POR ATILIO A. BORON
El fascismo renacido, aun cuando muchos se resistan a ver el transparente huevo de la serpiente.
En la conmemoración de la derrota del nazismo y el fin de la Segunda Guerra Mundial en Europa (no así en el Pacífico que, recordemos, solo finalizaría después del bombardeo atómico sobre Hiroshima y Nagasaki) que tuvo lugar el 8 de Mayo en Berlín, las autoridades alemanas prohibieron la exhibición de las banderas de la antigua Unión Soviética y de la Federación Rusa. Al principio se jugó con la idea de mantener esa decisión también en relación a la bandera de Ucrania dada la guerra actualmente en curso en ese país, pero luego esta iniciativa fue descartada. La ignorancia o falta de memoria histórica de los gobernantes alemanes les impidió recordar que la actual bandera de Ucrania, ahora sin el tridente medieval, es la que veneraban los «colaboracionistas» ucranianos, partícipes activos de los crímenes de las SS de Hitler que encarcelaron, torturaron y masacraron a decenas de miles de judíos, polacos, rusos e inclusive ucranianos, sospechosos de albergar ideas contrarias a las del régimen o ser miembros de colectivos sociales indeseables para el nazismo. Y también recordar que la presencia de las banderas de la Unión Soviética y Rusia era un honorable y merecido reconocimiento al país que inmoló a más de 27 millones de sus habitantes para liberar a Alemania de los horrores del régimen nazi.
Cabe preguntarse acerca de las razones de tan injusta e ingrata decisión y sus consecuencias más preocupantes, más allá de lo anecdótico. A riesgo de adelantar una hipótesis, o tal vez algunas conjeturas, me parece que esta conducta no solo remite a las brutales presiones de Estados Unidos y sus aliados de la OTAN en el marco de la guerra que actualmente se libra en Ucrania, sino que tienen también que ver con los decepcionantes resultados de la campaña de «desnazificación» que se lanzó a la salida de la Segunda Guerra Mundial y la lenta pero constante instalación de un cierto sentido común que trivializa o banaliza los crímenes perpetrados por el nazismo. No deja de ser significativo que a partidos o movimientos fascistas o nazis se los denomine con la expresión más inocua de «ultraderecha» o que ningún partido político alemán se haya opuesto a aquella prohibición de exhibir las banderas del país que desempeñó el papel más importante en la derrota del nazismo. Lo cierto es que a comienzos del 2020 estos nazis travestidos estaban presentes como «miembros de las coaliciones gobernantes en cinco países europeos y con representantes en 22 parlamentos de la Unión Europea. Solo cinco países de la Unión Europea (UE) tienen parlamentos libres de partidos de este tipo: son Irlanda, Malta, Luxemburgo, Croacia y Rumanía».
La aludida campaña de «desnazificación» promovida en Alemania Occidental, la región ocupada por Estados Unidos, Reino Unido y Francia tras la derrota de Hitler, tuvo resultados decepcionantes. En parte porque los aliados, y especialmente Estados Unidos, adoptaron una actitud muy oportunista en la verdadera «cacería de talentos» que practicó en la Alemania de Hitler. Tal vez el caso más notable, mas no el único, sea el de Werner von Braun, quien desarrolló la cohetería del Ejército alemán y que, pese a su total complicidad con las políticas del régimen nazi, fue invitado por el Gobierno de Estados Unidos para continuar sus labores en el incipiente programa aeroespacial de ese país. En 1955 se le otorgaría la nacionalidad estadounidense y poco después se lo pondría al frente del equipo técnico de la NASA, donde se convertiría en el principal referente científico del programa espacial estadounidense.
Banalidad del mal
¿Fue tan solo la política de «caza de talentos» de Estados Unidos y sus aliados la responsable del fracaso de la «desnazificación»? No, hubo otros factores que pusieron límites a esa política. Entre ellos la resistencia del Gobierno de Alemania Occidental, presidido por el canciller Konrad Adenauer, de la Democracia Cristiana y, poco después, el estallido de la Guerra Fría y la importancia estratégica de la rápida recuperación económica y militar de Alemania lo que hizo que las potencias occidentales, especialmente Estados Unidos, comenzaran a perder interés en el programa, por lo que este se llevó a cabo de una manera cada vez más condescendiente hasta su terminación en 1951. Por otro lado, según muchas fuentes, esa iniciativa no contaba con mucha aprobación popular en Alemania Occidental, donde muchos nazis mantuvieron posiciones de poder en el aparato estatal, la judicatura, la prensa, las universidades y los partidos políticos. Un segmento importante de la opinión pública, por otro lado, revelaba un pertinaz apoyo a Hitler. A pesar del derrumbe del régimen, los horrores de la guerra, el Holocausto y los juicios de Núremberg en 1952, un 37 % de los entrevistados respondía que Alemania estuvo mejor una vez que los judíos fueron «expulsados» de su territorio. Un par de años más tarde, en 1953, uno de cada cuatro consultados declaraba que tenía una buena opinión de Hitler. Esa proporción poco ha variado hasta el día de hoy. En realidad, la clase dominante alemana nunca terminó por asimilar la derrota de Hitler. Solo cuarenta años después de la capitulación del nazismo un presidente alemán, Richard von Weizsäcker, pudo referirse al 8 de mayo como el «Día de la Liberación de la tiranía nazi y su sistema contrario a la dignidad humana».
Pero, agregaba, «poco había para celebrar» en ese día.
En la coyuntura europea actual, marcada por la guerra en Ucrania, el rearme de Alemania, urgido por Washington a todos sus aliados, tiene como necesaria contrapartida el encubrimiento o la trivialización de los crímenes del nazismo y el fascismo. En 1986, uno de los más renombrados historiadores alemanes, Ernest Nolte, había escrito que los crímenes de Hitler eran una comprensible respuesta al «barbarismo asiático del bolchevismo». En el 2014, y nuevamente en el 2017, el profesor de la Universidad Humboldt de Berlín, Jôrg Baberowski (un clásico «converso»: fervoroso maoísta en su juventud, e inclusive partidario de Pol Pot, y neonazi en sus años adultos) retomó el tema en sendas entrevistas, en la última de las cuales asegura que «Stalin era un psicópata, Hitler no. Stalin disfrutó de la violencia, Hitler no. Hitler sabía lo que estaba haciendo. (Pero) era un “autor de sillón” que no quería saber de las consecuencias sangrientas de sus actos». Como apunta Schwarz en su artículo, todo su argumento constituye una «banalización monstruosa de los peores crímenes cometidos en la historia de la humanidad».
En Latinoamérica, la banalización de las dictaduras genocidas y la descalificación de la política de los derechos humanos han preparado el terreno para la irrupción abierta, a plena luz del día, de discursos y políticos neonazis. En Argentina el expresidente Mauricio Macri habla con total impunidad del «curro de los derechos humanos» y las huestes de la derecha hacen del negacionismo de los crímenes de la dictadura genocida una de sus banderas de lucha sin que los partidos «democráticos» o los medios hegemónicos, autoproclamados defensores de la democracia y la república, polemicen con dichas expresiones. Si han aparecido líderes fascistas en varios de los países de la región como Bolsonaro en Brasil, Kast en Chile, Milei en Argentina, Zury Ríos (hija del genocida Efraín Ríos Montt en Guatemala y candidata para las elecciones presidenciales del 25 de junio) es precisamente porque los gobiernos postdictatoriales (o democracias de muy baja intensidad) que surgieron tras las caídas de las dictaduras no hicieron lo necesario para informar a la población sobre los crímenes perpetrados por aquellos regímenes, enjuiciar a sus responsables y educar a la ciudadanía sobre las amenazas de una posible restauración de gobiernos ultraderechistas. Con el juzgamiento de las Juntas Militares y sus cómplices en la desaparición de 30.000 personas la Argentina constituye una excepción a esa regla, pero aun así es mucha la tarea que resta por hacer. Pero en general, los gobiernos de la inacabada transición democrática latinoamericana no han alertado sobre la presencia del huevo de la serpiente, en cuyo interior se revuelven las peores pasiones humanas prestas a apoderarse del Gobierno aprovechando la desilusión provocada por democracias que incumplieron con sus promesas de crear sociedades más justas, más inclusivas y más libres.
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