POR ÁLVARO GARCÍA LINERA
Resulta que, de ese gran principio supremo ordenador del capitalismo tardío, el libre mercado, ya no queda más que la nostalgia.
Hubo un tiempo en que las recomendaciones del Fondo Monetario Internacional (FMI) sobre cómo reorganizar la economía eran leídas, defendidas y ejecutadas como mandato divino. Era la década de 1990, cuando cada estudio del curso de la economía mundial o convenio alcanzado con tal o cual país, no sólo emanaba un enjundioso optimismo histórico con lo que se estaba proponiendo, sino que, además, se acompañaba de una apodíctica y eficiente difusión piramidal que iba de ministros de Economía a parlamentarios; de asesores económicos de gobiernos a reconocidos empresarios locales; de prestigiosas universidades a comentaristas de televisión y periódicos; de académicos a tertulianos de café, que se relamían los labios con cada frase del organismo internacional.
Eran los tiempos del gran consenso social tejido por una profusa red molecular de opinión pública dedicada a consentir que los sacrificios colectivos de la pérdida de derechos, de la expropiación de bienes públicos y el abandono estatal, iban a redimirse con un brillante éxito individual de volverse empresario, accionista o director de empresa. Privatizar todo, desproteger todo y dejar que el libre mercado se encargara del resto eran los credos fundadores de un nuevo mundo de emprendedores, al que inmediatamente los clérigos de esta religión acompañaban con frasecitas huecas como achicar el Estado para agrandar la nación, país de ganadores, distribución por goteo o fin de la historia.
Pero al despuntar el siglo XXI todo comenzó a fracturarse. La pobreza, escondida debajo del tapete del emprendedurismo saltó por los aires. Las desigualdades brutales quebraron consensos y el libre mercado corría a arrodillarse ante el Estado para demandar rescates financieros o subvenciones; primero la crisis de las hipotecas subprime; después el gran encierro del covid-19; luego el poderío productivo de China; a continuación la elevación de los precios de los combustibles; más tarde los quiebres bancarios; luego el cambio climático. La excepcionalidad ha devenido regla.
Resulta que, de ese gran principio supremo ordenador del capitalismo tardío, el libre mercado, ya no queda más que la nostalgia. En 2020, el Estado ha salvado las empresas y las bolsas de valores de las grandes economías del norte. El comercio mundial y los capitales transfronterizos han ralentizado estructuralmente su crecimiento; las subvenciones a la energía, los alimentos y el consumo han desplazado a la libre oferta y demanda. La seguridad nacional o el expansionismo geopolítico han asesinado a la ley de la oferta y demanda para definir los precios de los combustibles, de las redes de telecomunicaciones, de los microprocesadores o de la transición energética. Europeos y estadounidenses premian con dinero público a los empresarios que retraen sus cadenas de valor a cada país y castigan la eficiencia de la externalización de los costos. El globalismo está siendo sustituido por el nacionalismo económico y la geopolítica.
Esto lo sabe el FMI. Lo lamenta infinitamente. En un reciente estudio (Fragmentation Geoeconomic and the Future of Multilateralism) hace un recuento de este catastrófico retroceso del libre mercado. Muestra cómo después de un largo flujo globalista que va de 1980 a 2010, se ha entrado en un reflujo que puede durar décadas. Para ello brinda datos del retraimiento del comercio mundial de bienes, servicios y finanzas, respecto del PIB, de 45 a 33 por ciento. El aumento mundial, hasta en 400 por ciento, de medidas restrictivas y proteccionistas.
Habla de encuestas que revelan el sustancial aumento de la desconfianza social con la globalización (50 por ciento) y el crecimiento de la demanda de medidas proyectivas (33 por ciento). E informa sobre el terremoto en los imaginarios colectivos que está acompañando todo esto al comprobar cómo las palabras seguridad nacional, nearshoring o deslocalización están sustituyendo de manera abrumadora el viejo léxico mercantilista en las instituciones internacionales, empresarios y directivos.
Para rematar, en el último informe de abril sobre la economía mundial (World Economic Outlook), muestra cómo es que la inversión extranjera directa de haber alcanzado 5 por ciento respecto del PIB en 2008, cayó a menos de 2 por ciento en 2022. Los informes señalan que estas desgracias traerán una posible caída del PIB mundial de entre 2 y 7 por ciento. Pero no le queda más que admitir que, lejos de tratarse de un recodo en el camino que será enderezado por un inmediato y triunfal regreso del libre mercado, esta semiglobalización es un hecho estructural y de largo aliento.
Decir esto a una institución que durante décadas fue el oráculo del triunfo inevitable del libre mercado, no es fácil. Acarrea traumas internos, frustraciones existenciales y una catarata de contradicciones casi paranoicas.
Esto ya se hizo manifiesto en 2020, cuando al finalizar el gran encierro ante la pandemia, el FMI recomendó a los países, subir los impuestos a los ricos y aumentar la inversión pública, tanto en protección social como en capital (World Economic Outlook, 2020); exactamente lo contrario de lo que había exigido los 40 años previos. Más desconcertante aún es comparar las anteriores imposiciones a los países en vías de desarrollo para que levanten barreras arancelarias, abran sus mercados y acepten un mundo sin perjudicarles fronteras, con la nueva teoría fondomonetarista del semáforo de compromisos diferenciales (Outlook, 2023) en el que cada país podrá optar, de manera pragmática, por acuerdos comerciales sin restricciones donde existen acuerdos globales (semáforo en verde); acuerdos regionales, donde no hay alineamiento extendido de preferencias (semáforo en amarillo), y medidas protectoras unilaterales, donde cada gobierno opta por sus intereses internos (semáforo en rojo).
Pero donde esta inversión lógica del mundo llega a groseras antinomias es cuando en el mismo documento se ofrecen dos caminos antagónicos para un problema. Frente a la crisis de la deuda soberana que en los últimos cinco años se ha disparado en todo el mundo, el FMI exige, por una parte, la consolidación fiscal, eufemismo para reducir la inversión pública, contraer gastos sociales y despedir personal, como intenta imponer en Argentina. Pero, por otra, dedica un capítulo para demostrar que, por experiencia histórica comparada en 33 economías de mercado emergentes y 21 economías desarrolladas, entre 1980 y 2019, los casos de contracción fiscal no han generado una reducción significativa del endeudamiento.
Por el contrario, los datos fácticos muestran que la expansión del gasto fiscal dirigida a aumentar el PIB mediante un choque positivo de oferta y demanda reducen los índices del endeudamiento público hasta un tercio. Ciertamente es una obviedad. Sólo haciendo crecer la economía y los ingresos que tiene el Estado, se pueden reducir los porcentajes de deuda y pagar los créditos; más aún en un mundo en que hay un repliegue estructural de la inversión extranjera que está optando por refugiarse en los países más fuertes, por las altas tasas de interés que otorgan y la incertidumbre económica que ha corroído cualquier atisbo de confianza en el porvenir.
Milton Friedman, guía del tiempo neoliberal, recomendaba saber cuándo la marea está cambiando para volver efectiva una doctrina económica. Se refería a tener la sensibilidad para comprender los cambios en la opinión pública, en la atmósfera intelectual y en la gente común. Él lo supo percibir en los años 70, cuando el armazón keynesiano se desmoronaba y, junto con otros, pudo irradiar el nuevo credo económico. Pero está claro que hoy, para comprender el nuevo cambio de marea, sus acólitos del FMI no lo están haciendo con suficiente perspicacia.
Pero donde el desquiciamiento cognitivo es mucho mayor, es en los hijos ideológicos de los organismos internacionales del orden globalista. Portadores de un entusiasmo liberal que compensa un recortado talento, todo el ejército de analistas económicos, consultores, profesores, políticos y promotores del libre mercado que bebían del dogma derramado desde el FMI o el BM, han quedado descocados. Su mundo plano se hunde y no entienden por qué.
Unos han optado por el estupor paralizante. Se sienten traicionados por una realidad que no se adecuó a sus profecías y les cambió las preguntas a sus respuestas. El resultado: desconcierto ante una sociedad que ha extraviado el rumbo.
Otros han devenido espectros llorosos de un orden económico que se desvanece junto con sus certidumbres y, ante la evidencia, no queda más que aferrarse a los recuerdos melancólicos de unos compromisos para los que la historia no estaba preparada.
Finalmente, están los hijos zombis, criaturas despiadadas nacidas y alimentadas por un tiempo histórico, unos paradigmas y unas circunstancias económicas que ya no existen. El consenso y optimismo globalista que les infundía vida ha muerto como ellos. Pero aún no se han dado cuenta o no lo aceptan; y deambulan furiosos fagocitando las hilachas corrompidas del viejo orden arrastrado por la inercia y el viento. A diferencia del espectro, que sólo vagabundea por los rincones de las conciencias patéticas, el zombi es violento y destructor.
Como ya no busca seducir con el libre mercado, sino imponer y sancionar a sus detractores, se propone dinamitar las reglas económicas; compite por la rapidez de terapias de shock y, hasta hay quienes resucitan chapuceras propuestas de vouchers educativos. Son iliberales dispuestos a defender un liberalismo a palos.
Con todo, representan la memoria fósil de un fracaso que condujo a los estallidos continentales de 2001-03. Con el agravante de que, a diferencia de entonces, prometen no ser blandos y poner en regla a los revoltosos, es decir, más desastres en espiral. Quizá a eso se refería Gramsci cuando hablaba de las expresiones morbosas o monstruosas de una hegemonía desfalleciente propia de un interregno.
La Jornada, México.
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