LA JORNADA /
El conflicto en Siria es uno de los más complejos y prolongados del siglo XXI, y su análisis suele limitarse a una perspectiva geopolítica que no logra captar la profundidad de las dinámicas internas del país.
Aunque la intervención de actores externos como Rusia, Irán y las potencias occidentales ha sido crucial, es esencial comprender los problemas estructurales que se remontan incluso a décadas antes de la llegada de Bashar al-Assad al poder.
El gobierno de Bashar al Assad fue derrocado el pasado sábado 7 de diciembre, tras apenas una semana de una ofensiva sorpresa por parte de grupos armados financiados por Turquía, vieja enemiga del mandatario depuesto. Según informaron voceros de las milicias que ahora parecen estar al mando en Siria, poco antes de que se apoderasen del aeropuerto de Damasco, Al Assad partió en un vuelo con rumbo desconocido, lo que supondría el final de medio siglo de su familia en el poder.
Lo más desconcertante en esta cadena de sucesos es el desmoronamiento súbito del Ejército sirio, cuando parecía fortalecido por años de relativa estabilidad de los frentes, control sobre las principales ciudades y baja intensidad de los combates intermitentes. La rapidez con que se ha desvanecido el Gobierno, sin que sus tropas hicieran ningún esfuerzo creíble por sostenerlo, obliga a preguntarse si detrás de los acontecimientos hay una traición de los altos mandos, convenios secretos entre las partes, una insólita ineptitud de las agencias de inteligencia que no supieron –o no informaron– nada sobre los preparativos para un alzamiento de estas dimensiones, una corrosión silenciosa pero inexorable del régimen o una combinación de varios de tales factores.
Con independencia de las valoraciones que se hagan del gobierno de Al Assad, su inesperada caída deja más dudas que certezas, más inquietudes que esperanzas para quien se plantee seguir los acontecimientos de Medio Oriente con rigor y empatía hacia las mayorías que sufren la guerra sin tener participación ni responsabilidad alguna en ella. A primera vista, los únicos ganadores en el desenlace del conflicto que inició en 2011 y que parecía congelado desde 2016 son Occidente, el régimen israelí genocida de Benjamin Netanyahu y el presidente turco Recep Tayyip Erdogan, no menos impresentable que el depuesto mandatario sirio.
Del bando de los perdedores se ubican Moscú y Teherán, principales valedores del baazismo, así como los palestinos, que ahora padecerán a un Tel Aviv reforzado y envalentonado. Que el pueblo sirio deba clasificarse de un lado o del otro dependerá de si la fulgurante revuelta lleva al establecimiento de un gobierno de unidad, estable, fuerte y dispuesto a someterse al imperio de la ley y a la soberanía popular, o si deriva en uno de dos posibles males: una interminable lucha de facciones o un régimen tan despótico como el anterior, pero con el agravante del extremismo religioso que practican las milicias victoriosas.
En este sentido, vale recordar que el baazismo sirio se emparentaba con el iraquí del asesinado Saddam Hussein, en su peculiar manera de conjugar el autoritarismo político con una tolerancia religiosa escasa en la región. De hecho, con la caída de Al Assad, ahora todos los países de Medio Oriente son Estados confesionales de iure o de facto, lo que no augura nada bueno para la tolerancia y la vigencia de los derechos humanos. La única excepción es Líbano, donde la correlación de fuerzas ha mantenido la coexistencia de hasta 18 credos, aunque con deplorables episodios de violencia sectaria.
La instalación de un régimen títere de Occidente, encabezado por los millonarios, activistas, aventureros, conspiradores y vendedores de humo que viven exilios dorados en Estados Unidos, Reino Unido y la Unión Europea convertiría a Siria en una cuña más de esas potencias en la región, a semejanza de Israel. Este camino supondría un riesgo para la soberanía de todos sus vecinos y podría desembocar en el sometimiento de la región a un sistema neocolonial, como Washington, Londres, Tel Aviv y otros han anhelado durante décadas. Pero este escenario dista de estar garantizado, pues las lealtades de las facciones armadas resultan imprevisibles, incluso para Ankara. Erdogan, quien ya había ocupado una amplia franja de territorio sirio con el pretexto de combatir a los militantes del separatista Partido de los Trabajadores de Kurdistán, debe ser consciente de que lo que hoy cobra la apariencia de un triunfo puede llevar a una onda expansiva de inestabilidad perjudicial para sus intereses.
El mayor riesgo para el pueblo sirio, para sus vecinos e incluso para quienes celebran abierta o veladamente el fin de Al Assad es que el país árabe siga el destino de Libia: fragmentación territorial, surgimiento de señores de la guerra ajenos a cualquier ley, expolio sistemático de sus recursos, empobrecimiento generalizado y, en suma, la desaparición del Estado a todo efecto práctico.
La Jornada, México.