POR VIJAY PRASHAD
Hay momentos en la vida en los que uno quiere dejar a un lado la complejidad y volver a la esencia de las cosas. La semana pasada, viajaba en una embarcación por el mar Caribe, de Isla Grande a tierra firme en Colombia, cuando comenzó a llover torrencialmente. Aunque nuestra embarcación era modesta, no corríamos mayor peligro con Ever de la Rosa Morales en el timón, líder de la comunidad afrocolombiana de las veintisiete Islas del Rosario (situadas frente a la costa de Cartagena). Durante el aguacero, me invadieron una serie de emociones humanas, desde el miedo hasta el estremecimiento. Esa lluvia estaba relacionada con el huracán Beryl, una tormenta que azotó Jamaica con un nivel de categoría cuatro (el más alto que ha experimentado el país) y luego se dirigió hacia México con una ferocidad más atenuada.
El poeta haitiano Frankétienne canta el “dialecto de los huracanes lunáticos”, la “locura de los vientos que chocan” y la “histeria del mar que ruge”. Son expresiones apropiadas para describir cómo experimentamos el poder de la naturaleza, un poder que se ha duplicado como consecuencia de los daños que le inflige el capitalismo. El Quinto Informe de Evaluación del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático sugiere que el Atlántico Norte ha experimentado, con casi total seguridad, huracanes más fuertes y frecuentes desde la década de 1970. Los científicos afirman que las emisiones de gases de efecto invernadero a largo plazo han provocado un calentamiento de las aguas oceánicas, que recogen más humedad y energía y provocan vientos más fuertes y más precipitaciones.
En Isla Grande, lugar donde los piratas ocultaban su botín y adonde huyeron hace más de quinientos años lxs africanxs que escapaban de la esclavitud, lxs residentes se reunieron en asamblea a principios de julio para discutir la necesidad de una central eléctrica que beneficie a lxs isleñxs. La asamblea forma parte de una larga lucha que les permitió permanecer en estas islas, a pesar del intento de la oligarquía colombiana de desalojarlxs en 1984, y logró expulsar al acaudalado propietario de las mejores tierras de Isla Grande, sobre las que construyeron el pueblo de Orika mediante un proceso denominado minga (solidaridad comunitaria). Esta Junta de Acción Comunal, que dirigió la lucha para defender sus tierras, se llama ahora Consejo Comunitario de las Islas del Rosario. Parte de ese consejo celebró la asamblea, un ejemplo de la minga permanente.
La isla está unida por este espíritu de minga y por los manglares, que preservan el hábitat frente a la subida de las aguas. La asamblea de residentxs sabe que debe ampliar su capacidad eléctrica, no sólo para promover el ecoturismo, también para su propio uso. Pero, ¿cómo pueden generar electricidad en estas pequeñas islas?
El día de las lluvias, el presidente de Colombia, Gustavo Petro, visitó el municipio de Sabanalarga (Atlántico), para inaugurar el Parque Bosques Solares de Bolívar, un complejo de cinco parques solares con una capacidad de 100 megawatts. Este Parque beneficiará a 400.000 colombianxs y reducirá la emisión de 110.212 toneladas anuales de CO2 (lo que equivale a 4,3 millones de viajes en automóvil de Barranquilla a Cartagena). En este evento, Petro hizo un llamado a lxs alcaldes del Caribe colombiano para que construyan parques solares de 10 megawatts en cada municipio, y de este modo reduzcan las tarifas eléctricas, descarbonicen su economía y promuevan el desarrollo sostenible. Tal vez esta sea la solución más concreta a la fecha para las islas, cuyas costas están siendo devoradas por la subida de las aguas.
Mientras Petro hablaba en Sabanalarga, recordé su discurso ante las Naciones Unidas del año pasado, en el que hizo un llamamiento a lxs líderes mundiales para que reconocieran las “crisis de la vida” y solucionaran juntos nuestros problemas en lugar de “perder el tiempo matándonos entre nosotros”. En ese discurso, Petro describió líricamente la situación en 2070, dentro de cuarenta y seis años. En ese año, dijo, Colombia será “sólo desiertos”. La gente se irá al norte, ya no atraída por las lentejuelas de la riqueza, sino por algo más simple y vital: el agua. “Miles de millones”, dijo, “desafiarán a los ejércitos y cambiarán la tierra” mientras viajan en busca de las fuentes de agua que quedan.
Esta distopía debe ser evitada. Para ello, como mínimo, dijo Petro, debemos financiar plenamente los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), establecidos por un tratado en 2015. Aunque el proceso de elaboración de estos ODS está plagado de dificultades, como la forma en que desarticulan problemas intrínsicamente relacionados (la pobreza y el agua, por ejemplo), el hecho que existan y hayan sido aceptados por los gobiernos del mundo brinda la oportunidad de insistir en que se tomen en serio. El 8 de julio, el Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas inauguró el Foro Político de Alto Nivel sobre Desarrollo Sostenible 2024, que tendrá una duración de 10 días. La brecha entre los fondos comprometidos para cumplir los ODS y la cantidad real proporcionada para implementar el programa en los países en desarrollo es ahora de 4 billones de dólares al año (frente a los 2,5 billones de dólares en 2019). Es improbable que este foro obtenga resultados significativos sin financiamiento suficiente.
Anticipándose al foro, la ONU publicó el Informe sobre los Objetivos de Desarrollo Sostenible 2024, que muestra que solo se han logrado avances “mínimos o moderados” respecto a casi la mitad de los diecisiete objetivos, y que más de un tercio se han estancado o han retrocedido. Mientras que el primer objetivo de desarrollo sostenible es erradicar la pobreza, por ejemplo, el informe señala que “la tasa mundial de extrema pobreza aumentó en 2020 por primera vez en décadas”, y que para 2030, al menos 590 millones de personas estarán en situación de extrema pobreza y menos de uno de cada tres países reducirá a la mitad la pobreza nacional. Del mismo modo, aunque el segundo objetivo es acabar con el hambre, en 2022 una de cada diez personas padecía hambre, 2.400 millones vivían en una situación de inseguridad alimentaria moderada o grave y 148 millones de niños menores de cinco años sufrían retraso en el crecimiento. Estos dos objetivos, acabar con la pobreza y terminar con el hambre, son quizá los que cuentan con un mayor consenso mundial. Y, sin embargo, no estamos ni siquiera cerca de alcanzar una interpretación modesta de estos objetivos. Acabar con la pobreza y el hambre también ayudaría en el quinto ODS, la desigualdad de género, ya que reduciría la creciente carga de trabajo de cuidados que recae sobre todo en las mujeres, que soportan en gran medida el peso de las políticas de austeridad.
Existe, como dijo el presidente Petro, una “crisis de la vida”. Parece que preferimos la muerte a la vida. Cada año gastamos más y más en el ejército mundial. Al 2022 esta cifra se acercaba ya a los 2,87 billones de dólares anuales, que es justo lo que se necesita para financiar los ODS durante un año. Es extraño cómo lxs defensores un planeta en guerra afirman que son realistas, mientras quienes quieren un planeta de paz son vistos como idealistas. De hecho, lxs que quieren un planeta en guerra son exterminadores, y quienes abogamos por un planeta de paz somos lxs únicos realistas posibles. La realidad exige la paz por encima de la guerra, que nuestros preciosos recursos se inviertan en resolver nuestros problemas comunes – el cambio climático, la pobreza, el hambre, el analfabetismo – por encima de todo lo demás.
En septiembre de 2023, un mes antes de que comenzara el actual ataque genocida contra Gaza, Petro pidió a la ONU que patrocinara dos conferencias de paz, una para Ucrania y otra para Palestina. Si se logra la paz en estos dos puntos de conflicto, dijo Petro, “nos enseñarían a hacer la paz en todas las regiones del planeta”. Esta sugerencia perfectamente razonable fue ignorada entonces y lo sigue siendo ahora. Sin embargo, esto no impidió que Petro organizara un multitudinario concierto latinoamericano por la paz en Palestina a principios de julio.
Nuestras decisiones son una locura. Los ingresos solo de los cinco principales traficantes de armas (todos domiciliados en Estados Unidos) alcanzan los 276 mil millones de dólares, una cifra que debería ser un reproche permanente a la humanidad. Lxs israelíes han lanzado unas 13.050 “bombas tontas” (o no guiadas) MK-84 sobre Gaza, que tienen una capacidad explosiva cercana a los 900 kgs por unidad. Cada una de estas bombas cuesta 16.000 dólares, por lo que su costo en sí supera los 200 millones de dólares. Resulta extraño que los mismos gobiernos (incluido el de Estados Unidos) que suministran a Israel estas bombas y que le dan cobertura política, a su vez financien a Naciones Unidas para desmantelar las “bombas tontas” sin explotar en Gaza durante la pausa entre bombardeos. Mientras tanto, la ayuda para el socorro y el desarrollo en el Territorio Palestino Ocupado (que incluye Gaza) se ha mantenido en cientos de millones – en un buen año. Se ha gastado más en armas y menos en la vida – la fealdad de nuestra humanidad necesita ser transformada.
Mohamed Sulaiman es un joven artista que creció en el campamento de refugiados de Smara (Argelia) de lxs desplazadxs del Sáhara Occidental. Después de estudiar en la Universidad argelina de Batna, Sulaiman regresó al campamento para hacer su arte, basado en tradiciones de caligrafía que utilizan las historias orales del pueblo saharaui, así como poemas de escritores árabes contemporáneos. En 2016, Sulaiman fundó el Motif Art Studio, construyéndolo para que se pareciera a las casas del desierto pero con materiales reciclados. En su estudio, inaugurado en 2017, Sulaiman cuelga Libertad roja, que lleva un verso del poeta egipcio Ahmad Shawqi (1868-1932): “La libertad roja tiene una puerta a la que llama cada mano manchada de sangre”. El verso procede de “La difícil situación de Damasco”, un poema que reflexiona sobre la destrucción de Damasco por los franceses en 1916 como venganza por la revuelta árabe. El poema expresa no sólo la fealdad de la guerra, sino también la promesa de un futuro:
Las patrias tienen, en la sangre de lxs que son libres,
Una mano que vino antes y con la que tenemos una deuda.
La mano manchada de sangre es la mano de quienes antes que nosotrxs han luchado por construir un mundo mejor, muchos de los que han muerto en esa lucha. Con ellxs y con las generaciones futuras tenemos una deuda. Debemos convertir esta “crisis de la vida” en una oportunidad para “vivir lejos del apocalipsis”, como dijo Petro el año pasado: “Que bonito horizonte en medio de la tempestad y las oscuridades del hoy. Horizonte que sabe a esperanza”.