelo deben aparecer continuamente en la prensa y los quioscos también deben involucrarse en el Proyecto”.
El otro texto de referencia, complementario del memorándum de Powell, en el que se inspiraron los trilateralistas fue The Second American Revolution de John D. Rockefeller III, un auténtico manifiesto ideológico publicado por el Council on Foreign Relations en 1973 en el que se proponía limitar drásticamente el poder de los gobiernos a través de un programa de liberalización y privatización destinado a despojar a las autoridades estatales de algunas de sus funciones regulatorias fundamentales y revocar las políticas keynesianas vigentes desde los días del New Deal con miras a volver al modelo darwiniano y altamente desregulado que duró hasta que Franklin D. Roosevelt llegó al poder.
La implementación de los diseños trilateralistas, favorecida por la proliferación de fundaciones (habría sido particularmente incisivo el activismo de las del Medio Oeste, encabezadas por las familias Olin, Koch, Richardson, Mellon Scaife y Bradley) y por la aplicación práctica de una serie de medidas indicadas en un impactante informe sobre la «crisis de la democracia» elaborado por los politólogos Samuel Huntington, Michel Crozier y Joji Watanuki en nombre de la Comisión, se llevó a cabo bajo la presidencia de Jimmy Carter en EE.UU.
Es decir, el candidato demócrata que salió victorioso de las elecciones de 1976 gracias a una impresionante campaña mediática centrada en responsabilizar a la administración pública respecto del surgimiento de toda una serie de problemas que atenazaban a EE.UU., empezando por la ineficiencia provocada por la excesiva burocratización y la «injerencia» en la vida económica en detrimento de la plena valorización del potencial económico del país.
Significativamente, hasta 26 miembros de la Comisión Trilateral fueron reclutados por la administración Carter, incluidos Walter Mondale (vicepresidente), Cyrus Vance (secretario de Estado), Harold Brown (secretario de Defensa), Michael Blumenthal (secretario del Tesoro) y Zbigniew Brzezinski (consejero de Seguridad Nacional).
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