POR ALFREDO IGLESIAS DIÉGUEZ
El 21 de febrero de 1848 salía de la imprenta de la Asociación de Trabajadores de la Educación, localizada en el número 46 de la calle Liverpool de Londres, el Manifiesto Comunista de Marx y Engels, un clásico del pensamiento crítico que sigue manteniendo plena vigencia.
El año 1848 fue un año de estallidos revolucionarios en Europa: el 25 de febrero se proclamaba la II República francesa, la misma que tuvo como ministro de Trabajo a Louis Blanc, quien puso en marcha los Ateliers Nationaux; entre enero de 1848 y febrero de 1849 se sucedieron los estallidos revolucionarios en Palermo, Milán, Venecia y Roma; y entre marzo de 1848 y julio de 1849, en las ciudades alemanas de Múnich, Berlín, Dresde y, entre otras, Fráncfort. Asimismo, esa ola revolucionaría -el fantasma del que hablaban Marx y Engels-, se extendió por otras ciudades europeas (Viena, Budapest, Praga, Cracovia, Bucarest…), donde se produjeron estallidos revolucionarios de más baja intensidad, y Londres, donde el 10 de abril de 1848 tuvo lugar la última de las grandes manifestaciones del movimiento cartista. Ahora bien, en todos esos procesos el pueblo fue el gran protagonista de las barricadas, pero quien se consolidó en el poder político de esos Estados fue la gran burguesía.
En ese contexto, el 21 de febrero de 1848 Marx y Engels publicaron en Londres el Manifiesto Comunista, un texto para la lucha de la gente común, para los nadie de la historia, como decía Eduardo Galeano; ahora bien, en tanto que texto de combate para el pueblo que siempre pone los muertos en los procesos revolucionarios, pero inmediatamente es dejado al margen de poder político que contribuye a conquistar, es un texto de carácter filosófico en el que se dirigen a esa parte (partido, solemos traducir) comunista de la sociedad: a esa gente explotada que, excluida de la Historia, tiene que tomar consciencia de que ‘no tiene nada que perder, como no sean sus cadenas, pero en cambio tiene un mundo entero por ganar’, para decirlo con las mismas palabras que emplearon Marx y Engels para poner fin al Manifiesto, al margen de la archiconocida consigna ¡Proletarios del mundo, uníos!
En este sentido, hoy, 175 años después de su publicación debemos preguntarnos: ¿tiene sentido seguir leyendo el Manifiesto? La respuesta siempre será positiva en la medida en que sea pertinente preguntarse si hay alguna alternativa al capitalismo (no solo al neoliberalismo, como piensa mucha gente en la izquierda); si tiene sentido, en el contexto de la exacerbación de las desigualdades sociales, de la degradación de la democracia representativa, del triunfo del individualismo libertario y egoísta, del auge de las identidades nacionales interclasistas y excluyentes, de la destrucción ecológica de la naturaleza…, preguntarse por el fin de la opresión, que cantamos en La Internacional, por la emancipación humana.
¡Claro que tiene sentido!
El Manifiesto es un clásico del pensamiento político, como lo puede ser El príncipe de Maquiavelo. Ahora bien, ¿cómo se lee un clásico? ¿Cómo exegetas que se limitan a realizar una lectura cerrada del texto, sin su contexto…, o cómo intérpretes de la realidad que buscan ‘cambiar el mundo de base’? Obviamente, sin despreciar la primera lectura, es la segunda forma de leer el Manifiesto la que más nos tiene que decir y la que se mantiene más fiel al espíritu de los autores, ya que si bien es un clásico universal, es -preferentemente- un clásico de la tradición comunista, lo que implica que es preciso leer el Manifiesto desde la perspectiva de quien nada tiene. Es decir, leer el Manifiesto con una mirada histórica -porque la lucha de clases existe…, y como dijo Warren Buffet hace unos años en una entrevista concedida al New York Times, ‘la lucha de clases no solo existe, sino que es mi clase la que la va ganando’-; leer el texto desde el análisis sociológico del mundo actual, identificando la estructura de clases, el intercambio desigual… y las estrategias y los mecanismos de opresión que garantizan que los intereses de la clase dominante sean los intereses dominantes de la sociedad; y, en definitiva, leer el texto desde una perspectiva política, que nos permita comprender que mientras el proletariado no tome conciencia de clase, no luche por transformar el régimen burgués y no conquiste el poder político para construir la democracia, ninguna conquista social será definitiva y la libertad y la igualdad seguirán siendo una quimera.
Esa es la primera tarea: ¡reconstruir el proletariado! Sí, obviamente el proletariado existe, la clase trabajadora, la clase que no posee los medios de producción, la clase que solo tiene una mercancía para vender: su fuerza de trabajo…, existe; existe en todos los centros de trabajo, existe en las relaciones de producción, existe en su relación con el capital…; sin embargo, está desarmado, desorganizado y desmovilizado. Esa es nuestra tarea, revertir la situación tanto en la lucha laboral como en la lucha política y en la batalla de ideas.
Una advertencia final. ¡Imprescindible! El Manifiesto no es un texto único…, es un texto que inaugura una forma de interpretar el mundo, es un texto consecuente con la undécima tesis -”Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”-; es un texto que pone la primera piedra para empezar a transformarlo: nos habla de lucha de clases, de alianzas, de conciencia política… Pero como texto fundacional, tiene una continuación en textos que nos muestran cómo interpretar la historia y el momento presente (La lucha de clases en Francia, 1850; La guerra civil en Francia, 1871…), como descubrir el mecanismo de producción y reproducción social en la sociedad capitalista (El capital, 1867…), como analizar la ideología de la clase dominante y su papel en la dominación de la sociedad (La ideología alemana, 1846…)…, en fin como comprender el mundo en el que vivimos con la intención de transformarlo.
Por esa razón, 175 años después el Manifiesto mantiene su fuerza, porque nos llama a la acción, a construir nuestro propio destino, libres de opresiones, ‘en una asociación de personas en la que el libre desarrollo de cada uno o cada una condicione el libre desarrollo de todas y todos’. Y hoy, pasados 175 años, esa necesidad sigue siendo imperiosa.
Suplemento Faro das Culturas del Faro de Vigo, España.
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