¿Es de fiar la opinión pública?

POR JOSÉ ANTONIO MARINA

Vulgarmente se entiende como «lo que piensa la gente», se investiga mediante encuestas y sondeos, y se considera que hay que tenerla en cuenta en el debate político y en la acción de gobierno. Lo que atrae el interés es su estrecha relación con el poder, asunto que fascina siempre.

«Opinión pública» es otro de los conceptos a incluir en el Diccionario de conceptos políticos confusos que me gustaría escribir. En los setenta, Harwood Childs recogió todas las definiciones y, ante la imposibilidad de unificarlas, pensó que era mejor prescindir del término. Pero sigue rodando.  Se concibe como «lo que piensa la gente», se investiga mediante encuestas, y se considera que hay que tenerla en cuenta en el debate político y en la acción de gobierno. Lo que atrae el interés es su estrecha relación con el poder, asunto que fascina siempre.

Metternich dijo con envidia de Napoleón: «Los periódicos le valen lo que un ejército de 300.000 hombres»Bertrand Russell sostuvo que la opinión es omnipotente y que es el origen de todas las demás formas de poder. Sin llegar a esos extremos todos los tratadistas políticos están de acuerdo en que el poder político necesita el apoyo de los ciudadanos.

Teorías de la opinión pública

Aunque la política siempre ha tenido necesidad de conocer, manejar y aprovechar la opinión pública, su influencia en la política queda instituida en la democracia. En 1926, Dicey y Lowell la definieron como «el gobierno de la opinión». Ochenta años después, Sartori decía lo mismo. «El hecho de conducir la opinión se coloca en el centro de todos los procesos de la política contemporánea». Edward Bernays, importante figura de la industria de las relaciones públicas, explicó en 1928 que la «idea esencial del progreso democrático es la libertad de persuadir y sugerir». Añadió: «La manipulación consciente e inteligente de los hábitos y las opiniones organizadas de las masas es un elemento importante en una sociedad democrática. Son las minorías inteligentes las que precisan recurrir continua y sistemáticamente al uso de la propaganda». En esta hora de la «propaganda total».

Así las cosas, a la pregunta sobre si la opinión pública es fiable –o de si el pueblo tiene siempre razón– hay que responder: no. El pueblo puede tomar decisiones autodestructivas, como sucedió con la elevación democrática al poder de Hitler. Sospecho, aunque no puedo demostrarlo, que Francisco Franco, al menos en algunas etapas de su dictadura en España, hubiera sido elevado al poder democráticamente.

Dos tipos de «opinión pública»

La ambigüedad del concepto deriva de la existencia de dos tipos de «opinión pública». La primera es un hecho sociológico: el agregado de las opiniones, creencias, sentimientos de la gente. Lo llamaré «opinión pública agregativa». Es un concepto de la política ancestral, de la de siempre. Los gobernantes han tenido que saber manejarla y los sistemas democráticos son una vía de unión de la opinión pública con el sistema político, mediante el sufragio universal. De ahí que la «Psicología política» estudie la formación de la opinión pública relacionándola con la psicología del elector. Los medios de adoctrinamiento, propaganda, educación intentan formarla.

Alexander Hamilton, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, escribió en El Federalista«La historia nos enseña que casi todos los hombres que han derrocado las libertades de las repúblicas empezaron su carrera cortejando servilmente al pueblo; se iniciaron como demagogos y acabaron en tiranos».

La segunda idea de opinión pública no se refiere a lo que la gente piensa o siente, sino a lo que sería bueno que pensara o sintiera. No es una situación sino un proceso. No pertenece a la política ancestral sino a la política ilustrada. Su punto de partida es la distinción entre el «espacio social y geográfico» de convivencia y el espacio público. Este no está ocupado por el vecino, sino por el ciudadano. Es el ámbito donde se discute racionalmente sobre la res pública, sobre los asuntos que conciernen a todos.

Sus defensores distinguían el «pueblo» (palabra peyorativa) del «público», que participaba racionalmente en los debates. Mediante el voto, la «opinión pública agregativa» conduce a la democracia representativa. La «opinión publica ilustrada», en cambio, permitiría la existencia de una «democracia deliberativa». La primera es vulnerable a los adoctrinamientos, la segunda se libraría de ellos por su capacidad crítica. Una está basada en la razón privada, la otra, como decía Kant, en el «uso público de la razón». En términos de Rousseau, aquella expresaría la «voluntad de todos» y esta la «voluntad general». La democracia representativa se basa en la negociación entre intereses; la deliberativa se basa en el poder de los argumentos. En una, las ideas de los negociadores salen igual que entran, lo único que cambia son las cosas conseguidas; en la otra, los participantes aprenden en el proceso de deliberación, y pueden producirse ideas nuevas en el debate. En una, las mayorías se imponen a las minorías; en la otra las minorías pueden prevalecer, porque tal vez sus argumentos sean más poderosos. Es la lucha entre una democracia del poder de los números y una democracia del poder de la razón. Una democracia puramente representativa de intereses no puede interesarse por el bien común. Una democracia deliberativa, sí.

La política ancestral, se basa en el manejo de la opinión pública, y el político intenta conseguirlo rebajando el nivel racional de sus mensajes y aumentando su carga emocional. Un estudio de Kayla N. Jordan analizando más de 33.000 textos de todos los presidentes de Estados Unidos desde el siglo XVIII, 5.000 novelas y más de dos millones de artículos de The New York Times, llega a la conclusión de que los mensajes políticos se han infantilizado progresivamente. A la misma conclusión llega en España Antonio Rivera en Antología del discurso político«La sociedad de masas y sus instrumentos de comunicación, lejos de complejizar los procedimientos, nos ha llevado a la simplificación de los discursos». En 2015, el Boston Globe analizó los discursos de los candidatos a la Presidencia, utilizando el algoritmo Flesch-Kincaid readability test. Oscilaban entre el nivel de comprensión para niños de 11-12 años, hasta los más sofisticados –los de Hillary Clinton– comprensibles para 14-15. Resultados parecidos encontró Smart Politics, un grupo de estudio apoyado por la Universidad de Minnesota, y Elvin Lim, en The Anti-Intellectual Presidency: The Decline of Presidential Rhetoric from George Washington to George W. Bush.

La conclusión más pesimista de esta situación la saca Dan Kahan, de la Universidad de Yale, con su teoría del razonamiento políticamente motivado, que sostiene que en los debates políticos el participante no quiere razonar, sino ganar. Situación que ha resumido Ezra Klein en un conocido artículo titulado How politics make us stupid. (Cómo la política nos vuelve estúpidos).

Cuando apareció internet, muchos pensamos que era un medio ideal para rediseñar el espacio público. ¡Por fin había un medio para que todo el mundo pudiera participar en el debate! Era un paso decisivo hacia la libertad y la democracia participativa. No ha sido así. La situación me recuerda un viejo chiste en que se ve a un juez en su tribunal diciendo: «Para aligerar los trámites vamos a prescindir de las pruebas y pasar directamente a la sentencia». Algo parecido está sucediendo: «Para aligerar el discurso, vamos a prescindir de los argumentos y pasar directamente a las conclusiones».

La formación de la opinión pública se ha convertido en una gran fuente de negocio para las grandes compañías que manejan información. B.J. Fogg, fundador del Persuasive Tech Lab de la Universidad de Stanford no oculta su finalidad en el título de su obra más conocida: Tecnologías persuasivas: usar ordenadores para cambiar lo que pensamos y hacemos. Otro experto, Nir Eyal, titula el suyo Enganchados: cómo diseñar productos para que creen hábitos. La proliferación de fake news y de deep fake news es un síntoma más. El descredito de la razón y la negación de la idea de verdad que tantas veces he denunciado colaboran a esta situación.

¿Hay que renunciar definitivamente a la «opinión publica ilustrada», como si fuera una utopía irrealizable? Creo que no y hay que intentar colaborar a ello. En una inevitable y eficiente sociedad en red, debemos fortalecer los nodos, que son las personas. Su libertad, que se basa en su conciencia crítica. Es un trabajo arduo, porque políticamente supone tener que elegir entre una «democracia fácil y crédula» y una «democracia difícil», y casi nadie parece estar por la labor. Aun así, soy optimista. Gandhi confiaba en la satigraha, en la «fuerza de lo verdadero». Yo también.

Ethic, España.

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