POR SANTIAGO PULIDO RUIZ
Desde los primeros meses de gobierno del Pacto Histórico, los principales medios de comunicación de Colombia han insistido en que el presidente Gustavo Petro ha convertido a la prensa en su principal “enemigo”. Cada cuestionamiento por parte del mandatario es visto como un ataque a la libertad informativa. En las últimas semanas, este relato ha tomado mayor fuerza tras las declaraciones en plaza pública en las que el Presidente cuestiona la relación entre las principales editoriales y los grandes poderes corporativos. Todo esto, según Petro, ha creado un ambiente de inestabilidad alrededor de la aprobación legislativa de sus reformas.
El cuestionamiento del Gobierno (que es también el de su base social y electoral) es, desde todo punto de vista, válido. Sin embargo, la prensa, antes que reconocer el tipo de intereses que defiende en sus notas editoriales, pone en duda el carácter democrático del gobierno, denunciándolo por supuestas restricciones a la libertad de prensa. Esta conclusión -tan bien recibida en los círculos de periodistas cercanos al poder económico y entre los defensores del régimen neoliberal– ignora una cuestión central: en democracia, todo poder es objeto de crítica y de escrutinio público. Desde luego, el poder mediático también debe serlo (aún más si depende de financiación privada).
Hasta hace algunas semanas, el principal problema del Gobierno, según los medios, era su relativa ruptura con la tecnocracia neoliberal, ahora es su crítica y sus “ataques” permanentes a la prensa. En ambos casos hay un rasgo común: tanto los tecnócratas como los periodistas suponen que están por fuera de las contradicciones políticas, institucionales y económicas, es decir, creen que las relaciones de poder no atraviesan su oficio. Serían, según eso, la “consciencia crítica” y la sensatez frente a la improvisación “populista” de los gobiernos de turno.
No obstante, es evidente que tanto los tecnócratas como los periodistas obedecen a una específica agenda político-económica y mantienen vínculos orgánicos con las altas esferas del poder. Son, en sentido estricto, los agentes técnicos e intelectuales del establecimiento. La relación con el poder solo les resulta tensionante o incomoda cuando se trata de un proyecto político de reforma y transformación social que cuestiona el grado de influencia de los empresarios en la opinión pública. En ese caso, la defensa de los intereses privados se disfraza de independencia periodística.
De hecho, cuando las grandes editoriales (propiedad de grupos corporativos) enfilan su aparato mediático en contra de los procesos de transformación, no lo hacen en nombre de la democracia ni de la independencia, sino en defensa del bloque de intereses de las élites. Entonces, ¿quién juzga la responsabilidad pública y democrática que tienen los medios de comunicación privados con la sociedad? Si en democracia todo poder es objeto de crítica, ¿qué les hace pensar a los grandes poderes mediáticos que tienen derecho a saltarse la regla?
Recientemente, con el argumento de la “libertad de prensa” se justificaron ataques profundamente racistas y clasistas en contra de la vicepresidenta Francia Márquez por parte de algunos medios. Allí no operó ningún tipo de autocrítica por parte del gremio de periodistas, por el contrario, se siguen reproduciendo discursos reaccionarios entre los conglomerados mediáticos privados. Ahora bien, el asunto de la libertad de prensa va más allá de los marcos discursivos y mediáticos y se afianza en intereses materiales: no hay tal libertad informativa si buena parte de los medios de comunicación son propiedad de un reducido sector económico.
El derecho a la información se ve fuertemente amenazado cuando gran parte de los medios son capturados por pequeños grupos de poder. Ahí, el sentido liberal de la competencia y la pluralidad se ve disminuido ante el poder completamente desregulado que adquieren los grupos empresariales en la difusión de noticias e información. De modo tal que la crítica al poder mediático-corporativo es tan legítima y necesaria como la crítica al poder político. Ambas constituyen soportes del orden democrático y republicano.
La izquierda democrática y los sectores progresistas deben partir, en ese sentido, de un hecho: no es suficiente con ampliar la competencia de los medios públicos, es necesario, además, exigir un mínimo de regulación estatal a los poderes privados en cuanto a su capacidad de cooptar medios informativos. En todo sistema democrático, el derecho a la difusión de la información debe cumplir con unos mínimos de responsabilidad, sobre todo, cuando se trata de poderes privados que cumplen una función en el marco de disputas por el poder político.
Finalmente, los medios de comunicación no son agentes neutrales ni correas de transmisión informativas, sino grandes estructuras ideológicas. En nuestras sociedades mediatizadas, los medios informativos no solo definen u organizan los temas de discusión política, sino que, además, jerarquizan la agenda política nacional. Es decir, tienen la capacidad de desplazar los marcos del debate e imponer agenda a los gobiernos. De allí que sea necesario abrir la discusión, entre los sectores de izquierda, alrededor de la democratización del poder mediático como condición de posibilidad del cambio y la transformación cultural.
No hay futuro político y electoral para la izquierda sin una estrategia de poder mediático. En palabras de Gramsci, la izquierda democrática, para ser verdaderamente hegemónica, debe avanzar en una profunda reforma cultural, moral e intelectual de nuestra sociedad. Sin duda, a este ciclo progresista de baja intensidad le sigue quedando pendiente tal desafío.
Militancia y Sociedad, Ibagué, Colombia.
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