POR ATILIO A. BORON
En los últimos tiempos, cualquier análisis sobre la política o la economía argentina no deja de mencionar al Fondo Monetario Internacional (FMI) como uno de los actores fundamentales, por no decir decisivos, del acontecer nacional. Y su gravitación en el proceso decisorio del Gobierno, de lo que este hace o deja de hacer, amerita con creces ese reconocimiento.
Dado lo anterior cabría preguntarse: ¿Qué es el FMI? La respuesta convencional, a la que acude tanto la prensa hegemónica como, en no pocos casos, los medios alternativos, es que el FMI es un organismo técnico internacional que tiene como misión preservar la estabilidad monetaria de la economía mundial. Se suele mencionar que esa institución surgió de los famosos acuerdos de Bretton-Woods, una reunión de los delegados de los cuarenta y cuatro países aliados durante la Segunda Guerra Mundial que se celebró en esa localidad de New Hampshire entre el 1º y el 22 de julio de 1944, con el propósito de reconstruir el sistema monetario internacional destruido por la Segunda Guerra Mundial. Comenzó a funcionar el 27 de diciembre de 1945 con 29 miembros, bajo el liderazgo de Estados Unidos y el acompañamiento, siempre en calidad de obedientes socios, del Reino Unido y Francia. Las potencias del Eje, derrotadas en la guerra, lo harían más tarde. Italia, «amenazada» por un probable triunfo electoral de los comunistas en las elecciones de 1948, ingresó tempranamente al organismo, en 1947; Alemania y Japón recién lo harían en 1952. La Unión Soviética, consciente de la naturaleza geopolítica de la nueva institución, nunca lo hizo. Sería su estado sucesor, la Federación Rusa, quien lo haría en 1992. La Argentina solo se incorporaría en 1956, luego del golpe de Estado que derrocó al gobierno de Juan D. Perón en septiembre de 1955. Este siempre desconfió de las intenciones de la Casa Blanca, y un informe de Antonio Cafiero del año 1949, redactado cuándo se desempeñaba como joven agregado financiero de la embajada argentina en Washington, reforzaba con argumentos muy contundentes los recelos del presidente. Así lo asegura el texto de Mario Rapaport, titulado «El FMI en sus comienzos en la visión de Antonio Cafiero: un documento inédito de 1949», y publicado por Página/12 en octubre de 2014.
De lo anteriormente expuesto se desprende que el FMI es algo mucho más complejo que un inocente y beatífico organismo internacional. La composición de su directorio es de una elocuencia abrumadora. Allí quien manda es sin la menor duda Estados Unidos, que retiene el 16,50 % de los votos del directorio, seguido por China, con apenas el 6,04 %, Alemania con el 5,31 % y Francia y el Reino Unido con 4,03 %. De aquí brotan dos corolarios muy concretos: primero, que dado que para tomar las decisiones más significativas (no las meramente rutinarias) se requiere contar con el 85 % de los votos del directorio, Estados Unidos ejerce de hecho un poder dictatorial sobre lo que puede o no puede decidir el FMI, reflejando la correlación internacional de fuerzas existentes en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. En segundo lugar, nótese la abismal desproporción entre la gravitación de las distintas economías del mundo y su representación en el órgano de gobierno del Fondo. Según este organismo, Estados Unidos es, medida en términos de dólares norteamericanos del año 2021, la mayor economía del mundo, con 24.796.076 millones de dólares, seguida por China, con 18.463.130 millones de la misma moneda. Sin embargo, si la medición se realiza utilizando otro criterio, la paridad de poder adquisitivo, en el 2022 la economía estadounidense representaba el 15,57% del PIB global y China el 18,48%. En cualquier caso, el poder de voto que el gigante asiático tiene en el FMI es de un ínfimo 6,04 %, lo que habla de una significativa subestimación de su papel en la economía mundial. Solo Estados Unidos puede modificar esa situación, pero hasta ahora se ha negado obstinadamente a reconciliar la gravitación de China en la economía mundial con «poder de voto» en el directorio del FMI.
Teniendo a la vista las consideraciones precedentes se comprende perfectamente bien las razones por las cuales nada menos que un teórico conservador como Zbigniew Brzezinski advirtiera en uno de sus más célebres libros, El gran tablero mundial, que el FMI, así como el Banco Mundial, deben considerarse como extensiones del Departamento del Tesoro y guardianes de los intereses globales de Estados Unidos. Por eso, quien desee comprender los complejos meandros de la política y la economía de la Argentina debería comenzar por librar una batalla frontal en contra del uso de eufemismos que ocultan un hecho crucial: que el FMI no es un «organismo internacional» sino un órgano oficioso del Gobierno de Estados Unidos; y que negociar con esa institución es, en realidad, hacerlo con la Casa Blanca; y que las políticas que el supuesto «organismo internacional» adopte en relación con la Argentina (o cualquier otro país) siempre tendrá como criterio ordenador fortalecer la primacía global de Estados Unidos, aún a costa de provocar la debacle de otras naciones. El gobernante o el político que no comprenda algo tan elemental como esto es un sonámbulo que hará pagar un precio exorbitante a su propio país. O, en el peor de los casos, podría tratarse de un cómplice del imperialismo norteamericano que pretende disimular su actuación refugiándose en el supuesto carácter «técnico», internacional o intergubernamental, del FMI.
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