LA JORNADA /
El gobierno del presidente Joe Biden parece completamente determinado a provocar una guerra a gran escala en Medio Oriente y a trastocar la economía global con tal de cubrir las espaldas a Israel mientras perpetra contra el pueblo palestino el primer genocidio transmitido en tiempo real. Acompañado por el primer ministro británico Rishi Sunak, la semana pasada comenzó a bombardear Yemen en represalia por el apoyo brindado a Palestina por el movimiento hutí, gobernante en la parte occidental de ese país.
Debe recordarse que esta formación, autodenominada Ansar Allá (Partidarios de Dios), condujo una serie de ataques contra embarcaciones vinculadas a Israel y anunció que continuaría capturando o atacando a las naves que se dirigiesen a ese país hasta que Tel Aviv cese la masacre en la franja de Gaza y permita la entrada al enclave de la ayuda humanitaria urgente para salvar de la hambruna a cientos de miles de víctimas del asedio israelí. Debido a su ubicación estratégica en el paso obligado para acceder al Canal de Suez, las acciones de los hutíes perturbaron el comercio mundial y provocaron un aumento de 170 por ciento en el costo del transporte de mercancías que ahora circunnavega África para ir de Asia a Europa, o viceversa.
Dado el empecinamiento de los gobernantes israelíes, intoxicados por su propia propaganda sionista, a continuar la destrucción de Gaza hasta que el último palestino haya muerto o huido, está claro que las operaciones de limpieza étnica sólo pueden ser frenadas por Washington, principal proveedor de ayuda armamentística, financiera y diplomática para el régimen ultraderechista de Benjamin Netanyahu. Basta con que la Casa Blanca anuncie el fin de los envíos de misiles a Israel para que Tel Aviv deponga las armas, cese sus delirios supremacistas y emprenda el camino que debió tomar hace décadas: reconocer al Estado palestino, devolver a esta nación todas las tierras robadas, llevar de vuelta a Israel a los más de 400 mil colonos y desmantelar los asentamientos ilegales, liberar a los miles de rehenes que mantiene encarcelados por el delito de levantar la voz, respetar la soberanía de Palestina, indemnizarla por 75 años de ocupación colonial y sentarse a negociar los términos para una convivencia armónica dentro de una solución de dos Estados, tal como lo reclaman el derecho internacional y los más elementales principios humanitarios.
A contrapelo de la sensatez y la legalidad, Washington y Londres decidieron redoblar la apuesta por la guerra y exacerbar las tensiones en una región de por sí volátil. Además de resultar condenable, este paso raya en lo incomprensible cuando se atiende a la situación actual de la superpotencia y de su antigua metrópoli, hoy reducida prácticamente a un Estado satélite. En efecto, es difícil entender que la administración demócrata abra un nuevo frente de hostilidades la misma semana en que anunció que ya no tiene fondos para seguir financiando la guerra de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) contra Rusia en Ucrania; cuando nadie ha visto al secretario de Defensa, Lloyd Austin (quien puso a Biden en una tesitura delicada al no informarle que se sometería a una cirugía), desde el pasado 22 de diciembre; cuando su presencia invasora en Siria e Irak es repelida con ataques crecientes y, ante todo, cuando la demanda de Sudáfrica ante la Corte Internacional de Justicia ha desnudado a Netanyahu y las Fuerzas Armadas israelíes como genocidas que cometen crímenes de guerra a diario.
Otro tanto puede decirse del gobierno conservador británico, que se lanza a una nueva aventura en momentos en que su Armada padece una decadencia notoria, en que la población se enfrenta a una caída brutal en la calidad de vida a resultas del Brexit (cuyos daños ascienden a por lo menos 140 mil millones de libras, equivalentes a 3 millones de millones de pesos), de la inflación, la contención salarial y los recortes en servicios básicos como la salud y el transporte. Para colmo, el zarpazo de nostalgia imperial fue decidido por un primer ministro impopular, quien nunca fue votado por los ciudadanos y gobierna gracias a pactos cupulares.
El pasado 13 de enero, Netanyahu volvió a jactarse de su carácter sanguinario y de su impunidad al asegurar que nada ni nadie detendrá a Israel en su lance genocida. Estas declaraciones no sorprenden de un personaje que construyó su carrera política a partir del discurso de odio y el supremacismo sionista, pero es deplorable que su mayor cómplice sea un hombre que en 2020, cuando aspiraba a la presidencia de Estados Unidos, se comprometió a usar el poder militar con responsabilidad, sólo como último recurso, y a no devolver a su país a guerras eternas en Medio Oriente. Hoy, el mundo se encuentra en riesgo de caer en una conflagración de proporciones incalculables por la complicidad de Occidente con un Estado violento al que, para colmo, se le facilitó dotarse de armas nucleares.
La Jornada, México.