
POR OMAR ROMERO DÍAZ /
En un mundo al revés, la justicia es una amenaza y la impunidad una política de Estado. Lo que ocurre hoy en Guatemala y Colombia no es una coincidencia, es un espejo siniestro de cómo se castiga a quienes enfrentan el poder económico mafioso y se premia a quienes lo protegen. Dos países, dos caminos, un mismo patrón: el ‘lawfare’ (guerra jurídica) como instrumento de retaliación y la omisión como forma de complicidad.
En Guatemala, la actual Fiscal de Colombia, Luz Adriana Camargo y el exministro de Defensa, Iván Velásquez, quienes lideraron una comisión de investigación de Naciones Unidas que se atrevió a llevar ante la justicia a empresarios y políticos implicados en el escándalo de Odebrecht en ese país centroamericano enfrentan hoy una orden de captura promovida por una Fiscalía con vínculos evidentes con el poder corrupto que ellos denunciaron. Su “crimen” fue romper el pacto de silencio, documentar los sobornos y lograr que la multinacional brasileña reconociera su responsabilidad y acordara pagar una indemnización al Estado.
Por cumplir con su deber, son ahora perseguidos, en clara violación de los tratados internacionales que garantizan su inmunidad como exintegrantes de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG).
Pero mientras en Guatemala se criminaliza a quienes combatieron la corrupción, en Colombia se premia con impunidad a quien la facilitó. La exprocuradora uribista Margarita Cabello Blanco dejó perder la oportunidad histórica de hacer efectiva una sanción de más de 800.000 millones de pesos contra Odebrecht, impuesta por el Tribunal Administrativo de Cundinamarca en 2018 por el escándalo de la Ruta del Sol II. En 2023, el Consejo de Estado tumbó esa sanción. La razón no fue jurídica, sino política: Cabello, teniendo la facultad de interponer una tutela, se negó a hacerlo, a pesar de las múltiples solicitudes de organizaciones civiles como Justicia y Transparencia por Colombia.
Lo más grave no es la caída de la sanción, sino la actitud deliberada de la Procuraduría: dio largas, se excusó con delegados, rechazó colaborar en acciones legales y terminó por guardar un silencio cómplice. Así, mientras en Guatemala se exigía reparación, en Colombia se alegó que “ya no era el momento”, en concepto de la exjefa del Ministerio Público. Como si la justicia tuviera fecha de vencimiento cuando los corruptos son poderosos.
Este contraste revela algo más profundo: una arquitectura del poder construida para proteger a los intocables. La Fiscal colombiana y el extitular de la cartera de Defensa que realizaron la investigación en Guatemala que hoy son blanco de persecución fueron parte del equipo que realizó una investigación rigurosa que expuso cómo Odebrecht compró voluntades para beneficiarse con contratos millonarios. Su trabajo permitió revelar la verdad y avanzar hacia una reparación concreta. Pero al tocar a las oligarquías políticas y empresariales, se convirtieron en enemigos del sistema.
Mientras tanto, en Colombia, la connivencia entre instituciones y grandes conglomerados económicos como el Grupo Aval ha sido constante. El Estado no solo ha sido incapaz de sancionar a Odebrecht, sino que, a través de la inacción de sus órganos de control, ha consolidado la impunidad. Los intereses privados prevalecieron sobre el interés general, y se dejó perder dinero público que jamás será recuperado. La lección es clara: aquí, quien no actúa, asciende; quien actúa, es perseguido.
No se trata solo de dos casos aislados. Se trata de una estructura transnacional de protección mutua entre mafias, empresas y sectores políticos. Se castiga la memoria, se borra la verdad y se fabrican expedientes contra quienes la defienden. A eso se le llama criminalización selectiva: perseguir a quienes incomodan al poder económico mientras se oculta la responsabilidad de los verdaderos saqueadores del Estado.

La inmunidad internacional no significa impunidad. La Fiscal colombiana, como ella misma lo ha afirmado, puede y debe ser investigada si hay méritos, pero conforme al debido proceso internacional, no como retaliación por haber tocado a los poderosos.
Lo que está ocurriendo hoy es un intento burdo de silenciar su legado y de enviar un mensaje a futuros funcionarios públicos: “no te metas con los grandes, o pagarás las consecuencias”.
Colombia debería mirarse en ese espejo y sentir vergüenza. Aquí, la exprocuradora que facilitó la pérdida de una millonaria reparación sigue tranquila, sin responderle al país por su negligencia. No hay investigaciones en curso, ni sanciones, ni siquiera un debate público serio sobre el costo de su omisión.
La lucha contra la corrupción no puede depender del azar o del coraje individual. Necesitamos instituciones que no se arrodillen ante el poder económico, una justicia que no seleccione a sus enemigos por conveniencia política, y una sociedad civil que no se canse de exigir cuentas.
Porque lo que está en juego no es solo un proceso judicial ni un monto perdido. Es el mensaje que se envía a toda una generación: que, en América Latina, luchar contra la corrupción todavía puede costarte la libertad, pero protegerla te garantiza el cargo.