POR MARINO CANIZALES PALTA*
Somos seres de memoria. Nacemos, y lo primero que nos cae encima es un nombre como acto de poder. Un nombre por el que seremos reconocidos, amados u odiados y, luego olvidados. Un nombre que nos permite vivir en sociedad o fuera de ella. Con una identidad frágil o sólida, según la clase, etnia o grupo social en la que nos instalen quien o quienes responden por ese acto forzoso de nacer, ya que nacemos a pesar de. Deseados o repudiados, dependiendo de una circunstancia social íntima que solo dos personas conocen. Nombrados, empieza nuestra fundación como seres sociales, moldeados y marcados por una específica educación sentimental, que luego nos permitirá elegir un derrotero como proyecto de vida en lucha permanente contra todo tipo de adversidades o ambiciones encontradas.
Ese proceso lo llamamos lucha por el reconocimiento, casi siempre interferido o perturbado por diversas ideologías y violencias, siendo la simbólica, una de las más brutales, pues opera desde los imaginarios individuales o colectivos, sin dejar huellas en la piel. La física nos cercena o elimina convirtiéndonos en dato estadístico. Aquella, no. Su lugar privilegiado es la memoria, ya que es en esta donde construimos una identidad, y en ella permanecemos, ya como seres con dignidad, ya como seres precarios.
En ella vemos y somos vistos, transitando con dificultad por el inestable y delgado sendero de la vergüenza, como nos lo enseñó por primera vez Edipo rey en la pluma de Sófocles. Edipo apaga sus ojos para no ver cómo lo miran por su hyibris o falta cometida contra la ciudad, y muere moralmente para los suyos y para quienes lo rodean. La suya es una gran muerte simbólica pues fractura la relación física con su amada Atenas y se instala en la memoria, como lugar de relación social para olvidarse así de los otros y volverse extraño, pues no verá como lo ven.
Cuando pulsamos el obturador de la cámara fotográfica, realizamos también un acto de ruptura con lo que vemos, sólo que este acto es doble y no desaparece si así lo queremos: capturamos el instante a la vez que le damos muerte a lo capturado. Lo capturamos y lo separamos de su entorno. Queda en la memoria digital, ahora, en la placa fotográfica, antes. Ya no está en el tiempo en el que tuvo lugar; tampoco la composición del espacio será la misma. Si queremos verlo, será en el lugar de la memoria como imagen símbolo, ya que se ha tornado ajeno y extraño a la mirada de los otros, y lo que es peor, se ha convertido en objeto muerto e intemporal.
Como la última imagen en los ojos de Edipo, la capturada por la cámara fotográfica, correrá la misma suerte, y sólo existirá en la memoria, para bien o para mal, como el retorno de lo muerto, en palabras de Roland Barthes, lo que no quiere decir, que no signifique, y por eso permanece como registro de un instante, como hecho objetivado, con calidad artística, o no.
Muy atrás queda la discusión de si la fotografía es o no arte, cuestión que ayudaron a dirimir los jueces en Francia durante la década de 1860, ante el problema de la reproductividad técnica de las obras de arte, y frente a la cuestión no menos polémica de las tarjetas de visita y la obscenidad de las fotos con sus desnudos femeninos y masculinos, que para ese entonces se decía, atentaban contra las buenas costumbres. Muchos jueces dijeron que si, que era arte, pero que no cuando estaba en juego la vigilancia de la moral. Hoy, cuando las miramos, las tarjetas de visita lo mismo que las fotografías de los retratistas fotógrafos, son eso, obras de arte.
El auge del retratista fotógrafo, que afínales del siglo XIX tuvo su mayor reconocimiento, lo mismo que las postales y tarjeta de visita, entró en decadencia con la llegada de la cámara Kodak, que hizo posible la reproducción técnica y masiva de la foto al reducir los costos de ésta. Y no sólo esto, también permitió la irrupción del fotógrafo aficionado. Éste suceso tecnológico democratizó la fotografía como oficio, convirtiéndola así en una gran intrusa en la vida pública y privada de comienzo del siglo XX. Y provocó una ruptura sin precedentes en la relación entre fotografía y obra de arte, que ya venía de atrás: la reproducción masiva de la obra de arte por medio de la fotografía le hará perder su aura como una creación única, irrepetible y misteriosa, sacándola de su aislamiento en los museos, o de las galerías y coleccionistas privados, hecho éste brillantemente analizado por Walter Benjamín.
Sumado a lo anterior, está el asalto sin precedentes de la llamada cámara digital, que desplazó en forma altanera la fotografía de rollo y su matriz de nacimiento: el cuarto oscuro, donde a los iniciados y curiosos les estaba vedada la entrada. La fotografía antigua, la de nuestros mayores, la analógica, nació y murió con la química. La digital nace y se desparrama por el planeta, airosa y arrogante, gracias a la física. Hoy, cualquiera, en cualquier lugar, populoso o solitario, sabe, no sólo tomar una fotografía, sino hacerla llegar también a cualquier lugar, momentos después de capturada la imagen. Todo gracias a esa alianza física entre cámara fotográfica y celular, donde la química ya no está presente. El instante decisivo de que hablara Henri Cartier–Bresson en 1952, se convirtió con la misma fugacidad de la captura de ese instante, en un instante planetario al que cualquiera puede acceder si tiene en su poder un dispositivo celular o una cámara digital.
Y aquí cabe preguntar entonces: ¿Se banalizó la fotografía y, por ello, dejó de ser importante en nuestras vidas? Todo lo contrario, llegó para quedarse, y nunca ha estado más presente en los ámbitos de lo público y lo privado. Y algo más: a raíz de los avances en la física, en la astronomía y en la astronáutica, el cosmos, ese lugar inasible e insondable para el ser humano común y corriente, con su diversidad desafiante a la vez que aplastante, con otras manifestaciones de la luz, el tiempo y el espacio, se metió en nuestras casas y sitios de trabajo, también como un intruso seductor.
Así las cosas, en este punto del análisis vale decir: sí, es arte, mercancía, documento, fetiche, juego de ilusiones, memoria, testimonio, dato científico, un instante banal…, sólo a condición de reconocer y aceptar que hay fotografías y fotografías, que no todo lo que brilla es oro. Su calidad depende de la mirada del fotógrafo, de su concepción cultural o estética de lo mirado, de la composición, del conocimiento de la cámara y de su relación con la luz, teniendo siempre presente el principio definido por Cartier–Bresson de que la cámara debe ser tratada como la prolongación del ojo, es decir, que es el ojo del fotógrafo el que compone la calidad del instante capturado.
Ahora bien; ¿qué pertinencia tiene la fotografía para el mundo del derecho y los juristas? La respuesta será siempre compleja, si se tiene en cuenta lo esbozado antes. Sin embargo, uno de los elementos constitutivos de esa respuesta está en verla y tratarla como documento, documento que registra y remite a su vez a una memoria. Esto si se parte de aceptar que toda fotografía es obvia y obtusa a la vez: dice y oculta, lo que obliga a leerla con rigor, aún si se trata del bautizo de un bebé recién nacido. En lo obtuso, en lo no obvio está la verdad como intención de decir algo. Ese instante capturado se ha convertido en cosa, y a la vez en documento que nos enuncia algo o mucho, dimensión ésta descubierta también por Roland Barthes, de la cual ya no es posible desentenderse, si estamos discutiendo el valor simbólico de la imagen fotográfica.
Al respecto, basta recordar dos hechos actuales en nuestro medio: la serie fotográfica “Testigo” de Jesús Abad Colorado, que nos lleva con su mirada a ese fondo siniestro de nuestro último conflicto armado, cuyo punto de cierre está en el Acuerdo de Paz de La Habana, de noviembre de 2016, con sus logros y entrampamientos por parte del régimen. El otro, de dimensión nacional e internacional, está representado por la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y la Comisión de la Verdad: la una en ejercicio, y la otra con su desgarrador Informe final.
Esos dos hechos están marcados a la vez que atravesados por un lacerante hilo rojo: la exigencia de verdad para las víctimas, ya que sin la verdad de los hechos, no es posible restaurar dignidad alguna, y esa verdad no es posible sin memoria, y esa memoria la tienen los sujetos pasivos y activos de esa violencia, las víctimas y los victimarios, pero también la tienen los documentos y archivos, ya de esas víctimas, ya de esos victimarios.
Es la memoria como receptáculo siniestro de toda clase de atrocidades, incluidas las perpetradas contra aquellos que nunca aparecerán, y a cuyos dolientes se les ha negado el derecho al duelo como forma de dignificar la muerte de quien deja de estar y de los que deja al partir, víctimas del secuestro o de la desaparición forzada.
Pues bien, Jesús Abad Colorado y esos dos tribunales, bajo la mirada penetrante e implacable de las víctimas, sedientas de dignidad y justicia y anhelantes de paz, han encontrado en la fotografía un documento histórico por excelencia. Ya como memoria, ya como técnica para construir la verdad de lo acontecido.
De los que nunca sabremos donde están, el retrato fotográfico vuelve a ser un documento privilegiado y único para decirle al victimario en la cara: ¡Este es! ¿Dónde está? Aquí, la imagen como documento jalona el reclamo de verdad a acerca de los hechos. A su vez, la memoria del victimario, cuya garganta moral está atenazada por el fino hilo de la vergüenza, tirado por la mirada de las víctimas y jueces que lo rodean, sale de su marasmo cínico y decide reconocer lo dicho por la imagen, o narrar lo ocultado, con palabras. La imagen, o sea la fotografía presentada por la víctima, trátese de las “Madres de Soacha”, de los desaparecidos durante la toma del Palacio de Justicia, o de las víctimas del paramilitarismo, entre otras, termina convertida en documento que desafía y perturba al victimario.
Al final, es posible asistir a un gran logro de humanidad: la verdad construida en un marco de tensión y dolor, dignifica a la víctima, y de alguna manera, también, al victimario, pues estamos ante seres humanos, a quienes la justicia restaurativa ha rescatado del pantano de la venganza. De esta forma, estamos ante un nuevo escenario: la verdad conquistada mediante ese proceso permitirá restaurar el tejido social roto por la violencia.
En este caso, la fotografía ha adquirido, como documento, un gran valor histórico y humanitario al servicio de la verdad de los vencidos y torturados, lo que prueba su pertinencia necesaria desde el punto de vista moral y político.
Texto leído por el autor durante el Foro sobre el 37 aniversario de la toma del Palacio de Justicia y asuntos ambientales, realizado por el Tribunal Superior de Cali, 2 de noviembre de 2022.
*Abogado y magister en Filosofía Política.
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