
POR OMAR ROMERO DÍAZ /
En el reciente Consejo de Ministros del 17 de junio de 2025, el presidente de la República, Gustavo Petro, puso sobre la mesa una verdad incómoda pero urgente: el Presupuesto nacional ha sido históricamente capturado por las élites económicas del país, mientras los territorios empobrecidos y las mayorías trabajadoras siguen esperando que el Estado les cumpla. Lo que debería ser un instrumento de justicia social se ha convertido, con el paso de los gobiernos, en un canal de subsidios encubiertos a los más ricos.
El mandatario fue claro: el gasto público no debe recortarse, a menos que se trate de eliminar los privilegios fiscales que benefician a los grandes capitales. Citó, como ejemplo evidente, los subsidios a la gasolina, que terminan favoreciendo a quienes más consumen y más capacidad tienen para pagarla. Y recordó, además, que sin su autorización se giraron 70 billones de pesos a Ecopetrol para cubrir deudas heredadas del anterior Gobierno, una maniobra que pone en evidencia cómo el poder económico ha operado como un Estado dentro del Estado.
Durante la pandemia, el Gobierno de Iván Duque endeudó al país con el Fondo Monetario Internacional (FMI) con el pretexto de salvar empleos, pero la realidad es que ese dinero terminó mayoritariamente en manos de empresarios, sin mecanismos de control claros. Hoy, seguimos pagando esas deudas con recursos que podrían estar financiando educación, salud, vivienda o vías terciarias. ¿A quién le sirve este modelo?
Lo más grave es que se siguen pagando vigencias futuras por obras que no se ejecutan, como en el caso de la vía Mulaló–Loboguerrero, mientras los grandes grupos económicos Sarmiento Ángulo, el Grupo GEA y otros continúan recibiendo millonarios pagos del Estado por proyectos inconclusos. Estos grupos no construyen, acumulan intereses. No producen, rentan desde el privilegio.
Por eso es profundamente acertado el llamado del Presidente a cambiar la lógica del gasto público. No se trata de “gastar menos”, sino de gastar mejor y con justicia. No podemos seguir permitiendo que los recursos públicos se usen para enriquecer a quienes ya controlan bancos, medios, contratos y tierras. Es hora de que ese dinero se invierta en vías terciarias para los campesinos, en agua potable para las regiones olvidadas, en dignidad para quienes nunca han sido prioridad en este país.
Este no es un debate técnico, es un debate ético y político. ¿Vamos a seguir financiando a los ricos para que sean más ricos, mientras los pobres siguen atrapados en el abandono? ¿O vamos a construir un nuevo pacto fiscal donde el Estado recupere su función social y la inversión pública sirva para cerrar brechas?
Como ciudadanía, no podemos ser indiferentes. Este momento nos interpela: o defendemos un presupuesto justo, o aceptamos seguir pagando una deuda que nunca contrajimos, en nombre de una “eficiencia” que solo beneficia a unos pocos. Es hora de poner la lupa sobre los intereses que se esconden detrás del presupuesto, y exigir transparencia, equidad y, sobre todo, justicia fiscal.
Porque el gasto público no puede seguir siendo un negocio para los ricos. Tiene que ser la herramienta con la que construyamos el país que merecen los pueblos.