POR ARMANDO PALAU ALDANA
La historia independentista de Colombia nos enseña como Antonio Nariño tradujo y publicó para un puñado de lectores la “Declaración de los derechos del hombre” (1811), tomado del texto ‘Establecimiento de una Constitución en Francia’ escrito por François Marie de Kerversau y G. Clavelin. La obra sirvió para acrisolar la concepción humanista de la causa criolla.
Se afirma que la concepción del derecho a la igualdad y a la libertad como fundamentales, se pregonaba por la élite criolla respecto de los españoles como primera emancipación ideológica, sirviendo en mínima porción y otorgando poca ventaja a los indios, mestizos y esclavos en su gesta de participación en el proceso de liberación del yugo español, no obstante haber sido los valientes lanceros.
Se fue avanzando paulatinamente logrando que a las mujeres se les reconocieran sus derechos a partir de 1932 en tiempos del liberal Enrique Olaya Herrera, luego las luchas lideradas por organizaciones como la Unión Política Femenina y la Alianza Femenina lograron que se aprobara el voto femenino en la Asamblea Constituyente de 1954, camino hacia la igualdad como supuesto teórico de la emancipación, aún en ciernes.
Hemos avanzado, pasando de la abstracta noción de la soberanía de la Nación concebida desde 1821 en nuestra primera Constitución de Cúcuta (parecida al misterio de la Santísima Trinidad), parar llegar a la residencia de la soberanía en el pueblo en forma exclusiva con el postulado de la función pública al servicio de los pueblos, no obstante, los funcionarios estatales se siguen creyendo supremos.
La arrogancia de buena parte de la aristocracia criolla se conserva en sectores de la pequeña burguesía colombiana que ha nutrido cenáculos de tecnócratas, que embebidos de acartonados títulos académicos creen que son la elite intelectual de nuestra atribulada patria, negándose lo que Fals Borda llamó el sentipensamiento de las comunidades populares como fuente del saber.
Esos imaginarios populares de saber siguen oprimidos por generadores de opinión pública que se emiten desde grandes medios de comunicación, haciéndonos creer que tenemos menos valía que establecimientos que se ufanan de ser nichos de pensamiento. Ciertamente durante la primera república liberal radical (1863 a 1885), se fgundó la Universidad Nacional de los Estados Unidos de Colombia.
Erich Fromm, en cuya obra ‘La revolución de la esperanza’, menos conocida que ‘El miedo a la libertad’, propuso para humanizar la sociedad tecnológica, “la transformación del ser humano, del ciudadano y el participante en el proceso social, de un objeto pasivo, manipulado burocráticamente, en una persona activa, responsable y critica”.
Coincido con Fromm en la gesta de “una revolución cultural que transforme el espíritu de enajenación y pasividad característico de la sociedad tecnológica y que tenga como finalidad la creación de un nuevo hombre, cuya meta en la vida sea ser y no tener y usar”.
La exclusiva soberanía debe residir en el pueblo y no en las instituciones, reto aún por materializar a través de las organizaciones no gubernamentales de base.
De tal suerte, que debemos fortalecer nuestra convicción en el pueblo soberano y en sus organizaciones de base, sin dejarnos descrestar por claustros universitarios estatales, los cuales no necesitamos para lograr nuestro reconocimiento y el deber de seguir trabajando arduamente sin el penacho de autoridades académicas, sino de la mano del activismo ambientalista, negado sutilmente por el gobierno.
En 1930 Santos Discépolo compuso Yira yira (gira), tango que dice: “Verás que todo es mentira, / verás que nada es amor, / que al mundo nada le importa… / ¡Yira!… ¡Yira!… / Aunque te quiebre la vida, / aunque te muerda un dolor, / no esperes nunca una ayuda, / ni una mano, ni un favor. / Cuando estén secas las pilas / de todos los timbres / que vos apretás, / buscando un pecho fraterno / para morir abrazao… / Cuando te dejen tirao / después de cinchar / lo mismo que a mí”.