KALEWCHE /
Entrevista con el periodista catalán y analista internacional Rafael Poch de Feliu, uno de los más rigurosos investigadores sobre la realidad rusa gracias a su amplio trabajo reporteril en Euroasia. Cubrió para La Vanguardia de Barcelona la caída de la URSS y de su último líder, Mijaíl Gorbachov –con quien viajó en el mismo avión tras el golpe de Estado de agosto de 1991–; el saqueo del Estado capitaneado por Boris Yeltsin y la llegada del excoronel del KGB Vladimir Putin al Kremlin. En marzo de 2022 publicó La invasión de Ucrania (Revista Contexto, 2022), y en de septiembre de ese mismo año, la segunda edición de La gran transición. Rusia, 1985-2002 (Crítica, 2003), libros que aportan claves y contexto para entender el convulso momento actual.
Poch de Feliu (Barcelona, 1956) ha sido corresponsal internacional durante 35 años. La mayor parte de este tiempo lo ha pasado en la URSS/Rusia (1988-2002) y en China (2002-2008) al servicio periodístico del diario catalán La Vanguardia. También fue corresponsal en Berlín, antes y después de la caída del Muro, y en París. En los años setenta y ochenta estudió historia contemporánea en Barcelona y Berlín Oeste y fue corresponsal en España de Die Tageszeitung, redactor de la agencia alemana de prensa DPA en Hamburgo y corresponsal itinerante en Europa del Este (1983 – 1987). Es autor también de varios libros sobre la URSS, Rusia y China y de un pequeño ensayo colectivo sobre la Alemania de la eurocrisis. Actualmente es profesor de relaciones internacionales en la UNED y agricultor. Sus artículos se pueden leer en el blog https://rafaelpoch.com/.
Del cierre en falso de la Guerra Fría a la espiral suicida de la guerra en Ucrania
Un intercambio de preguntas y respuestas sostuvimos hace pocos días por correo electrónico, salvando los más de 10.000 kilómetros de distancia oceánica que separan –solo físicamente– a nuestro Río de la Plata de la Barcelona mediterránea (acaso los dos rincones del mundo donde más floreció el socialismo libertario en los últimos lustros del siglo XIX y primeros decenios del XX, y que tanta sinergia de camaradería internacionalista supieron tener entre sí, desde los tiempos del gran éxodo europeo a América hasta la primavera revolucionaria de la Guerra Civil Española). ¿Entrevista con quién? Con el periodista, corresponsal y ensayista catalán Rafael Poch de Feliu, uno de los analistas internacionales más prestigiosos del mundo de habla castellana. ¿Entrevista con motivo de qué? Con ocasión del lanzamiento de su último opúsculo, Ucrania, la guerra que lo cambia todo (España, Escritos Contextatarios, 2023).
En tu nuevo libro, Ucrania, la guerra que lo cambia todo, hablas de “responsabilidades compartidas” en los orígenes de la “Operación Militar Especial”. Es indudable que Rusia tiene una cuota de responsabilidad como «detonante», por haber invadido Ucrania desde la premisa de una guerra «preventiva». Pero no es menos cierto que la previa, muy agresiva e irresponsable expansión de la OTAN en la Europa del este, dentro del marco de lo que has llamado «cierre en falso de la Guerra Fría», también ha contribuido enormemente a la escalada del conflicto Moscú-Kiev. Se habla mucho, y con razón, de una proxy war o «guerra por delegación» de la OTAN, donde Kiev funge de peón de Washington y Bruselas, tras largos años donde el Tío Sam y la Unión Europea (UE) sembraron la discordia en Ucrania con injerencias o intrigas. A un año y cuatro meses de iniciada la invasión, cuando la niebla de guerra todavía no se ha disipado suficientemente, ¿sería posible calibrar el grado de responsabilidades relativas de Rusia y la OTAN en la gestación y el desencadenamiento de la guerra?
La dificultad estriba en que, como digo en mi último opúsculo, no hay una guerra sino varias interrelacionadas, con las tensiones internas en Ucrania, los problemas de perpetuación del sistema autocrático ruso, el pulso entre la OTAN y Rusia, y el gran pulso de Washington para mantener su preponderancia global ante la emergencia de nuevas potencias lideradas por China. Dicho esto, los actuales dirigentes chinos «solucionaron» la valoración histórica del papel de Mao diciendo que el 70 % de su legado fue positivo y el 30 % restante negativo. Naturalmente, tal valoración está sometida a los vaivenes de la historia y los intereses de quienes la formulan. Así que cada generación reformula la calificación que pone a los grandes asuntos del pasado para encarar su presente. La guerra de Ucrania no será excepción. Pero a la luz de los datos que disponemos hoy, está claro que su génesis es un proceso de treinta años. La versión ofrecida ahora en Occidente ignora todo ese proceso y afirma que la guerra es algo que comienza con la invasión rusa de febrero de 2022 sin la menor provocación, como pura consecuencia de una voluntad imperial agresora y expansionista rusa, y de la maldad de su dirigente. Es evidente que esta tesis no resiste un análisis crítico serio. En mi opinión, en este conflicto hay responsabilidad rusa, pero el grueso de la culpa es de Estados Unidos y sus aliados –más bien habría que hablar de vasallos– europeos. Digamos una relación de 30% de responsabilidad para la élite rusa y ucraniana, y un 70 % para los norteamericanos y europeos de la OTAN. Sin la arquitectura de seguridad europea que Washington impuso tras el fin de la guerra fría como algo primero sin Rusia y luego contra Rusia, no se habría llegado a esta guerra. La intervención occidental, es decir de Estados Unidos y de la Unión Europea, forzando la incorporación política, económica y militar de Ucrania a ese orden contra Rusia, contra la voluntad de la inmensa mayoría de los ucranianos, abrió primero una clara perspectiva de guerra civil en Ucrania y luego provocó la guerra con Rusia. Para llegar a eso, Occidente ignoró las más básicas realidades, históricas, económicas y sociales de la sociedad ucraniana, así como las repetidas advertencias de Rusia al respecto.
¿Cuánto piensas que ha incidido en la génesis del conflicto la propia y singular situación interna –tan enrevesada y volátil– de Ucrania, desde lo político a lo económico, pasando por lo social y cultural? ¿O te parece que sólo o básicamente se trata de geopolítica global, de dos “imperios combatientes” (como se llama tu sección en CTXT)? Es decir, ¿OTAN vs. Rusia, Rusia vs. OTAN? El sociólogo ucraniano de izquierdas Volodymyr Ishchenko, sin negar la importancia crucial de la puja exógena Washington/Bruselas vs. Moscú, ha puesto el foco en dinámicas endógenas. ¿Se podría plantear una responsabilidad tripartita en la génesis de la guerra de Ucrania, donde, al margen de la OTAN y el Kremlin, Kiev habría aportado lo suyo a la discordia?
Sin duda. No se entiende nada sin atender al escenario postsoviético que se abre con la disolución de la URSS. En 1991, una pugna por el poder en el interior de la élite rusa [la nomenklatura de la RSFS de Rusia] determinó que ésta disolviera la Unión Soviética para que la facción de Boris Yeltsin se hiciera con el pleno poder que hasta entonces debía compartir con el aparato central de la URSS dirigido por Mijaíl Gorbachov. Eso fue la disolución «política», podríamos decir. Hubo también un claro aspecto «de clase»: la URSS, con sus maltrechos y desprestigiados referentes simbólicos e históricos revolucionarios, era un impedimento para la reconversión social de una casta administrativa/burocrática en clase propietaria. Sin la URSS, la élite rusa y las respectivas élites nacionales de cada república eran mucho más libres para realizar esa reconversión social. En el marco de esa operación, que abría enormes perspectivas de enriquecimiento y poder, la élite rusa sacrificó, momentáneamente, casi todo lo demás: la geografía humana rusa, los enormes espacios de las repúblicas socialistas soviéticas de Kazajstán y Ucrania, poblados por rusos y mayoritariamente rusoparlantes, la suerte de millones de rusos que vivían fuera de las fronteras de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia (RSFSR), cuyos estatutos y derechos se dejaron de lado, la identidad de gran potencia en el mundo, etc. etc. Todo eso la élite rusa lo dejó de lado para concentrarse en lo principal: el asalto al supermercado nacional, que la URSS definía como “propiedad de todo el pueblo”, y su apropiación privada o privatización. En ese contexto, cuando hacia diciembre de 1991 la URSS fue disuelta a iniciativa rusa y con la aquiescencia seguidista de Ucrania y Bielorrusia, los dirigentes rusos ni siquiera pensaron en que el sur y el este de Ucrania, la franja que va desde Járkov hasta Odesa, pasando por el Donbás y Crimea, eran mucho más Rusia que Ucrania desde todos los puntos de vista. Aún menos pensaron en la parte occidental de Kazajstán. La mentalidad de saqueo era lo que verdaderamente importaba, y lo demás era accesorio. Después de todo, pensaban, Ucrania, es una «casi Rusia». Siempre será un solícito satélite ruso, por no hablar de Kazajstán. No contaron con que las élites dirigentes ucranianas, como las de las otras repúblicas, fundamentalmente cuadros excomunistas rápidamente reciclados en adalides de la “economía de mercado”, necesitaran consolidar ideológicamente su nuevo poder, no ya sobre la “eterna amistad entre los pueblos de la URSS”, sino desarrollando su propio y particular nacionalismo, lo que determinaba muchas colisiones con Rusia. Otro proceso fundamental es que, al mismo tiempo, los dirigentes rusos estaban convencidos de que Occidente les iba a dejar entrar en la globalización capitalista como socios «libres e iguales». Habían olvidado todo aquello por lo que sus abuelos hicieron la revolución en busca de una solución al problema del desigual desarrollo capitalista que empujaba al Imperio Ruso de principios del siglo XX a convertirse en una especie de gran potencia colonizada. Consideraban que, con la URSS, su país se había apartado de la «civilización» a la que ahora regresaban. Moscú quería ser Nueva York, París o Londres; pero lo que la globalización capitalista le ofrecía era un estatuto subalterno en el que la “Tercera Roma” debía renunciar a su identidad y realidad de gran potencia, con su nueva burguesía en el papel de intermediaria (compradora) en el comercio de materias primas. El resultado fue aquellos años noventa con enormes posibilidades de enriquecimiento privado para unos pocos, miseria y colapso demográfico para los más, humillación e impotencia en el ámbito internacional, con la sucesiva ampliación de la OTAN, apoyo occidental al secesionismo en Rusia y hasta planes para disolver la Federación Rusa en toda una serie de repúblicas manejadas por Occidente.
Realizada con éxito la reconversión social de la casta dirigente, con Putin comenzó el restablecimiento de la potencia rusa, y con ello el choque con el «capitalismo realmente existente». La élite rusa cayó del caballo y comenzó a elaborar un plan para hacerse respetar por Occidente, que nunca entendió los procesos internos de Rusia. En eso estamos. Con esta guerra, Rusia pretende «hacerse respetar», es decir que Occidente reconozca sus intereses, zonas de influencia, etc. Como no lo ha conseguido, se reorienta hacia la pujante Asia. De ahí el renacimiento del euroasianismo, el “somos una civilización diferente” y todo eso… En otras palabras: no ha sido la «ideología» del régimen la que ha desencadenado un cambio de actitud en Moscú. Lo que ocurrió es que el desengaño de la élite rusa con Occidente, por no ser aceptada en la general rapiña bajo las condiciones «libres e iguales» que imaginaba, y por recibir una clara y creciente hostilidad a su relativa consolidación como potencia y al ejercicio de su soberanía en la esfera internacional, determinó la búsqueda de nuevas ideologías y discursos conservadores.
Respecto a Ucrania, treinta años de caótico gobierno nacional provocaron muchos desastres sociales, pero también el hecho de que aquella «casi Rusia», fuera cada vez «más Ucrania». Tras una generación viviendo en una Ucrania «soberana e independiente», incluso en el este del país, cultural e idiomáticamente muy ruso, avanzó claramente una identidad ucraniana plural. El nacionalismo de las regiones de Ucrania occidental que nunca pertenecieron al Imperio Ruso y a su cristianismo, un nacionalismo furibundamente antirruso y excluyente hacia los grandes sectores rusófilos y rusoparlantes de la nación, un nacionalismo étnico con narrativas históricas de extrema derecha, que era minoritario en el grueso del país, fue ganando influencia y terreno a un nacionalismo patriótico capaz de integrar la diversidad identitaria de la nación. En 2014, ese nacionalismo étnico se impuso definitivamente con una mezcla de revuelta social y golpe de estado que contó con el decidido apoyo occidental y que fue rechazado en el este y sur del país. En ese contexto, Rusia se anexionó Crimea, con el beneplácito de la inmensa mayoría de la población de la península; y en el Donbás arrancó una revuelta armada, inicialmente sin apoyo ruso. Comenzó así una guerra civil. El nuevo gobierno de Kiev apoyado por Occidente la planteó desde el principio como “operación antiterrorista” –una operación contra el “terrorismo” instigado por Rusia– cuya solución era doblegar a los que denominaba nedoukraintsy, “gente no suficientemente ucraniana”. Según el propio secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, la guerra comenzó en 2014 y no en 2022, y produjo unos 14 mil muertos antes de la invasión rusa, la mitad de ellos civiles, y la mayoría de estos, pobladores de localidades rusófilas víctimas del ejército ucraniano, entonces compuesto por milicias de extrema derecha. Desde entonces, Occidente comenzó a dar miles de millones de dólares a Ucrania, y a armar y modernizar su Ejército para que luchara contra Rusia, cuyo desafío con la limpia anexión de Crimea era un mal ejemplo global que había que escarmentar militarmente. Las negociaciones de paz de los Acuerdos de Minsk, con la supuesta participación «mediadora» de Francia y Alemania, fueron mascaradas para “ganar tiempo y preparar a Ucrania” para la guerra, según han admitido la excanciller alemana Angela Merkel y el expresidente francés François Hollande. En marzo de 2021, los ucranianos aprobaron planes para reconquistar Crimea militarmente con ayuda de Estados Unidos. La invasión rusa se produjo en un claro contexto de incremento de los bombardeos ucranianos sobre las regiones rusófilas del Donbás…
La tragedia ucraniana es que sus dirigentes han contribuido a la perpetuación del conflicto. No habrá paz ni integridad territorial del país, mientras Ucrania no vuelva a reconocer su pluralismo interno. Y eso parece más difícil que un escenario en el que Rusia se anexiona gran parte de su territorio del sur y este, lo que tampoco nos llevará a una situación estable. ¿Por qué una «victoria» rusa no será estable? Imaginemos que aplastan militarmente a Ucrania y se quedan no solo con las cuatro regiones completas o incompletas que ya han incorporado constitucionalmente a la Federación Rusa, además de Crimea [léase: provincias de Lugansk, Donetsk, Zaporiyia y Jersón], sino con toda la franja culturalmente rusófila del país, desde Járkov hasta Odesa, privando al país de su salida al mar y convirtiéndolo en un reducto rusófobo revanchista e impotente, con una línea divisoria no reconocida internacionalmente. Por poca resistencia local armada que actuara contra la ocupación en todo aquel territorio, eso obligará a establecer allí administraciones rusófilas férreas y muy militarizadas, con toda la panoplia «antiterrorista» (tortura, desaparecidos, represión) y predominio de la policía de estado. Lo más probable es que lo que quede de Ucrania, y también sus padrinos europeos, apoyen decididamente tal «resistencia». Para Rusia será un cáncer.
Y Rusia es un país muy frágil. El “incidente Prigozhin” lo ha recordado con toda claridad: un motín militar en plena guerra animado por un personaje que, seguramente, se veía amenazado por sus rivales del Ministerio de Defensa. Y no es lo único inaudito que se puede esperar en Rusia. La oposición a Putin, hoy mayormente irrelevante, tiende a venderse a la OTAN y a hacerle el juego a todo lo que vaya contra su propio país porque uno de los dramas de la autocracia es que, por falta física de espacio de protesta, crea oposiciones condenadas a practicar el derribo total de una estructura apenas reformable, como he explicado en mi artículo “La maldición de la autocracia” (El Salto, enero de 2022). En Rusia, la oposición está condenada a ser irresponsable, porque nunca ha tenido responsabilidades de gobierno. Toda su energía se dirige al derribo, sin muchas más consideraciones. Es verdad que si las cosas le siguen yendo militarmente tan mal a Ucrania como le están yendo ahora, veremos cosas parecidas en Kiev contra Zelensky, pero hay que ser conscientes de que el régimen ruso tiene defectos estructurales que solo se resuelven con convulsiones. Uno de ellos es el relevo del líder autocrático. Es sumamente complejo. A falta de mecanismos y normas claras consensuadas e institucionalizadas de sucesión, los relevos en el grupo dirigente siempre son peligrosos. Contienen el riesgo de purgas, ajustes de cuentas y peleas entre dirigentes que se resuelven por la fuerza. En China eso ocurrió en cuatro de las seis operaciones de relevo de dirigentes ocurridos desde la muerte de Mao en 1976. Y en China, hay un partido de estado que gobierna, con ciertas normas internas, mecanismos de ascenso, una tradición secular de meritocracia, etc. Es mucho más difícil que aparezca un Prigozhin. En Rusia, todo está mucho más abierto a esos riesgos…
Tú y otros analistas habéis señalado que la dirigencia europea actual parece especialmente incompetente, y que ha interiorizado unas representaciones hollywoodenses de la política internacional que está deviniendo no solo en análisis ultra-simplistas, sino en una actuación contraria a los intereses europeos. ¿Qué ejemplos podrías ofrecer que ilustren tal incompetencia? ¿Y cómo se explica la actitud política de las autoridades europeas? Porque incluso aunque fuera pura y simple incompetencia, cuando la misma alcanza cotas tan elevadas demandaría una explicación. ¿Tienes alguna?
El asunto viene de muy lejos. Con el fin de la guerra fría y la disolución del Pacto de Varsovia y de la URSS, los norteamericanos se deberían haber ido de Europa y la OTAN debería haberse disuelto. Si no ocurrió, fue por la voluntad de Estados Unidos, perfectamente documentada y conocida, de no marcharse para no perder su control político-militar sobre el viejo continente, que le habría restado mucho poder global. Para eso, exacerbaron las ansiedades de Rusia, creando artificialmente las tensiones que la propia ampliación de la OTAN provocaba y utilizando las propias ansiedades de antiguos vasallos soviéticos y del Pacto de Varsovia. En todo esto, la gran responsabilidad fue de Alemania y Francia, que se negaron a asumir responsabilidades autónomas en materia de seguridad continental y acción internacional, prefiriendo seguir la estela de Estados Unidos a costa de sus propios intereses. Desde el fin de la guerra fría, la Unión Europea ha sido el ayudante del sheriff norteamericano en todas las barbaridades que este ha cometido desde Afganistán hasta Irak, con el resultado de más de tres millones de muertos y casi cuarenta millones de desplazados según el estudio Costs of War de la Universidad Brown de EE.UU., y la destrucción de estados y sociedades enteras. En Libia, incluso el protagonismo fue más europeo que estadounidense… Si recordamos que en los años sesenta y setenta del siglo XX ni siquiera Gran Bretaña, el perrito faldero de Washington, participó en la guerra de Vietnam, la comparación con la situación actual requiere un análisis en profundidad sobre lo que ha ocurrido en Europa durante los últimos treinta años.
Y lo que ha ocurrido es, entre otras cosas, que Europa se ha «agringado» profundamente. Incluso países como Francia, con una tradición de soberanía nacional muy fuerte, se han transformado culturalmente en satélites y vasallos de Estados Unidos. Regís Debray dice que hemos pasado de un cuadro en el que había una civilización europea a la que pertenecía la cultura norteamericana, a otro en el que hay una civilización norteamericana de la cual la cultura europea forma parte. Curiosamente, eso ha ocurrido mientras el poder mundial de Estados Unidos decrecía. Hoy, el gran vector que la guerra de Ucrania nos confirma es el de la inequívoca incorporación de la UE al conflicto de Occidente con las potencias emergentes, lideradas por China. La miseria política europea es extraordinaria. Basta comparar a los políticos alemanes post-reunificación con los Willy Brandt, Helmuth Schmidt, Hans-Dietrich Gensher; a los franceses, con sus antecesores; los italianos, con aquella gran tradición de izquierdas del “compromiso histórico” que ha llevado al poder a personajes como Silvio Berlusconi, etc. La decadencia es extraordinaria y, obviamente, no es una mera cuestión de personas, sino de procesos de fondo que tienen que ver con la propia arquitectura neoliberal de los fundamentos de la UE. La concertación europea es tan necesaria y clara como la necesidad de la propia concertación internacional global. Pero no basta con la necesidad: ahí tenemos el caso de la Sociedad de Naciones (1919-1946), la antecesora de la ONU que acabó siendo completamente irrelevante, al ser incapaz de afrontar los retos que llevaron a la Segunda Guerra Mundial. Hoy la UE avanza a pasos agigantados hacia su irrelevancia, lo que debería ser estudiado con miras a su completa refundación sobre bases nuevas.
¿Muestras de esa incompetencia? No solo el conflicto con Rusia, sin cuya integración no se puede hablar de “Europa” con propiedad, sino más en concreto la política energética, la aberración de comprar gas licuado a Estados Unidos a cuatro veces el precio del gas ruso (y eso después de que los EE.UU. reventaran con un atentado los gaseoductos de sus aliados europeos, sin que estos no solo no se atrevan a protestar, sino que participen en la maniobra para disimular esa barbaridad). Tenemos también la demolición del consenso antifascista de posguerra sustituido por la narrativa reaccionaria de la derecha polaca y alemana, que pone el signo de igualdad sobre nazismo y estalinismo, la política de sanciones contra Rusia que sustituye a la diplomacia y está dañando más a la UE que a Rusia… La lista es larga.
Más allá de las declaraciones de Trump y otros políticos, militares e intelectuales republicanos (en el sentido de que sería China, no tanto Rusia, el gran enemigo geoestratégico de Estados Unidos y sus aliados), lo cierto es que habría evidencias de que, entre las presidencias de Obama y Biden, los EE.UU. siguieron contribuyendo –con sigilo, pero no el suficiente para que el Kremlin ignorara la situación– al rearme de Ucrania: asesoramiento militar, financiamiento y provisión de armamento, entrenamiento de tropas, información de inteligencia, etc. ¿Qué piensas de todo esto? ¿Qué hizo el trumpismo con el conflicto ruso-ucraniano cuando fue gobierno? ¿Se pueda marcar alguna diferencia entre demócratas y republicanos?
Trump decía querer dejar en paz a Rusia para concentrarse contra China, pero no le dejaron. Culturalmente, si se puede usar ese término al referirse a tal personaje, Trump estaba más próximo al neoconservadurismo ruso, con su hostilidad manifiesta al liberalismo de los demócratas en materia de «moral y costumbres», género, comunitarismo de minorías, etc., que tanto desagrada al tradicionalismo en todo el mundo. Pero todo eso quedó en nada, porque la línea de los neocons en materia de intervención mundial es común a republicanos y demócratas.
Eso viene de lejos, de la llamada “doctrina Wolfowitz”, divulgada por la prensa de Estados Unidos en marzo de 1992, y está contenida en el documento del Pentágono titulado Defense Planning Guidance 1994-1998. En él se lee que “nuestro primer objetivo es impedir el resurgir de un nuevo rival, en el territorio de la ex URSS o en otra parte, que represente una amenaza del tipo de la que antes representaba la Unión Soviética”. Sobre Europa, el documento señalaba: “al tiempo que los Estados Unidos apoyan el objetivo de la integración europea, tenemos que impedir el surgimiento de acuerdos de seguridad exclusivamente europeos que puedan debilitar a la OTAN y en particular la estructura de mando integrado de la Alianza”. Y en un plano más general, el propósito de la hegemonía mundial en solitario exige relativizar el derecho internacional: “ya no podemos permitir que nuestros intereses fundamentales dependan únicamente de mecanismos internacionales que pueden ser bloqueados por países cuyos intereses pueden ser muy diferentes a los nuestros”. De ahí el concepto “orden internacional basado en (nuestras) reglas”, como alternativa al orden basado en el derecho internacional. Todo esto es común a republicanos y demócratas. De hecho, los personajes que dirigen la política exterior de Biden, son neocons. Pensemos en Victoria Nuland, Sullivan o Blinken.
Respecto al Pentágono, en 2019 un extenso documento de la RAND Corporation, el principal think tank del Pentágono, titulado Overextending and Unbalancing Russia (“Sobrepasando y desestabilizando a Rusia”), proponía un detallado catálogo para estresar a Moscú, cuyo primer y principal escenario era el de “suministrar una ayuda letal a Ucrania”, cosa que se venía haciendo desde 2014. Para cuando se publicó aquel documento, un dirigente ucraniano como el sobrado y elocuente consejero presidencial Aleksei Arestovich, ya decía en público que “el precio para que Ucrania ingrese en la OTAN es una guerra contra Rusia y la derrota de esta”, escenario “ineludible” que fechaba para “2021 o 2022”.
En tus últimos artículos, hemos notado una preocupación por el curso de los acontecimientos que parece ser incluso mayor que en tus intervenciones anteriores. El riesgo de una escalada (incluso nuclear, posibilidad que siempre consideraste) o la intervención directa de otros beligerantes, ¿te parece ahora aún más probable? Y en tal caso, ¿qué razones tienes para pensar así?
Me parece más probable porque así se deduce de la evolución del conflicto. Cuanto más se aleja la posibilidad de una victoria militar ucraniana y de una derrota de Rusia, tanto más medios ponen los occidentales. Recordemos que Biden dijo en marzo de 2022 que no se podía suministrar armas pesadas a Ucrania “porque eso equivalía a una tercera guerra mundial”. Ahora se suministra de todo: tanques, misiles de largo alcance capaces de golpear territorio ruso; se bendicen atentados personales contra funcionarios ucranianos “colaboracionistas” en la parte ocupada de Ucrania, así como contra periodistas rusos en Moscú, San Peterburgo y Nizhni Nóvgorod; se ha atacado el Kremlin con drones, y hasta dos bases de la aviación nuclear rusa en Riazán y Sarátov; se ha aprobado el suministro de aviones modernos… Y a pesar de todo eso, no parece que se pueda derrotar a Rusia. El siguiente paso es una participación del Ejército polaco y de los bálticos, lo que llaman una “coalición de los voluntariosos”, algo que ya ha mencionado el exsecretario general de la OTAN, Anders Fogh Rasmussen… Kiev continúa con el objetivo de reconquistar Crimea, algo imposible sin implicación directa de la OTAN. Moscú dice que, cuanto más lo presionen, más extenderá geográficamente su conquista; y que, si los aviones que se usen contra Rusia tienen base fuera de Ucrania (léase: en Polonia y Rumania), esas bases serán atacadas. Por otro lado, si el ejército ruso se desmoronara, el uso de armas nucleares para evitar «riesgos existenciales» es algo contemplado por la doctrina militar rusa. Así que la perspectiva de escalada es bastante clara.
El Maidán, así como la anexión rusa de Crimea y el estallido de la guerra civil en el Donbás, se produjeron durante el gobierno demócrata de Obama. Por otro lado, la “Operación especial” del Kremlin comenzó y escaló durante la presidencia –también demócrata– de Biden. Pareciera que el interregno republicano de 2017-2021 hubiera sido menos antirruso y más dialoguista. Más de una vez, Trump se ha jactado de ser más aislacionista y menos belicista que sus adversarios del Partido Demócrata, y de tener una muy buena relación personal y cierta sintonía ideológica con Putin. Ambos son líderes carismáticos de derechas, que combinan la defensa y promoción del capitalismo –neoliberal o neokeynesiano– en lo económico, con un populismo nacionalista y neoconservador en lo político y cultural. Si los republicanos –con o sin Trump de candidato presidencial– ganaran las elecciones de 2024, ¿habría todavía alguna chance de que la guerra de Ucrania desescalara o se enfriara, y se reflotaran los acuerdos de paz de Minsk?
No lo sé. Desconozco las interioridades de la política de Estados Unidos. Constato que allí hay tensiones internas muy fuertes, tanto populares como en el establishment; que la situación económica es sumamente inestable y que en Moscú siempre –ya en tiempos soviéticos era así– se han sentido más cómodos con administraciones republicanas, por considerarlas más comprensibles y previsibles. Claro que algún día la guerra terminará, pero eso dependerá de cómo evolucionen sus tres causas.
Primera: la estrategia de Estados Unidos en Europa y su reiterado e ignorado rechazo de los intereses rusos; una seguridad europea primero sin Rusia y luego contra Rusia, cuya última etapa es el ingreso de la OTAN en Ucrania, independientemente de que esta forme parte de la Alianza o no. El fin último de esta estrategia es impedir la integración euroasiática animada por China, con participación de Rusia, que dejaría fuera a Estados Unidos de la gran masa continental.
Segunda: la negativa de Rusia a aceptar dicha estrategia norteamericana, que acabó con la inicial ilusión de la élite capitalista rusa de ser considerada en pie de igualdad por sus homólogos occidentales. Y la voluntad del Kremlin de romperla, de «hacerse respetar», contando en ello con la comprensión de China y de gran parte del mundo no occidental históricamente sometido.
Tercera: el no reconocimiento del gobierno de Kiev, surgido de la revuelta/golpe de estado del Maidán con apoyo de Occidente (invierno de 2014), de la diversidad identitaria interna de los ucranianos en sus diferentes regiones, que provocó rebeliones tanto civiles como armadas en el sur y este de Ucrania, así como la anexión rusa de Crimea, sin todo lo cual la invasión militar rusa de 2022 habría sido muy difícil, si no imposible.
Estas tres causas están interrelacionadas. Habrá que observar su evolución.
Piensas que el declive de la hegemonía norteamericana está desembocando en un militarismo que deja sociedades devastadas allí donde interviene. Por contraste, pareces ver en China una potencia hegemónica pacífica. Pero, ¿qué hay del autoritarismo interno del régimen chino? Y ese «pacifismo» chino, ¿no podría ser consecuencia de su actual debilidad relativa, antes que de causas más profundas? ¿No nos hallamos ante la posibilidad de un capitalismo iliberal o no liberal, autoritario, gestado por diferentes vías tanto en Oriente como en Occidente? De hecho, las pujas hegemónicas actuales se están librando en un contexto en el que ninguno de los actores decisivos impulsa (e incluso no parece capaz de imaginar) una alternativa a la sociedad capitalista. A lo sumo, lo que parece estar en juego son variantes (más o menos autoritarias, más o menos proclives a la participación estatal) de una misma economía capitalista. ¿Estás de acuerdo? Y de ser así, ¿cómo influye esto en los acontecimientos? Sobre todo, teniendo en cuenta los desafíos ecológicos y lo difícil que parece imaginar un capitalismo ecológicamente sustentable que no sea, a la vez, una sociedad de pesadilla (ecofascismo, por ejemplo).
Es la pregunta más complicada: ¿qué podemos esperar de China? Complicada porque, como ha dicho Walden Bello (2019), el jurado que debe dictaminar el asunto aún está reunido y deliberando. Su sistema es diferente al capitalismo occidental en el hecho crucial de que lo político domina sobre lo económico y financiero. El reparto y la nivelación social son mucho más factibles en tal sistema, que tiene miserias internas bien conocidas. Hace menos de treinta años que China «salió al mundo», y, desde luego, no hemos visto en ella una repetición de la conducta de los últimos trescientos años de las potencias occidentales. Sus relaciones comerciales con el Sur global no han sido impuestas por la fuerza. Su no injerencia en los asuntos internos de sus socios no ha fortalecido, endurecido o empeorado a sus regímenes políticos. En eso hay una diferencia con –por ejemplo– las condiciones «neoliberales» adjuntas a los créditos occidentales al Sur global, causantes de tantos desastres. En general, China no es vista en el Sur global como una potencia imperial o neocolonial. Una de sus ventajas para el mundo de hoy es su menor predisposición a la violencia y el conflicto, la no exportación de un Chinese way of life, su relativo desinterés en la carrera armamentística, la ausencia de un «complejo militar-industrial» capaz de influir e incluso determinar la política exterior (como ocurre en Estados Unidos); sin olvidar su doctrina nuclear, la menos demencial entre las de los cinco miembros del Consejo de Seguridad de la ONU. Durante los últimos treinta años, en los que Occidente se ha metido en un sinfín de desastrosas guerras, China no ha conocido conflictos externos. Los que tuvo antes, la intervención en la guerra de Corea, los incidentes con India y la malograda operación de castigo contra Vietnam de 1979 que tan mal le salió, no fueron en absoluto intervenciones de cariz expansionista. China mantiene una política mucho más defensiva que ofensiva, y eso no es así ahora, cuando tiene enfrente a rivales mucho más poderosos militarmente que ella, sino que ha sido siempre así. Su actual rearme, incomparable con el de Estados Unidos, es una clara reacción al hecho de que Washington haya pasado de considerar a China un “socio” a “la mayor amenaza existencial contra Estados Unidos”. La actitud defensiva de China queda plasmada en uno de sus símbolos nacionales, la Gran Muralla. Se trataba no tanto de expandirse violentamente hacia fuera, sino de impedir que los bárbaros amenazaran su orden… Todo eso es una buena noticia, pero no es en absoluto una garantía para la integración planetaria, más horizontal, equitativa y menos injusta, que necesitamos para afrontar los retos del siglo.
El ascenso chino ocurre en una época de crisis civilizatoria. Los presupuestos del desarrollo y el crecimiento se revelan caducos. China llega tarde a un modelo de progreso caduco y en crisis, del que el cambio climático antropocénico es pauta y espejo. En esta situación, el sentido común receta el decrecimiento a las sociedades obesas y permite a los más pobres seguir creciendo. China, país pujante y a la vez aún en desarrollo, está en una situación intermedia. Eso determina cierta esquizofrenia: por un lado, debe crecer para generar prosperidad; por el otro, debe dejar de hacerlo para generar estabilidad ambiental y sostenibilidad.
Sin responsabilidades históricas en el calentamiento global –responsabilidades que son occidentales– ya es el mayor contaminador del planeta, y al mismo tiempo, el mayor usuario de energías renovables. Lidera la quema de carbón, pero también la fabricación de vehículos eléctricos, placas solares y fotovoltaicas. Es el país que mejor representa y encarna las cuestiones existenciales a las que se enfrenta la humanidad en este siglo. Desde ese punto de vista, deberemos observar, juzgar y calificar la Belt and Road Initiative (B&RI), la estrategia que presenta como de pacífica integración mundial y alternativa al “Imperio del Caos” y los imperios combatientes, es decir, como alternativa al escenario de grandes potencias en declive con tendencia a la violencia. Conocida como la “Nueva Ruta de la Seda”, la B&RI tiene un bonito nombre, pero es una plataforma para exportar las sobrecapacidades de la economía china, y con ella su contaminación. En sus proyectos de conectividad, hay muchas presas hidroeléctricas, muchas centrales térmicas de carbón y mucho extractivismo. ¿Es ese neodesarrollismo del siglo XX una concepción válida para el siglo XXI? Y aquí hay que recordar que, en materia de dominio colonial-imperialista, ha habido dos secuencias a lo largo de la historia. Una es la conquista militar, seguida del dominio económico: trade follows flag. Otra es el poder político como consecuencia del comercio y la inversión: flag follows trade. El Occidente colonialista e imperialista, que no imagina otro mundo que no sea jerárquico y desigual (piensa el ladrón que todos son de su misma condición, dice el refrán), afirma que China sigue el segundo modelo: a su expansión comercial e inversora, seguirá un dominio político. En mi opinión, este es un escenario que en absoluto se puede desdeñar. Por eso, al mismo tiempo que saludamos su ascenso y su papel de contrapeso, sin el cual el relativo declive occidental al que asistimos sería aún más peligroso, hay que ser crítico y vigilante con China.
Que China afirme que no quiere ser hegemón, conductor, guía, dominador, es algo que no pasará de ser una declaración de buenas intenciones, si su proyección mundial se basa en un comercio económica y ecológicamente desigual como el que tenemos en el mundo de hoy entre los países ricos y dominantes, y los pobres y dependientes. Esa declaración puede ser tan irrelevante como la de los europeos llevando “la civilización” a los “salvajes” en el siglo XIX, o los estadounidenses promoviendo “la democracia y los derechos humanos” a punta de guerras y masacres en el siglo XX, hasta el día de hoy. Con la explotación de materias primas en las últimas vetas mundiales, China está adquiriendo un gran protagonismo en este tipo de intercambio, que la puede instalar en una nueva fase de dominio imperialista, bien a pesar de las declaraciones e intenciones de sus líderes. Su demanda y su comercio están desforestando Gabón y Mozambique; creando una devastadora agricultura de monocultivo de soja en Brasil, Argentina y Paraguay. Seguramente China no hace nada que no hagan otros, o que otros no han hecho antes en esos u otros países, pero eso cambia poco la situación. Como consecuencia, e independientemente de la intensa campaña mediático-propagandística occidental, la imagen del país ha empeorado en prácticamente todos los continentes, incluidos aquellos como África y América Latina, bien predispuestos hacia ella por razones de la empatía que una antigua y lejana nación históricamente sometida y colonizada genera en otras con un pasado similar.
Finalmente, una consideración de índole general: el “ascenso pacifico chino” no es retórica. Es un hecho que entrará en los manuales de historia. La historia no conoce un caso de un país tan grande e importante que haya pasado de la miseria a la prosperidad en tan poco tiempo, y sin violencia exterior. Y ese proceso de llegada a los primeros puestos mundiales no es un ascenso, sino, sobre todo, un regreso: hasta hace tres o cuatro siglos, y durante algunos milenios, China ya fue primera potencia mundial. Ascenso y regreso son experiencias muy diferentes. El ascenso lleva consigo la mentalidad de “somos los mejores y por eso ganamos”. El regreso es otra cosa. El país conoció el descenso hasta lo más bajo, una decadencia extraordinaria con dominio y crucifixión –la palabra que utiliza el gran sinólogo Jacques Gernet– bajo las potencias extranjeras. Esa es una experiencia que muy pocos tienen, y de la que se extraen enseñanzas que advierten contra aquel “somos los mejores”. De la continuidad histórica de China, de su gran cultura milenaria, se desprende una capacidad de supervivencia extremadamente valiosa y actual para una humanidad amenazada, que necesita urgentemente lecciones de supervivencia en el callejón sin salida al que nos ha llevado la civilización capitalista industrial. De su senectud, de su gran experiencia de gloria y derrota, China desprende cierta sabiduría y cierta prudencia. Esos son rasgos muy necesarios en el mundo donde vivimos, rodeado de amenazas existenciales como el calentamiento global y la capacidad de destrucción masiva. Rasgos que están completamente ausentes en la psicología y en la breve experiencia histórica del adolescente europeo-norteamericano. De todo eso extraigo cierta esperanza del ascenso y posible relevo mundial de China, y de Asia en general.
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