POR DANIEL FELIPE BARRERA ARIAS
“Ustedes (jóvenes) tiene una actividad efervescente al margen de la vida social y los trabajadores están pasivos en el centro de ella. Ésa es la tragedia de nuestra sociedad. Si no manejan este contraste, van a sufrir una derrota”.
– Isaac Deutscher.
La derrota política que vivieron los movimientos sociales y la izquierda a manos del neoliberalismo a finales del siglo XX no sólo representó una capitulación en la arena política (abandono a la posibilidad de tomar el poder político), sino también una rendición conceptual. La academia crítica fue, poco a poco, hegemonizada por el posestructuralismo y postmarxismo: “ese culto al posmodernismo ha erigido sus principios de contingencia, discurso, fragmentación y heterogeneidad, rechazando toda noción de totalidad, estructura y gran relato” (Wood, 2013). Precisamente, estos nuevos principios encontraron en el “fin de la historia” (presentado por Fukuyama) la confirmación de la muerte de la política y la estrategia de clase.
Aquella abdicación teórica repercutió de manera directa en la lupa analítica y metodológica de la nueva cultura intelectual de la izquierda. En la académica, referirse a términos como Revolución, Socialismo o Pensamiento Estratégico se convirtió en sinónimo de sesgo ideológico, tachado de economicismo y carente de estatus científico.
En el momento en que la izquierda renunció a reflexionar sobre la estrategia revolucionaria, se produjo la confirmación analítica de que, en el plano político, la batalla se había perdido: ahora, con escasas excepciones, es difícil encontrar algún pensador crítico que sitúe la estrategia como una de sus preocupaciones intelectuales. En el fondo, subyace la idea de que es imposible “tomar el cielo por asalto”. El síntoma más evidente, según Wood (2000), es que “la política como producción material es remplazada como construcción discursiva, elemento constitutivo de la vida social y de la acción social colectiva”.
Ante esta crisis, la respuesta de la izquierda estalinista no hizo más que alimentar el estigma ortodoxo que sobre ella se posaba, reforzando la idea de determinación económica, manteniendo las rígidas jerarquías al interior del movimiento obrero y desechando cualquier tipo de antagonismo que no fuese productivista. Para este tipo de marxismo, el conflicto social y de clase se encuentra indefectiblemente ligado al conflicto productivo, es decir, el rol que se ocupa en el terreno productivo define el papel político de cada actor social.
Es en el marco de esta encrucijada política donde la obra de la historiadora y politóloga estadounidense-canadiense Ellen Meiksins Wood (1942-2016) podría ofrecer mejores cimientos para desarrollar un marxismo crítico, estratégico y de clase, teniendo como eje articulador tres principios político-conceptuales: 1) la centralidad no excluyente de la clase obrera, 2) lucha democrática anticapitalista, 3) revitalización de la lucha de clase como acción social colectiva.
Defender a E.P. Thompson y su noción de clase
La alumna más aventajada del marxista británico Edward Palmer Thompson (1924-1993) sostuvo la capacidad política y explicativa de la categoría de clase elaborada por su mentor. Para Meiksins, en la tradición crítica sólo hay dos formas de pensar teóricamente la noción de clase: como ubicación estructural o como relación social.
La primera era una noción que situaba las clases como bloques monolíticos, cerrados y sin fisuras. Según Wood (1983), la clase era definida como un elemento estructural y determinante: tanto así que el rol político deviene del económico, a saber, el lugar que ocupaba un sujeto al interior del conflicto productivo (capital vs. trabajo) y desde el cual se definía el rol político del obrero. Así, sin más, quien vendía su fuerza de trabajo sostenía una batalla política como clase obrera: sus intereses humanos y políticos sólo existían en tanto “ser obrero”.
Al ser tan estática, esta conceptualización tenía serias dificultades para agremiar o agrupar sujetos trabajadores que no se identificaban política y socialmente con la clase obrera, aunque compartían el rasgo elemental de explotación. Resulta ser una teoría de clase sin autonomía explicativa, presa del lastre economicista, reduciendo las relaciones de clase a las relaciones de producción.
Muchos fueron los desastres políticos. Los movimientos obreros internacionales de la segunda mitad del siglo XX fueron incapaces de reconocer formas sui-generis del “ethos obrero”. No lograron construir un programa político de clase lo suficientemente diverso para recoger demandas de sectores trabajadores con aspiraciones políticas y sociales diversas. El resultado no fue otro que el rechazo de las agremiaciones sindicales y, de paso, el abandono de las demandas de clase, como forma de castigo a las organizaciones obreras.
La segunda vía para encarar una teoría sobre la clase es por medio de la relación social. Tal como lo hizo E. P Thompson, en su reconocido libro La formación de la clase obrera en Inglaterra (1989). Esta vuelta de tuerca le permitió pensar la clase como un proceso activo, abierto, condicionado por las relaciones de producción, pero no preso de un corset económico. La lectura que rescata la pensadora estadounidense-canadiense sostiene que “la clase implica una conexión que se extiende más allá del proceso de producción inmediato y del nexo inmediato de extracción, una conexión que se proyecta a través de las unidades de producción y apropiación particulares” (1983, pág. 22).
En ese sentido, la teoría thompsoniana rescatada por Wood comprende las clases sociales como procesos activos. Se trata de procesos en redefinición constante con sus fuerzas históricas, sus latencias y sus sinergias propias, a diferencia de lo que teorizó cierto marxismo (materialismo histórico –Hismat-). La clase no es una entidad ahistórica, más bien: “la clase es un proceso sólo visible en forma de proceso” (2000, pág. 96). Por eso, para Meiksins Wood, la lucha de clase precede a la clase o, para decirlo en términos dialecticos, la clase obrera se hizo así misma y fue hecha.
En términos políticos, esta segunda acepción asume a la clase obrera como conjunto heterogéneo, agrupado en torno a experiencias comunes y no simplemente como una suma objetiva de factores de explotación: un grupo de obreros que tiene un enemigo compartido. Su papel político se extiende más allá del terreno productivo. Lo anterior no quiere decir que la profesora norteamericana abandone cualquier determinación concreta, por el contrario, reconoce que las estructuras de explotación son objetivas sin que ello implique un proceso de experienciación homogéneo. Es una relación dialéctica: las estructuras modelan la vida social y la clase obrera afecta la estructura.
“El principio teórico y metodológico básico de todo el proyecto histórico de Thompson es que las determinaciones objetivas ―la transformación de las relaciones de producción y de las condiciones de trabajo― nunca se imponen sobre ‘alguna materia prima humana indefinible e indiferenciada’ sino sobre seres históricos, portadores de legados históricos, tradiciones y valores” (2000, pág. 109).
Para muchos marxistas, entre ellos Stuart Hall, la noción de clase que utiliza Thompson y que rescata Ellen Wood es demasiado ambigua, pues sostiene su peso político por medio de prácticas exclusivamente subjetivistas y voluntaristas. Sin embargo, para los thompsonianos, la capacidad explicativa de su noción de clase es más compleja: fue elaborada para pensar formaciones sociales abigarradas, capaces de reconocer formas de conciencia popular imperfectas o parciales como expresión de un conflicto de clase auténtico.
Al distanciarse de la clase como una estructura rígida, Wood enfatiza en la noción de situación de clase, diferenciándola de la clásica “posición de clase”. De ese modo, se presenta un concepto de clase ampliado. No es extraño, entonces, afirmar que “la conciencia de clase depende de las fuerzas determinadas de la situación objetiva de clase” (1983, pág. 10). La situación es, en términos generales, un espacio de confluencia heterogéneo, en disputa y de mayor alcance político. Podría presentarse en formaciones sociales donde el capitalismo no sea el único modo de producción vigente.
Avance democrático: acción colectiva como lucha de clases
Definir la clase como una relación social (abierta a la confluencia de demandas, agencias colectivas y actores sociales) permite forjar una teoría de la acción colectiva, algo que, hasta ahora, el marxismo poco ha explorado. Precisamente, al proponer una noción alternativa de clase, la teoría marxista de Ellen Wood ofrece formas de articulación política que exceden la unidad del proceso de producción inmediato. La acción colectiva del movimiento de clase podría girar en torno a la disputa democrática, es decir, revitalizar la política de clase sólo es posible en la disputa por un horizonte democrático anticapitalista.
Wood inicia preguntándose: si las instituciones liberales nacieron con el capitalismo, ¿deben morir con él? Es evidente que la democracia liberal no puede desligarse de los valores de la explotación, pero tampoco puede reducirse a ellos. Al analizar la teorización sobre la democracia, Wood (2006) advierte las diversas variaciones que ha sufrido el concepto: el tránsito de la acepción ateniense a la norteamericana y liberal, implicó la desvinculación con el poder popular. El Demos perdió su significación política y fue sustituido por una categoría social y ciudadanía. Así mismo, el Kratos (poder popular) fue diluido.
La democracia liberal estuvo más vinculada con la ampliación de principios constitucionales que con la expansión del poder popular, lo que condujo fuertes limitantes a la democracia. La igualdad civil no afecta la desigualdad entre clases: esa igualdad política no sólo coexiste con la desigualdad económica, sino que la deja intacta. Lo interesante del argumento de Wood sobre la democracia liberal es la autonomía existente entre el estatus civil y la posición de clase: para ella, no es otra cosa que la separación artificial que promueve el liberalismo entre economía y política, como una forma de dejar incólume las estructuras de explotación. De esta forma, lo que Wood advierte es que la escisión entre economía y política tiende a ocultar la forma en la que el Estado sustenta la apropiación capitalista: no existe relación evidente entre poder político y poder de apropiación gracias a esta separación.
En términos políticos, las lecciones que extrae Wood sobre la democracia liberal son centrales en el surgimiento de una incipiente teoría sobre la acción colectiva. En su obra, la lucha por la democracia socialista y las demandas de clase, raza y género no se sitúan por caminos opuestos, todo lo contrario:
“Las implicaciones estratégicas son que las luchas concebidas en términos estrictamente extraeconómicos -por ejemplo, estrictamente contra el racismo o la opresión de género- en sí no constituyen un peligro mortal para el capitalismo, que pueden triunfar sin desmantelar el sistema capitalista, pero que, al mismo tiempo, es poco probable que triunfen si se mantienen apartadas de la lucha anticapitalista” (2000, pág. 313).
En la cita anterior persiste Ellen Wood en una preocupación que es, a su vez, un lastre heredado de las corrientes posestructuralistas: la creciente autonomización de las luchas culturales e identitarias. Estas identidades extraeconómicas, en lugar de construir aspiraciones universalistas del socialismo y la democracia, recurrieron a la pluralidad de luchas particulares desconectadas entre sí y sumisas al capitalismo. Por supuesto, Wood no contempla de ninguna manera abandonar del todo los antagonismos identitarios y abrazar la causa por el socialismo. Comprende, más bien, que “la explotación de clase tiene una condición histórica diferente, una ubicación más estratégica en el centro del capitalismo; y una lucha de clases puede tener un alcance más universal” (2000, pág. 304).
Es cierto que el capitalismo está constituido por una estructura de explotación de clase, pero es más que un sistema de opresión de clase, por eso, lejos de desechar demandas extraeconómicas o identitarias, la acción colectiva debe abogar por el pluralismo y la diferencia.
“Lo que necesitamos es un pluralismo que realmente reconozca la diversidad y la diferencia, no sólo la pluralidad o la multiplicidad. Esto significa un pluralismo que reconozca la unidad sistémica del capitalismo y que pueda distinguir las relaciones constitutivas del capitalismo con otras desigualdades” (2000, pág. 305).
Esta lectura entra en abierta confrontación con la noción de identidades sociales que han construido las teorías posestructuralistas. Ha sido la tradición posestructuralista la que se ha encargado, erróneamente, de posicionar la idea, según la cual, la clase es una categoría exclusivamente económica. Esta interpretación supone que existe una amplia variedad de relaciones sociales por fuera del marco de producción capitalista, por tanto, es posible forjar identidades sociales que no estén conectadas directamente ni con la clase ni con el capitalismo, mucho menos con la economía. Los efectos políticos que ha contraído esta interpretación son tan variados como problemáticos, pues han construido artificialmente la idea de que es posibles resistir a la lógica del capital por fuera de la disputa económica, como si existiría un mundo en el que el mandato de clase no rige.
Lo paradójico es que las resistencias al capital de estas identidades sociales se dan por fuera de la disputa económica, asumiendo la vida política por fuera de la clase como eje cohesionador de lo social y sustituyendo los cuestionamientos económicos al capital por cuestionamientos morales, algo que Marx ya le endilgaba a Proudhon. Para estos autores y autoras, es clave reclamar la independencia de la política, del discurso y la autonomía del lenguaje: se trata de producir mágicamente la experiencia de emancipación al interior de una sociedad de clases. En últimas, se rechaza la categoría de totalidad para fragmentar la experiencia social. En palabras de Meiksins Wood (2000), “la separación de lo económico y lo extraeconómico que se supone enmascara las realidades del capitalismo es, por el contrario, lo que arroja un velo sobre las relaciones de clase capitalista” (pág. 237).
El otro gran problema se encuentra asociado con la no correspondencia entre economía y política, produciendo en el grueso del movimiento social la ilusión de que la clase obrera no ocupa una posición privilegiada en la lucha por el socialismo. Esa falsa división hizo creer que las banderas de la democracia y del socialismo no se izan de manera conjunta. A contrapelo, Wood comprende: la democracia que ofrece el socialismo es la oportunidad de reintegrar la economía a la vida política de la comunidad, lo que comienza por su subordinación a la autodeterminación democrática de los propios productores.
Referencias
Meiksins Wood, E. (2006). Estado, democracia y globalización. En La teoría marxista hoy. Problemas y perspectivas (págs. 395-407). Buenos Aires: CLACSO.
Wood, E. M. (1983). El concepto de clase en E.P. Thompson. Cuadernos Políticos número 36, ediciones era, México, D.F, 87-105.
Wood, E. M. (2000). Democracia contra Capitalismo. México, DF.: Siglo XXI – UNAM.
Wood, E. M. (2013). ¿Una política sin clases? El post marxismo y su legado. Buenos Aires: r y r.
https://militanciaysociedad.blogspot.com/, Ibagué, Colombia.
.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.