POR LUIS EDUARDO MARTÍNEZ ARROYO
La siguiente ponencia fue dedicada a la memoria de Óscar Torres López, mi amigo entrañable, quien murió el 20 de septiembre de 2021. Y leída durante el desarrollo del IV Congreso de Derechos Humanos organizado por la Universidad Cooperativa de Colombia, Seccional Montería.
En los tiempos que corren, como también en los que transcurrieron, las preocupaciones de los analistas y estudiosos de las sociedades por estos dos temas no han sido pocas. Pero, en verdad, casi siempre se los ha tratado por separado. En la Grecia antigua destacaron autores como Platón y Aristóteles, por sus muy particulares visiones de la sociedad de su tiempo relacionadas con la forma en que debía ser gobernada y por quiénes.
Aristocracia, tiranía, timocracia, democracia y oligarquía, son las cinco formas de gobierno concebidas por Platón (La República), de las cuales solo la primera es prenda de garantía, por aquello de que está regida por los mejores, puesto que en otras como la democracia impera el caos, ya que en ella los “pobres, victoriosos de sus contrarios, matan a unos, destierran a otros, y comparten igualitariamente con los que quedan el gobierno y las magistraturas, que en este régimen suelen repartirse por sorteo”. Con Platón la democracia no corrió buena suerte, pues en el Político es caracterizada como “el gobierno del número y de los muchos o de la multitud”.
No tuvo mejor destino la democracia en la mirada del quizás más famoso de los estagiritas, Aristóteles, quien no ahorró descalificaciones para ella tanto como para que la incluyera en las formas corruptas de gobierno de la clasificación que elaboró entre tres modos impuros y tres modos puros de gobernar. Es el gobierno con ventaja de los pobres. La lista de pensadores y gobernantes de los tiempos previos a la modernidad adversos a la democracia podría ser exhaustiva.
Esta visión se hizo extensiva a quienes les correspondió inaugurar la época del nacimiento de los Estados Unidos de Norteamérica. James Madison, Alexander Hamilton y John Jay, cuyas opiniones sobre lo que debería ser la naturaleza de la naciente entidad territorial y política fueron recopiladas y publicadas en lo que pasaría a la historia como El Federalista, no ocultaron sus intenciones de desproveer de cualquier atisbo de militancia de multitudes al nuevo orden. Sus prevenciones frente a todo intento de concebirlo pegado a las tradiciones de la democracia griega antigua, fueron expresadas de modo oportuno y sin lugar a malentendidos. Por su extenso tamaño la Unión no sería adecuada para los devaneos democráticos de los griegos de Clístenes; tampoco campo fértil para las luchas intestinas de las repúblicas italianas del medioevo, con su estructura político-administrativa comunal.
Hamilton, por ejemplo, (El Federalista, IX), no oculta su predilección por las repúblicas basadas en extensos territorios, de allí el porqué de su crítica a las guerras en las pequeñas repúblicas griegas e italianas, las unas distantes de las otras en el tiempo. Y le confiere a la adopción de una Constitución la virtud de evitar que la humanidad tuviera que haberse visto obligada a vivir bajo el gobierno de una sola persona. Esta nueva forma de gobierno tiene las ventajas internas del modelo republicano al lado de la fortaleza externa del monárquico. El articulista está haciendo suya la concepción de Montesquieu en su Espíritu de las Leyes.
La mixtura Constitución (República Confederada)-Monarquía sirve para aprovechar las características de la segunda en materia de política exterior, vrgr. en el área de la defensa, pero también en la de crecimiento e influencia en otros países y continentes. La monarquía fue la forma de gobierno con la que varios estados europeos alcanzaron el status de imperios, recuérdese no más a Holanda, España, Francia, Inglaterra y Rusia.
La desconfianza de los federalistas, los articulistas de El Federalista, hacia el gobierno popular estuvo motivada por la natural inclinación de las multitudes y grandes masas de sembrar la incredulidad hacia las instituciones públicas y los compromisos que las soportan, propia de los espíritus facciosos y de partido. Que estos sean o no numerosos no importa, pues de todas maneras siempre estarán movidos por la pasión común o el espíritu contrario a los derechos de los restantes ciudadanos o a los intereses de la comunidad vista en su totalidad.
Madison (El Federalista X), después de fracasar en el intento de encontrar las raíces de los descontentos sociales, concluye que “la fuente de discordia más común y persistente es la desigualdad en la distribución de las propiedades”. Que existen diferencias similares entre acreedores y deudores. Que, asimismo, hay sentimientos e intereses diversos entre titulares de propiedad raíz, fabricantes, comerciantes, de los grupos adinerados y que una legislación moderna puede ordenar esta gama de desencuentros, aunque eso hace actuar al espíritu de partido y de bandería en las operaciones inevitables y ordinarias del gobierno.
El memorialista era sabedor de los nuevos retos que debería enfrentar la novel institucionalidad norteamericana, que como se dijo antes estaba nutrida y rodeada de los más diversos tipos de intereses. De ahí su preocupación por impedir que la justicia se politizara y que los jueces litigaran en causa propia.
Pero sin duda una gran intranquilidad se erguía ante el carácter levantisco y disolvente de las huestes que conformaban el gobierno democrático puro. Estas, en su parecer, integraban un pequeño grupo que se ponía al frente del gobierno y que no podía evitar los riesgos del sectarismo. El modelo cuasi conspirativo será caldo de cultivo para organizar sacrificios de los partidos más débiles y los sujetos más odiados. El resultado ha sido la turbulencia y las pugnas; su incompatibilidad con la seguridad personal y los derechos de propiedad. El corolario ha estado en su corta vida y violenta muerte.
La república, por el contrario, -nótese que aquí democracia y república son antagónicas, y que el paso del tiempo y las conveniencias de la política las hicieron gemelarse- el gobierno en el que opera la representación, entrega distintas vistas y visiones y ofrece las soluciones tan buscadas. La eficacia republicana, según Madison, en oposición al caos democrático, radica en la escogencia de un selecto grupo de ciudadanos (no olvidar la aristocracia de Platón), hecha por los restantes, que le delega la condición gubernamental; y una segunda característica radica en que la república puede tener un mayor número de ciudadanos y mayor extensión de territorio, contraria a las que mostraba la democracia griega antigua.
Parece fuera de toda duda que la preocupación básica de los federalistas, al menos de los tres que hemos mencionado en estas notas, era dotar al nuevo orden político nacido de la lucha independentista contra la corona británica, de una nueva Constitución que rigiera la República Confederada aposentada en el extenso territorio, apoyada en las mejores tradiciones de la monarquía relativas a la política exterior y que repeliera los intentos protervos del espíritu sectario de los partidos y la bandería.
Este temor por la presencia de grandes masas en el escenario político trascendió los tiempos, tanto como para que cuando surgieron el fascismo, el stalinismo y el nazismo, una de las características comunes de los tres que les asignaron los analistas de ese entonces y del después, fue la presencia masiva en las calles de afectos a ellos, sobre todo en los casos italiano y alemán. El totalitarismo, se dijo, utiliza las multitudes como arma para atemorizar a los opositores.
Los temores de los miembros de la trilogía sagrada parecieron tomar fuerza en otros intelectuales, tal fue el caso del historiador francés Alexis De Tocqueville, quien en su afamado libro La democracia en América dejó transpirar parte de esos prejuicios contramayoritarios, en este caso contra la dictadura de las mayorías democráticas. Mayorías que hacían irrespirable el ambiente. Norteamérica era el país donde menos espíritu independiente y libertad de discusión existía. El ejercicio de pensamiento libérrimo aun en las monarquías más ásperas de Europa, no era posible allí por la pesada carga que suponía la dictadura de las mayorías.
Alrededor del pensamiento, en Norteamérica la mayoría delinea un círculo cuasi inexpugnable, dentro del cual los escritores son libres, siempre que no lo trasciendan. Si por temeridad lo hicieran se harían acreedores a una serie de medidas no oficiales ni expresas: perderían la posibilidad de incursionar en la carrera política, los que antes fungían como amigos ahora son sus adversarios declarados, los que los censuran lo hacen en público y los que están de acuerdo con ellos callan. El silencio es el cierre natural e inevitable de los locuaces.
De Tocqueville no solo dijo eso de la democracia norteamericana, también había dicho de sus líderes que alcanzaron su preeminencia sobre los indígenas de una manera que a los españoles no les fue posible. Mientras los ibéricos no los exterminaron ni les impidieron compartir sus derechos, “los americanos de los Estados Unidos han alcanzado ese doble resultado con una maravillosa facilidad, tranquilamente, legalmente, filantrópicamente, sin derramar sangre, sin violar uno solo de los grandes principios de la moral a los ojos del mundo. No se podría destruir a los hombres respetando mejor las leyes de la Humanidad” (De Tocqueville, la democracia en América). El historiador francés calificó como una tiranía la que ejercían los blancos norteamericanos sobre los indígenas y los negros.
Pero la democracia representativa no solo ha encontrado en su discurrir esos pecados. El liberalismo político, cuyo fundamento esencial es la defensa y preservación de los derechos individuales, entre los cuales sobresale el de la propiedad, ha vivido acompañado de algunos otros lunares y no precisamente de esos que hacen más agraciados ciertos rostros humanos. John Calhoun, vicepresidente norteamericano a mediados del siglo XIX, y vocero indiscutido del liberalismo, fue también un ferviente vocero de los esclavistas y de la esclavitud, a la que calificó como un “bien positivo” irrenunciable por la civilización en modo alguno, en razón de ser una forma de propiedad legítima respaldada por la Constitución.
El historiador británico Perry Anderson ha comentado en una breve exposición denominada Los resultados de las revoluciones y el contexto geohistórico, que Barrington Moore, entre otros muchos investigadores, ha puesto de relieve la brutalidad oficial habida entre los fines de la revolución inglesa de los un mil seiscientos y los años en que surgió la moderna democracia representativa, a finales del siglo XIX, ejercida sobre miles de mujeres y hombres ingleses, materializada con mayor énfasis en los expropiados campesinos. Así mismo, los efectos nocivos de la Revolución Industrial.
La animadversión de los republicanos modernos hacia la democracia ateniense tuvo una paradójica manifestación en la representativa, pues esta terminó replicando algunos de los vicios de aquella o unos parecidos. Mientras la griega estaba diseñada para varones griegos, mayores de edad, libres, la representativa excluía esclavos, desposeídos de patrimonio, mujeres y debió esperar que transcurrieran casi tres siglos entre el triunfo de la revolución inglesa y la adopción del sufragio universal en este país en los años veinte del siglo ídem.
La economía de plantación, soportada buena parte en el trabajo esclavo usufructuado por los imperios holandés, francés, inglés, español y por los esclavistas sudistas norteamericanos, fue una asidua compañera del nacimiento, florecimiento y expansión de las ideas liberales que acolchonaron la democracia representativa.
La Ciencia Política ha estado cruzada en ocasiones por debates que han intentado establecer conexiones entre sistemas políticos y la economía. Los años sesenta y setenta del siglo XX fueron escenario de estos debates. Interrogantes acerca de si el crecimiento económico en los países estaba acompañado de sólidos niveles de democracia, fueron planteados. Casos como la dictadura militar chilena de Pinochet, la de Corea del Sur, militan en contrario de esta suposición. No se encuentran siempre altos niveles de democracia y consolidados indicadores de crecimiento y desarrollo económico, de modo simultáneo en un país.
La segunda posguerra vino aparejada del surgimiento de organismos internacionales financieros, cuya finalidad primigenia fue diseñar políticas que impidieran la reedición de crisis económicas como la iniciada en la primera posguerra, cuyo culmen fue el crack de la Bolsa de Nueva York en 1929, y que contribuyó a la llegada de los nazis al poder en 1933 en Alemania, y por ende a los inicios y desarrollo de la IIGM. El intervencionismo estatal en la economía fue pronto modificado por la omnipresencia del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional en los destinos de los programas económicos de los estados miembros. Tanto eso es así que la elección de gobernantes por sus connacionales no deja de ser sino una formalidad, pues al fin y al cabo la economía que caminará en el territorio será la que diseñen los ejecutivos de los dos organismos mencionados, en cuya elección y escogencia no ha participado ningún ciudadano del mundo.
Aquellos que con cierta suspicacia han sugerido que la democracia representativa fue diseñada para que la ciudadanía se desinteresara por los temas de la política, gobierno y estado, tienen en el rol fondomonetarista y banmundialista un nuevo ingrediente para esgrimir.
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