POR DARÍO MARTÍNEZ BETANCOURT
No es descabellado acudir al pueblo, depositario único y exclusivo de la soberanía, de donde emana el poder público, con los principios fundantes constitucionales en la mano, y sin arrodillarse al formalismo positivista, eminentemente procesal, que impide en Colombia dar pasos urgentes y necesarios de desbloqueo institucional.
El artículo 188 de la Constitución Política de Colombia dice: “El Presidente de la República simboliza la Unidad Nacional…”. Símbolo es un signo representativo de una idea. Hay símbolo en la cultura, en el arte, en la literatura, en la política, en la historia, etc. La idea de la Unidad Nacional es buena, pero la realidad es otra.
En la historia política colombiana, la Unidad Nacional se asocia a la organización jurídica y política más que a la uniformidad de acción y de pensamiento político. La Constitución Política de 1886, rechazó la de 1863 que creó un régimen federal: los Estados Unidos de Colombia. Fue aprobada y proclamada en la convención de Río Negro, el 4 de febrero de 1863. Con la fórmula de Rafael Núñez, “regeneración fundamental o catástrofe” y con la proclama, “la Constitución de 1863 ha caducado”, la nación colombiana se reconstituye en forma de República Unitaria (art 1. C.P. 1886).
La Constitución de 1991, en el artículo primero establece que, “Colombia es un Estado social de Derecho organizado en forma de República unitaria…”. En consecuencia, la unidad nacional a la que se refiere el artículo 188 citado, es a la organización política de nuestro Estado, más que a otras consideraciones de tesis o programas políticos que se ejerzan desde el gobierno y que puedan excluir la libertad de pensamiento y las ideas contrarias.
La Unidad Nacional desde 1886, en teoría se ha mantenido territorialmente, a pesar de la invasión guerrillera y paramilitar de algunos sectores de nuestra geografía. La otra unidad nacional ligada al sano y constructivo realismo dialéctico de las ideas, nunca existió y fue utilizada para despedazar al contrincante político, a quien ejerce el poder o la oposición. La esgrima de la polémica política es mediocre, muy baja y hasta ruin, desdibuja la altura intelectual del debate público, rayando en diatriba, calumnia e injuria. Desde que somos República y desde Bolívar, la Unidad Nacional fue un simple anhelo. Así lo consignó el Libertador en su testamento político antes de morir: “Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”. Ni siquiera en el Frente Nacional de 1957, hubo unidad nacional. El pacto para gobernar a Colombia entre liberales y conservadores, fue cerrado y excluyente. Surgieron otras fuerzas políticas que marcaron nuevos derroteros en la antítesis del pensamiento y en la manera de concebir los problemas del Estado.
Ni hablar de nuestra dolorosa historia de casi dos siglos de lucha fratricida en la conquista del poder. Los presidentes de turno en sus discursos de posesión, se limitaban a invocar la unidad nacional, pero varios de ellos, dividieron al país a sangre y fuego, mediante la utilización de métodos autoritarios y violadores de los Derechos Humanos.
Ahora es muy difícil entender que valores superiores como la paz y la justicia social, generen divisiones, que perturban la libre y democrática marcha de encontrar una patria diferente. Es triste decirlo, se ha perdido el alma y el espíritu de la conciencia nacional. Pareciera que ya no somos portadores de pedazos de patria, sino de raciones de odio, que contribuyen a la extinción de la conciencia de una verdadera solidaridad nacional. Los sepulcros y los cementerios pesan más que las cunas y la vida de muchos colombianos.
Hay un fracaso en el intento de crear un Estado constitucional contemporáneo democrático. Tenemos un Estado de Derecho legislativo y jurisdiccional como única voz del pueblo soberano, que vive aún en las concepciones decimonónicas del Derecho, creyendo sólo en la omnipotencia de la ley y en la exégesis que de ella haga la Corte Constitucional, desconociendo el nuevo Derecho Constitucional de sometimiento a la justicia, la equidad, la libertad, la igualdad, la moralidad y otros principios y valores, los cuales son superiores al desueto positivismo reglamentarista y civilista.
La interpretación de la ley se rige aún por la normatividad de la ley 153 de 1987 y del Código Civil (Ley 57 de 1887), orientado por el Código chileno de don Andrés Bello de 1853 y por el Código Civil francés de Napoleón de 1804, impuesto por las armas y que consagró el principio de la inferioridad de la mujer.
El razonamiento jurídico y político, debe ser otro para evitar llegar a un Estado fallido: a) Reconocer en todos los ámbitos las realidades nacionales, especialmente las causas que originan tantas violencias. b) Reconocer que el legislador ha dejado de ser el dueño absoluto del Derecho y que el juez no puede ser legislador. c) Aceptar que la moral social está constitucionalizada como valor y principio constitucional, y como tal es otra su conexión con el Derecho y la Justicia, y que seguir ignorándola, es inclinarse ante la extinción de la base ética de nuestro Estado.
Así que, en todo en este contexto, no es descabellado acudir al pueblo, depositario único y exclusivo de la soberanía, de donde emana el poder público, con los principios fundantes constitucionales en la mano, y sin arrodillarse al formalismo positivista, eminentemente procesal, que impide dar pasos urgentes y necesarios de desbloqueo institucional para superar la crisis que vivimos.