POR OCTAVIO QUINTERO
En Colombia pareciera que su distanciamiento social es, realmente, un caso urgente de cirugía electoral.
El mundo se está quedando sin democracia. Si antes de la pandemia la democracia era menguante, en 2020 se descolgó hasta 5,37 puntos porcentuales sobre 10 posibles debido, en parte, a las restricciones impuestas por casi todos los gobiernos en respuesta a la pandemia… “Como en tiempos de guerra”, dice en The Economist, Joan Hoey, analista política.
Su afirmación parece mirando a Colombia. El año pasado, amparado por la pandemia, el gobierno de Duque expidió 119 decretos legislativos mientras el Congreso dilapidó su tiempo discutiendo a ver si sesionaba presencial o virtualmente. Incluso hoy, al iniciar el primer tramo de su último periodo legislativo, los parlamentarios colombianos, caso único en el mundo democrático, se niegan a sesionar presencialmente. Virtualmente reformaron la constitución y virtualmente se blindaron frente a casos de conflicto de interés cuando, como ha sido el caso, votan o bloquean proyectos de ley en favor de sus empresas financiadoras de campaña. Pareciera que su distanciamiento social es, realmente, un caso urgente de cirugía electoral.
Además de poca, la democracia en Colombia es sucia. Cuando ya viajaba al olvido la ‘ñeñepolítica’ (supuesto ingreso de dineros del narcotráfico a la campaña del hoy presidente Iván Duque), el Consejo de Estado destapa un fraude electoral en 398 mesas para elecciones de Congreso-Bogotá/2018, en las que se encontró mayor cantidad de votos que electores registrados, y, sin tomar decisión alguna, envió el caso a la Fiscalía para la correspondiente investigación penal. O sea, la responsabilidad política quedó impune.
A pesar de semejante denuncia, poco y nada duró en la parrilla de los medios de comunicación. A nadie se le ocurrió indagar si el fraude se extendía a otras capitales importantes: Medellín, Cali o Barranquilla, ésta última, epicentro del sonado caso, Aída Merlano, que en manos de la Fiscalía duerme plácido.
No es del caso ahondar ahora en las muchas formas que desde la propia Registraduría Nacional, y ni se diga en las locales, contaminan las elecciones pero, seguro, Bogotá no es la excepción. La Misión de Observación Electoral (MOE) encontró 1.321 irregularidades en los comicios del 2015 para alcaldes y gobernadores, concejales, diputados y ediles.
Pero eso, siendo grave, no es lo más grave. El más grande virus que infecta la democracia electoral en Colombia es el clientelismo en sus dos versiones determinantes: la compra de votos y el constreñimiento electoral. En encuestas diversas los propios ciudadanos confiesan haber vendido el voto, y es sabida la presión que ejercen distintos agentes de la burocracia oficial en época electoral sobre la población sisbenizada en distintas formas: Familias en Acción, Jóvenes en Acción y Adulto Mayor. Agréguese para el año electoral entrante, los distintos auxilios que con cálculo político viene repartiendo el gobierno nacional como, p.ej., el Ingreso Solidario y el Programa de Apoyo al Empleo (PAEF) que fue a parar, casi todo lo disponible, a la caja de los más grandes grupos económicos, indiscutibles financiadores de las elecciones legislativas y de cargos públicos: es un favor que sabrán pagar con creces a la hora indicada.
No es asunto de afirmación catastrófica: si la democracia colombiana sigue en manos de los mismos con las mismas, no está muy lejos del punto de no retorno, de donde solo se sale a la heroica, quedando al albur su resultado.
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