El triángulo de la violencia en el caso del habitante de calle

POR MATEO ROMO /

Su nombre es Henry Cáceres, hombre de silueta delgada y sonrisa robusta. Parece tímido, pero, una vez entra en confianza, asoma un gran conversador, jovial y rico en matices. Tiene un entrañable repertorio de palabras cuidadosamente cultivadas que emplea con solvencia a la hora de describir alguna escena, evocar un recuerdo o narrar las peripecias de su propia vida.

Henry es un ser humano que habitó la calle durante más de treinta años. El día dieciséis de septiembre del año en curso, en el marco de una cátedra universitaria sobre Política, Ética y Ciudadanía, desarrollada en el Teatro de Bogotá, habló sobre su experiencia en aquella “selva de cemento”, expresión recogida en la famosa canción “Juanito Alimaña”, interpretada por Héctor Lavoe.

Las narrativas de la habitanza en calle no pocas veces han sido apropiadas por terceros que las hacen suyas motivados bajo una finalidad personal, por ejemplo, lucrativa, propagandística o utilitaria. La abeja depende de las flores y las flores de la abeja. Del mismo modo, no hay individuo sin comunidad ni comunidad sin reafirmación del yo en medio de la otredad. Pero cuando la relación entre el tercero y el implicado no está mediada por el reconocimiento mutuo, se corre el peligro de aniquilar a la flor, de no polinizar el sentimiento de amistad civil, de evitar que estén dadas las condiciones de la semilla de la vida. Apropiarse de un discurso social con intereses particulares corrompe el jardín, eclipsa la primavera.

También existen quienes se han fijado como propósito exteriorizar los clamores, inconformidades y expectativas del habitante de calle como una acción objetivamente necesaria con miras a generar consciencia, sensibilizar, llamar la atención del gobierno y palear de alguna manera lo que les aflige. Pero aun en este caso, que sí es loable, hay una persona que habla por otra, que traduce su lágrima, su sonrisa, su silencio, y bien sabido es que toda traducción, en su propósito de comprender, interpreta, y en ese momento se produce un divorcio entre el texto meta y el texto de origen, que trae de suyo infidelidad frente al propósito de sentido original.

Si hacer uso de la palabra es una manifestación de la ciudadanía, pero los espacios de reflexión han sido monopolizados por unos cuantos, ser excluido de ellos simboliza una vivencia de destierro. Por lo mismo, la decostrucción democratizadora de las especialidades resulta revolucionaria, pues implica un acto de repatriación, de restitución de la palabra, y por tanto de humanidad. Cuando una universidad asume que en la tipología de expertos también se encuentra el que, colmado de tinta-experiencia, ha escrito en los pasillos, las avenidas y los rincones de las ciudades interacciones de tradición oral que hacen parte del archivo de la memoria, es porque asume que allí hay una fuente imprescindible para interpretar, comprender y escribir la historia con la sabiduría del tejedor, que parte de la premisa de que no es dable dar una puntada más que entretejiendo hilos, es decir, saberes y perspectivas. En este orden de ideas, el dieciséis de septiembre, el Teatro de Bogotá devino en teatro de la memoria al cederle la palabra a un testimonio vivo de ciudad.

Henry es como un alfarero que ha hecho de la palabra el barro con el que elabora preciosas figuritas: testimonios remozados con la hondura de la experiencia… Entremezcla los azares y penurias del día a día del habitante de calle con reflexiones políticas y simbólicas, logrando conjugar el registro anecdótico con la mirada del científico social, en su rol de investigador de campo.

El ojo es maravilloso a la hora de reconocer lo que está lejos o es pequeño. Pero cuando algo es muy distante o diminuto quedan expuestas sus limitaciones. En este orden de ideas, el telescopio y el microscopio son prolongación del ojo, pero también artefactos espirituales que nos concilian con la célula y con la estrella. Ahora bien, ¿qué hacer para ver más claramente algo que no es propiamente un objeto, sino una vivencia soterrada, una calamidad simbólica, un entramado de dolor de los afligidos? Escuchar para ver es una buena opción, y, en ese contexto, el testimonio de Henry, cuan experiencia “telescópica”, acerca algo que apenas se divisa, que percibimos muy lejos, pues nos resulta distante, en la medida que tenemos techo y cobijo: el drama de los desharrapados del mundo, eso es lo que nos acerca Henry. A su vez, con gesto microscópico, desde su perspectiva, esto es, desde su lente, nos permite dimensionar las interacciones entre las violencias estructural, cultural y directa, dando cuerpo a lo que no se ve a simple vista, momento en el que hace grande lo pequeño.

Primera parte. El telescopio

El fenómeno de habitanza en calle es multicausal: una familia disfuncional, ser víctima de desplazamiento, el desempleo, el desprecio, la desesperanza, los vicios, la bruma de la vida son algunos de los factores que, sin distinción de edad, raza o sexo, empujan a alguien a hacer de la calle su lugar de habitación, ya sea de forma transitoria o permanente. Así pues, el habitante de calle, aunque mueva sus pies de aquí para allá, suele estar atado anímicamente a una experiencia traumática circular, de modo que, a pesar de que se mueve, no se mueve: nomadismo y suspensión coinciden en un bucle urbano existencial, mientras la inmensa configuración topográfica de la ciudad no pasa a ser más que otra cárcel de 2X2, a lo que habría que sumar que, sobremanera para el caso del habitante consumidor, el tiempo no trascurre: se encuentra estancado en una esquinita; la libertad es la manecilla, pero esta no gira. Aunque corran los años, siempre es la misma angustia, la misma euforia, el mismo miedo, la misma sensación de soledad. El frío corta, pero no tanto como el sutil no paso del tiempo.

Lo más duro, quizá, es la sensación de ser invisibles ante los ojos de otros seres humanos que decididamente no les dirigen palabra. Se asiste, entonces, a la negación radical del otro; privar de interacción verbal reduce a mero objeto, que no piensa ni siente. “Por favor, dígale, pídale que aunque sea me hable… por favor…”, le dice Gómez a Espósito, en la célebre película El secreto de sus ojos. Aquí, aunque en otro contexto, eso le pide el habitante de calle al estudiante, al oficinista, al obrero, al empleador…, que por favor le hable, pues una cosa es que deambular las calles implique vivir entre penurias físicas, pero otra que conlleve el desarraigo metafísico de la vida en sociedad.

Aquello que me nombra, que me dirige la palabra, me dota existencia, de manera que el silencio civil eclipsa el acto básico de reconocimiento entre unos y otros. ¿Que la ciudadanía toda no tiene jurisdicción? Hela ahí imponiendo, como tribunal colectivo, un castigo deshumanizante, una cadena perpetua de indiferencia, que empuja a una celda paradójica al habitante de calle, absorto en medio de un bullicio sordo que lo confina a guarecer en cloacas suburbanas más amenas y menos peligrosas que las concurridas calles de suspensión del sujeto, donde acecha el riesgo de ser puesto entre paréntesis al son de un tiempo objetivado que no traduce otra cosa que la desventura de quedar a merced de otro. ¿Cuál es el eco de turbar una presencia en ausencia? Dejarla envuelta en un torbellino de desprecio, en un viento huracanado de angustia y más angustia.

A veces el habitante de calle olvida su nombre y hasta su fecha de cumpleaños. En ese caso no precisamente está teniendo lugar la muerte en vida de un ser humano, sino la muerte de la humanidad en pleno. Muchos lo ven hablando solo y dirán o pensarán “Vaya loco”. Qué ironía, justo en ese momento de soliloquio el habitante ejerce con cordura la afirmación de su identidad frente a una humanidad delirante.

El teatro de la vida implica la personificación de los actores. El artificio del engaño. Máscaras hay a granel. Una conversación que parezca sensata quizá y no sea más que un parlamento previamente estudiado por uno de los interlocutores. En la vida personal, pública y política se desempeñan roles, y en ocasiones, con muy mala fortuna, somos sinceros frente a tartufos, maestros de la estafa, arquetipos del impostor. En el amor y en la amistad nos despojamos de máscaras. Nos mostramos tal y como somos. Cuando tenemos la dicha de ser correspondidos, el secreto, la complicidad, la cicatriz son valorados, no maquillados por temor a ser heridos o expuestos. De resto, las máscaras son la regla general y les permiten muchas veces a quienes las usan aparentar valores, virtudes, hábitos de los que en realidad carecen. Entonces, salen bien librados en la puesta en escena del día a día.

Pero el habitante de calle está en desventaja. Detrás de las capas de mugre muchas veces hay nobleza y solidaridad: ¿dos virtudes que escasean entre algunas gentes de traje y corbata? Sin embargo, la balanza entre ser y parecer se sigue inclinado a favor de esto último, por lo que la fachada impide reconocer la morada íntima: la bondad humana detrás de un rostro o un cuerpo sin juagar.

El habitante de calle no dispone de las garantías mínimas para solventar las necesidades humanas básicas. Permanece al margen de la subsistencia, mientras la necesidad de sortear las penurias de la vida diaria lo fuerzan a pedir limosna, reciclar o hurgar en las canecas. No pocas veces se le ve con un compañero de andanzas. Un ser vivo que, aunque tiene otro lenguaje, lo entiende y se hace entender, en una suerte de hermenéutica de la amistad, con sus propios códigos y símbolos. Cuando su compañero duerme, él custodia su sueño; sabe que la calle es dura y que acechan sombras más oscuras que la noche. A veces esas sombras van de uniforme. A veces con pasamontañas. A veces irrumpen de la nada, en un carro negro, de vidrios polarizados, que pasa muy despacito por la avenida, parafraseando a Rubén Blades, en la canción Pedro Navaja.

Como a mis diecisiete, mientras esperaba un bus, terminé oyendo, sin buscarlo, parte de la conversación entre una madre y su hija. Creo que acababan de salir de la iglesia, pues la niña, que no superaba los diez años, no parecía estar de acuerdo con la afirmación del “hombre de capita blanca” de que todos los creyentes van al cielo. “Querida Alicia, solo quien tiene temor de Dios es bueno, y solo quien es bueno de corazón, va al cielo”, le dijo amorosamente la madre. La niña interrumpió: “Nunca soltaré a Milu”, afirmó señalando su perrito de peluche. “¿Por qué?”, inquirió la madre. “Porque cuando vaya al cielo quiero ir con él”. La madre sonrió y le dijo: “¿Recuerdas que el padre habló de una palabra bonita?” “Sí, alma”, contestó la niña. “¿Ahora cuéntame qué dijo sobre esa palabra?”. “Que solo las personas tenemos alma. Y que solo el alma va al cielo”. Alicia frunció el ceño y afirmó: “Milu no es una persona…”. La madre rio con cariño y la abrazó tiernamente.

La niña, que a todas luces no estaba conforme con la respuesta, preparó su contraataque. Señaló un perro callejero, que relamía una herida de don Manuel, un viejo habitante de calle, muy querido por las gentes del sector, y dijo “¡Ese perrito es bueno! Mira cómo le da besitos al señor Manuel. ¿Tampoco tiene alma?”. “No, porque…” Pero en ese preciso momento la respuesta fue interrumpida por una escena que atestiguamos, inicialmente, pocos.

En la otra acera, dos agentes de Policía le reclamaban al habitante de calle. Por sus ademanes, era claro que le pedían que se fuera. Él hizo caso omiso y se tapó con su cobija. A los pocos segundos, se oyó un gemido seco. Era el perro, que acababan de patear en las costillas. Ya para ese momento varias personas estaban alerta de lo que sucedía. El que pasaba observaba y escuchaba atento. Varios que presenciaron la escena chiflaron y exigieron respeto.

La herida de Manuel, que su perro relamió minutos antes, había sido causada por esos mismos agentes. O al menos eso fue lo que afirmó el panadero de la cuadra. Don Manuel no chistó palabra. Abrazó a su perro y le sobó la herida mientras le tarareaba una famosa canción interpretada por el grupo musical de rock alternativo Mano Negra. Los agentes lucían incomodos, pues cada vez más personas les reclamaban, con vehemencia. “¡Váyanse!”, les gritaban airados. Fue de pronto cuando uno de los policías escupió el piso y le murmuró cosas a su compañero. Ambos miraron al habitante y a “Capitán” (como el señor Manuel llamaba a su perro), al tiempo que expelieron una sonrisa socarrona y se fueron, no sin antes decir “Luego arreglamos”. Uno de los oficiales, por cierto, era sargento mayor; el otro, sargento primero. El perro les llevaba unos buenos rangos…

Justo en ese instante la niña miró a la mamá y le preguntó: “¿Ellos no eran los que estaban sentados al lado nuestro hace minutos?”. La madre asintió. “¿Recuerdas que ese de allá estuvo de rodillas casi todo el tiempo?”. “Sí. Y también puso su mano derecha sobre la mano izquierda de su compañero mientras rezaban muy concentrados el Padre Nuestro”. “Entonces ―preguntó irónicamente Alicia―, ellos tienen temor de Dios, y, por tanto, tienen el cielo asegurado, ¿no es así? En cambio, ese perrito no tiene alma, ¿verdad? No me gusta la idea del hombre de capita sobre quienes van y quienes no al cielo. Siento que…”. La madre abrió los ojos y la interrumpió: “Vamos, hija, acaba de llegar el bus”. Yo había visto hace poco la que es, aún hoy en día, mi película favorita de Woody Allen. Sonreí y pensé “Match Point”.

Si partimos de que todo es susceptible de ser leído: desde los libros hasta los contextos, desde la unión de una letra con otra hasta las distancias, los abismos, las facciones, las pausas, los símbolos, las presencias y ausencias, en la perplejidad, las lágrimas, la frente en alto, los silencios y la sonrisa del habitante de calle se puede interpretar su deseo de refundar una idea de dignidad sentipensante, que haga de su capacidad para sentir dolor y placer un fundamento para avanzar en el reconocimiento del derecho a la ciudad, entendido como una conquista normativa de resistencia frente al urbanismo depredador y leonino, que asume la ciudad, no como un lugar para vivir, sino para invertir, en sintonía con procesos de gentrificación, acumulación por desposesión y destrucción creativa, caracterizados por un marcado odio de clase hacedor de líneas abismales configuradoras de dos ciudades: la formal y la informal.

La primera es una espacialidad exclusiva, donde el acceso está restringido a la capacidad económica. Pululan grandes edificaciones, bulevares y extensas vías. También instituciones y lugares de esparcimiento. Los componentes físicos e intangibles son patrimonio exclusivo de pocos, lo cual relativiza la idea de que todos tenemos derechos por el hecho de ser personas. En la ciudad formal, la precondición de los derechos y del ejercicio de la ciudadanía es el privilegio de clase. Las arquitecturas y formas de habitar son ajenas a todo estandarte humanista.

La ciudad informal, por el contrario, está diseñada para sobrevivir, mas no para vivir. Aquí no hay derechos, sino deberes, tampoco Estado social y democrático, sino estado de naturaleza. Se trata de una renovada dinámica de discriminación a gran escala: el apartheid social. Los ciudadanos informales han sido rebautizados culturalmente. Las etiquetas con las que se los define son múltiples y complejas. Cuando transitan de la ciudad informal a la formal, dividida por fronteras invisibles, se activan toda clase de dispositivos de seguridad, más o menos violentos e invasivos, oficiales y privados, como el veneno de la etiqueta, el desprecio, el soslayo, el prejuicio maximizados… El paisaje urbano es hosco para el desclasado; bucólico para los que han hecho de la ciudad un sastre que les garantiza un urbanismo a la medida.

Henry acerca el grito, el aullido de los despojados de dignidad, desde su propia experiencia, que nos resultaba muy lejana, pero, tras escuchar su testimonio, ahora vemos en sus ojos cafés una constelación que funge como Norte, la Osa Mayor que ha de guiar el navío de la expansión de los derechos. No en vano el grado de compromiso de un Estado con la Constitución se puede medir de muchas maneras. Entre ellas, según la importancia que le dé a la reducción de asimetrías sociales, en aras de menguar las afugias de los menesterosos.

¿Hay entre el Estado y la Constitución colombiana un abismo entre facticidad y validez? Tener una cobija, una sopa caliente, un baño… para no sentir que la aflicción y la penuria corroen la vida y que no hay mayor interacción con el mundo que el dolor no debería ser una contingencia que dependa del gobierno de turno. Con la materialización de actos como esos los derechos adquieren contenido y, más aún, el Estado prodiga lo exigido por el constituyente.

Segunda parte. El microscopio

“Deconstruir” es el llamado para no romantizar la habitanza en calle, pero también para no asumir una mirada paternalista, que victimiza desde un sentimiento de lástima. El punto medio es dignificar de base dicha experiencia para avanzar hacia un verdadero reconocimiento del derecho a la ciudad. Ahora bien, el lenguaje puede ser aliado de la dignificación y humanización de la habitanza en calle o cómplice del horror. Por lo pronto, el habitante de calle se encuentra despojado, no solo de cobija, sino de dignidad, la cobija de los derechos.

Henry nos obsequia una experiencia microscópica en la medida que hace grande lo pequeño al relacionarlo con una problemática simbólica e institucional. Una triangulación de violencias asola día a día al habitante de calle provocándole angustia, temor, terror, ¡dolor! Así como él, su dignidad también está a la intemperie. ¡Oh sorpresa!, probablemente somos partícipes de eso. “¿Nosotros? ¿Pero cómo? ¿Qué hemos hecho concretamente para perpetuar la vileza? ¿Cómo es esto posible, si a veces hasta les damos limosna o pan al que sufre?” Estas son algunas preguntas que emergen cuando acercamos el ojo a la lente para ver las interacciones de la habitanza en calle. Escuchar a Henry hace grande lo pequeño.

Harto conocida es la violencia directa. La más vulgar. La más rampante. La que ejerce el señor Matanza, la mano negra, contra el hijo de la calle: “¡Bang!” “¡Bang!” Uno menos. En una obra denominada Historia universal de la infamia, el genio argentino Jorge Luis Borges relata diferentes crímenes históricos, reales o legendarios, a la luz de un estilo barroco-documental, al tiempo que, mediado por la superposición entre las fronteras entre ficción y realidad, ensancha las márgenes de la comprensión. Fantaseo al pensar cómo habría asumido la narración de uno de los capítulos más cruentos de la historia colombiana: los “falsos positivos”, junto con uno de sus causantes, que es, a su vez, autor de una frase digna de fungir como el título de un capítulo de la historia universal de la infamia: “No fueron a recoger café”, refiriéndose a los jóvenes soachunos asesinados a manos de agentes del Ejército. Hoy es un hecho que el involucramiento de miembros del Ejército en el asesinato de civiles no beligerantes que hicieron pasar como bajas en combate, durante la presidencia de Álvaro Uribe Vélez, fueron crímenes masivos que tuvieron sistematicidad y siguieron un patrón. No son acciones de “manzanas podidas”, sino estratagemas de todo un árbol envenenado.

Entre los días 27 y 29 de junio del año que corre tuvo lugar la Audiencia de Reconocimiento de Verdad citada por la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), en el marco del caso de Dabeiba. En la audiencia, el coronel retirado Efraín Prada Correa, excomandante del Batallón de Contraguerrillas N.° 79, enunció los asesinatos que se cometieron bajo su mando. La verdad es desterrada y sale a flote un dato escalofriante del que más bien poco se conoce: muchas de las víctimas de los “falsos positivos” fueron habitantes de calle, y la audiencia sobre el caso de Dabeiba lo confirma: ellos fueron las principales víctimas de estas ejecuciones extrajudiciales. De los cuerpos encontrados en el Cementerio de Dabeiba, diecisiete corresponden a habitantes de calle.

En la audiencia de Dabeiba, el sargento (r) Jaime Coral Trujillo, uno de los ocho máximos responsables de los “falsos positivos” rastreados en este municipio antioqueño, dio detalles que permiten entrever la hondura del asunto. Coral manifestó que, por la presión de obtener resultados, así como por el embeleco de recibir un viaje al exterior, se relacionó con un paramilitar con el objetivo de que le pusiera en bandeja de plata víctimas para asesinarlas y hacerlas pasar como bajas en combate. “Con un contacto que yo tenía en los paramilitares, con quienes habíamos hecho operaciones en Llano Grande y Llano Gordo, lo llamo y le digo que necesito dar un resultado porque en la brigada estaban haciendo presión, estaba el coronel Amor Páez Jorge amenazando con que nos iban a dar de baja, que al batallón tocaba cambiarlo de allá, amenazando a las patrullas porque no habían dado resultado”, confiesa el militar.

“Estoy más contento. Mañana me voy. Aquí vinieron unos muchachos bien vestidos, me dieron la liga y me dijeron que mañana me iban a llevar a trabajar”. Estas palabras las dijo una de las víctimas de los “falsos positivos”, como lo puso de presente Omaira Montoya en la audiencia. Omaira habitó las calles durante cuarenta años y habló, para el caso de Dabeiba, en nombre de las personas en condición de indigencia que fueron víctimas de este flagelo. Ella vio cuando se llevaron a siete compañeros suyos que jamás regresaron, lo que ya es diciente, pues reafirma que la violencia institucional del desempleo colinda con la violencia directa y que ambas tienen estrecha relación con el Estado, que, en clave de teoría del delito, se adecúa a la descripción del Estado coautor.

Querían trabajar, pero conseguir un empleo es muchas veces más difícil que presenciar la multiplicación de los peces, por lo que en las mentalidades poco a poco se va desfijando la idea de que el trabajo es un derecho para pasar a ser asumido como un milagro, produciéndose, así, un desplazamiento del lugar de enunciación: “Dios, ayúdame, he sido bueno”, suplican muchos esperando que la intercesión divina haga lo que no el Estado: cumplir con su deber social de encaminar esfuerzos en favor de los que más sufren, al tiempo que los rincones del territorio se metamorfosean en un reclinatorio donde, ante la falta de trabajo, el desamparado imita a Jesús y dice: “Padre, ¿por qué me has abandonado?”, consolidándose la transición del lugar de imputación: de las calles, con la frente en alto, ante el poderoso, arengando orgullosamente, al Gólgota íntimo, con la cabeza gacha, mientras pregunta mentalmente, en actitud de humildad, si el calvario de no tener trabajo es otra prueba divina, cuando no es más que una crucifixión laica, consecuencia de un Estado que abandona a “sus hijos”.

¿Qué pasó después? La mano ofrecida, que los cautivó y les prometió darles trabajo devolviéndoles la esperanza, fue la misma que les disparó en la cabeza, estando de rodillas y de espalda. Una vez en Dabeiba eran asesinados y sepultados como NN en el cementerio del pueblo. “Nadie preguntará por ellos”, afirmaban. “Nadie los va a extrañar; son desechables”. El NN es el cuerpo despojado de historia, el cuerpo desterrado a la sin memoria. Un instinto primitivo madurado racional y sentimentalmente es el que nos impulsa a las luchas por el reconocimiento. Qué aberración. Al habitante de calle no solo se le invisibiliza en vida, sino que, en el caso del que fue víctima de estos falsos positivos, se le tatuó en su cadáver la etiqueta de “ningún nombre”, como si jamás hubiese sido dado a luz. Lo que no se nombra no existe. El ser y el cuerpo doblemente martirizados, en vida y tras la vida.

A este crimen, que ya es execrable, se suma otro, de índole moral: el desconocimiento de los familiares de que hay una muerte violenta, pero el juzgamiento en potencia de un responsable inanimado. Veamos: varios seres queridos de los habitantes de calle no saben hoy en día que uno de los suyos fue asesinado por el Estado. Sin embargo, persiste en coro la condena poética de que las calles fueron las que se devoraron a su hijo, a su hermano, a su padre, a su esposo… El asfalto, sin embargo, de poder hacerlo, abrazaría a los dolientes y se abrazaría a sí mismo, porque se ha ido su representación sensible, su alter ego corpóreo: un sujeto que, como él, ha sido pisado durante mucho tiempo. En efecto, la relación entre la calle y el habitante puede ser tan especial como entrañable: aunque este no tiene casa, tiene una, salvo que sin linderos, en la que pululan hermanos no sanguíneos con los que comparte espacios comunes. A su vez, a pesar de que ella, la calle, no tiene hijos, los tiene adoptivos. La ciudad no es culpable; es víctima simbólica de la anonimización del crimen.

Por otro lado, su primo hermano, el campo, fue violado por unas manos que abrieron un hoyo para enterrar un cuerpo ensangrentado, como si la tierra fuera cómplice de la cobarde bala, de la pala que la perfora, del cadáver que le es arrojado. Ella, que todo provee, y que encarna un templo mundano, es también víctima de sacrilegio al experimentar el acto contra natura de que, siendo dadora de vida, sea receptáculo de muerte. Los “falsos positivos”, pues, no son solo un crimen contra la humanidad, sino contra la Madre Tierra, en la medida que resulta profanada al ser presionada a acallar a su hijo, guardando el secreto de un cuerpo que grita que fue asesinado. El gusano devora las carnes. El cuerpo se descompone. Si pudiera interrogarse a la tierra (y al río), la verdad histórica sería una vivencia telúrica.

Pero nunca es demasiado tarde para santificar la tierra y restituir el buen nombre, a través de una hermenéutica de paz y reconciliación. Los participantes de la Audiencia de Reconocimiento de Verdad sembraron en el cementerio guayacanes, muy conocidos por el hecho de que en su adultez florecen profusamente, es decir que representan literalmente la prolongación de la existencia de las víctimas, que anhelaban reverdecer como un árbol imponente. Solo que cortaron de tajo sus aspiraciones. Pero la simbología hace justicia poética: conecta anímicamente el árbol de la vida humana con el árbol guayacán. Lo humano y lo físico se complementan hasta completarse, por lo que, en conclusión, diremos que las paradojas no cesan: aunque no ha habido en buena parte presencia de los familiares, los hay: un asfalto que llora, una tierra que da el pésame.

En todo caso, las Madres de la Candelaria, movimiento social que pretende hacer visible la situación de desaparición forzada que padece el departamento de Antioquia y el país, se han vinculado al proceso y adelantan, con porfía, la búsqueda de las familias de los jóvenes asesinados, que rondaban los diecisiete y treinta años. Por lo pronto, las Madres de la Candelaria, que evocan las luchas dignificantes de las Madres de Soacha o las Madres de Plaza de Mayo, han adoptado a estas víctimas de la violencia del Estado, un mal padre. El amor trenza vínculos más allá de la sangre, y cuando toma cuerpo revolucionario-reconciliador, da luz a nuevas formas de reconocimiento espiritual, afincadas en la lucha obsesiva por la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición, cuidados que la madre transicional busca prodigar, bajo la premisa de que la memoria es prolongación de la vida y el buen nombre no cesa con el último hálito.

No hemos apretado el gatillo. Es verdad. Pero eso no basta para ser absueltos por la consciencia. Jurídicamente, sí, claro, pero es que los propósitos y alcances del derecho están restringidos a formas de participación muy concretas. En el tribunal de la inmensidad íntima, en cambio, posiblemente fuéramos declarados culpables. El derecho nos absuelve, la ética nos condena. ¿Por qué?

Tú, ella, él, ellos y nosotros compartimos una misma condición: la de ser seres humanos. Pero al habitante de calle se le ha arrebatado el núcleo mínimo del reconocimiento civil: el hecho de considerarlo persona. ¿Cuál es la consecuencia de esto? Que, despojado de esa precondición de dignidad, se “justifica” la negación de cada uno de sus derechos. La violencia directa que padece el habitante de calle tiene, pues, como base, la metamorfosis cultural de transmutar a un ser humano en espectro, que asusta o no se ve.

Una vez se le ha estigmatizado como “loco”, “peligroso”, “delincuente”, “vago”, “drogadicto”…, lo malo que le pueda ocurrir no va a generar indignación ni perplejidad. “Lo tiene merecido”. No habrá extrañeza y es justo allí cuando se configura una cuestión abominable: la normalización de la barbarie, la legitimación de la infamia. La investigación “Limpieza social” en Bogotá: la construcción del indeseable, de Ingrid Carolina Pabón Suárez, ilustra bien la relación entre las narrativas de odio y la aberrante práctica de la “limpieza social”. La investigación, desarrollada entre el 2012 y el 2015 en la Unidad de Planeación Zonal Patio Bonito, logró identificar que las principales víctimas son jóvenes a quienes se les etiqueta como “ñeros”.

La palabra crea efectos en el mundo. Se trata del poder performativo del lenguaje. He ahí la importancia de no avalar la ignominia siendo etiquetadores de vileza, pues la etiqueta no es más que la crónica de una muerte anunciada, que voz hecha crisantemo. En esos casos, sepámoslo y asumámoslo, es cierto que no somos autores directos del homicidio, de la desaparición, de la tortura, de la violación, pero sí cómplices de violencia cultural. La dignificación de la vida comienza por el lenguaje.

El término “desechable”, por ejemplo, es tributario de una herencia colonial, racista y clasista, que inocula la idea de que las personas desamparadas, que viven de la mendicidad, podrían o deberían ser eliminadas por grupos de justicia privada o por la fuerza pública, en operaciones de campañas de “limpieza social”. No en vano, como dice Ingrid, “esta práctica tiene un carácter instrumental porque a través de ella se busca establecer un tipo de orden moral y social. Y expresivo, porque devela una estructura social jerarquizada y un sistema de clasificación que se soporta en la creencia de que hay unos sujetos que son fuente de peligro, los indeseables, y otros, que son quienes están en peligro” (p. 8). Así, la palabra “desechable” configura una forma odiosa de persecución y discriminación contra los más pobres, olvidándose que los derechos humanos no tienen estrato.

Los relatos y las narrativas de odio que anteceden el paramilitarismo urbano, representado en grupos de autodefensa barrial, coadyuvan la “limpieza social” y respaldan al señor Matanza muchas veces parten de una singular negación o invisibilización del otro por su condición de desclasado, de sujeto-objetivado por estar al margen de las lógicas de la compraventa, la propiedad privada y la enajenación del trabajo. Es decir, por no encajar en el arquetipo del ciudadano ideal a los ojos de la ley de cambio, en cuanto no participante de las dinámicas productivas capitalistas. Anida, pues, una repugnancia obsesiva hacia el pobre, un sentimiento de aporofobia, en palabras de Adela Cortina. En efecto, al acercar el zoom, se reconoce plenamente la estrecha relación entre el hecho de estar despojado del reconocimiento de la dignidad y la asignación de etiquetas desde una fábrica de ideas y hábitos aporofóbicos, por ende, de marcado linaje clasista-global.

Cuando la violencia estructural (que incluye la acción y omisión del Estado) y la cultural se mezclan con la aporofobia, ¡la violencia directa ya está justificada! Cae el mazo. “Culpables”. Ha fallado el tribunal de la consciencia.

“Esta ciudad es la propiedad

Del Señor Matanza

Esa olla, esa mina, y esa finca y ese mar

Ese paramilitar, son propriedad

Del Señor Matanza

Ese federal, ese chivato y ese sapo

El sindicato y el obispo, el general son propriedad

Del Señor Matanza

Buenas jineteras y alcohol, están bajo control

La escuela y el monte de piedad son propriedad

Del Señor, del Señor Matanza

(Tum tum tum tum tum tum tum tum)

Él decide lo que va, dice lo que no será

Decide quién la paga, dice quién vivirá

Esa y esa tierra y ese bar son propriedad, son propriedad

Del Señor Matanza

A mi niero llevan pa’l monte

A mi niero llevan pa’l monte

A mi niero llevan pa’l monte

A mi niero llevan pa’l monte

Y mi niero que lo llevan y se van

Los que matan, pam pam, son propriedad

Del Señor Matanza

Él decide lo que va, dice lo que no será

Decide quién la paga, dice quién vivirá

No se puede caminar sin colaborar con su santidad

El Señor Matanza”.

[Señor Matanza. Canción del grupo Mano Negra].

@MateoRomo92

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