POR JAIME ORTEGA REYNA
El filósofo cubano Fernando Martínez Heredia solía recordar a Lenin cuando mencionaba que “en la aritmética política los números no cuentan igual”. Esa era, decía, una de las mejores lecciones que el marxismo del líder revolucionario había legado.
Hoy, a un siglo del deceso del también fundador del Estado soviético, su legado se encuentra en perspectiva de abrirse paso franco en el mundo de las izquierdas –que se han refugiado, con astucia, pero también con costos en Antonio Gramsci y Rosa Luxemburgo–, sorteando los dos grandes infortunios que impidieron su valoración cabal. Por un lado, el anticomunismo visceral, ideológico, que ofrenda repetidamente las aspiraciones de emancipación a la hoguera de la denuncia del totalitarismo. Por el otro, el “leninismo”, corriente nacida al calor de la disputa por el poder en 1924.
De un lado tenemos al conjunto de la intelectualidad liberal que se encuentra imposibilitada de imaginar formas de la organización política y social más allá de la estrecha mentalidad de mercado; del otro, quienes en la tensión por ocupar el poder (de Bujarin a Zinoviev, de Trotsky a Stalin) construyeron un Lenin hecho de citas a la manera de manual, de estatuas y de un culto excesivo e irreflexivo, traicionando a quien cultivó la polémica incisiva y actuó de manera flexible, tocando siempre el pulso a la coyuntura.
Un siglo después de su deceso es preciso preguntarse cuál Lenin será leído y aprendido en el siglo XXI, tras los intensos debates, disputas y múltiples controversias que han corrido amparadas en su nombre. Es claro que queda una distancia considerable de aquel que fue convertido en teórico de la centralidad del partido político, donde esta figura asociativa adquiría las señas de una contrasociedad para la que se vivía y se moría; encerrada en sí misma y cuyo daño mayor fue el sectarismo.
Y es que los partidos de hoy están muy lejos de los contemporáneos de Lenin, y su fragilidad se muestra en la asunción de múltiples formas organizativas que se sustituyen las unas a las otras en breves lapsos, sin sedimentar cultural o ideológicamente. Tampoco parece ser que el Lenin “libertario”, que proclamó en el famoso opúsculo El Estado y la revolución que, tras los acontecimientos revolucionarios, serían las formas comunales las que sustituyeron a los aparatos centralizados y especializados, dando inicio a la extinción del complejo estatal. El propio Lenin, tras el triunfo revolucionario, enfrentó una situación 180 grados distinta a la que vislumbró en aquel texto plagado de optimismo.
Quizá la apertura de Lenin en este siglo –o lo que va de él– puede tomar otra perspectiva si se asume la necesidad del escenario de crisis global por la que atravesamos. Desde mi perspectiva, hay dos vertientes de su legado que resultan sugerentes. Una, marcada por su inclinación a adaptarse a coyunturas cambiantes, a la flexibilidad de atender la “aritmética política” y sus cuentas movibles en la idea de una construcción de las mayorías. Aquella que convoca no tanto a las certezas, los programas acabados y los principios inamovibles y más a las respuestas contextuales. Un Lenin enclavado por entero en la contingencia de la acción política, muy lejos de las –supuestas– necesidades de la historia. Y, que, al mismo tiempo, se presenta como aquel que asume las consecuencias más amplias de los actos políticos, como lo fue el proceso de apoyo y posterior oposición a la Asamblea Constituyente tras el surgimiento de formas de decisión cuya profundidad democrática –radicalmente plebeya– era más intensa.
El otro, es lo que corresponde al “último Lenin”. Es decir, aquel que se encontró en las paradojas del ejercicio del poder político. Es un Lenin que detestaba la burocracia y al conjunto del aparato estatal, pero asumía la necesidad de la construcción y reforma del Estado. Es el que llama a tener un Estado reducido y controlado, pero al mismo tiempo eficiente y efectivo en su disposición de salvaguardar el ejercicio político de las mayorías a través de los sóviets. Es también el Lenin que afronta el fin de la guerra civil y llama a la construcción de la nueva política económica, el que señala que prefiere un técnico eficiente a decenas de voluntariosos militantes inexpertos e incluso el que cavila la necesidad de aceptar la inversión extranjera en sectores claves de la economía. Un Lenin alejado de clichés y citas hechas a modo, sino aquel que se encargó de la construcción de un poder que, al mismo tiempo, permitiera reproducir formas democráticas desde el suelo profundo de la sociedad.
Se trata del siglo de Lenin, porque desde 1924 hacia nuestros días no ha cesado la necesidad de volver a pasar, una y otra vez, sobre los principales aspectos que su pensamiento y acción apuntalaron. Este fue el siglo del renacimiento del liberalismo, pero también de la configuración de su más profunda crisis; ha sido la centuria del cultivo de la crítica del Estado, pero también de su recuperación contextual; también de 100 años de debate sobre la revolución como el gran acto de modificación de las relaciones de fuerza en el seno de la sociedad. En Lenin se amalgaman los principales dispositivos de la lucha política: la toma de posición, la necesidad de práctica-pedagógica de la organización, el ejercicio de voluntad a partir de cristalizaciones institucionales, la necesidad de una técnica no tecnocrática, el que concibe al Estado como síntesis de la sociedad y, sobre todo, el profundo acto democrático que debe significar la revolución. Aún hay mucho qué discernir de una obra (escrita y práctica) compleja, pero que permitirá conformar horizontes de construcción de alternativas, porque, si algo es parte de su herencia, es que las crisis son los mejores momentos para la intervención política.
La Jornada, México.