POR ALFREDO SERRANO MANCILLA
Para ser periodista deportivo, ¿tendría sentido tener que superar un examen de física cuántica? ¿O un test para conducir camiones si vas a ser bibliotecario?
Esta relación sin sentido, en la que lo uno está desconectado totalmente de lo otro, predomina cada día más en materia política; más específicamente, entre dos universos que, aunque están interconectados, no parecen tener nada en común.
¿Ser un buen candidato es garantía de ser un buen presidente? No. Definitivamente, no.
Son muchos los ejemplos que podemos encontrar en América Latina que demuestran que el conjunto de exigencias para ganar una cita electoral no está en concordancia con los requisitos para poder gobernar virtuosamente.
En los meses de campaña, un candidato hace y dice cualquier cosa. No se le exige ni rigor ni responsabilidad.
Además, se premia lo “anormal”; cuanto más raro y excéntrico, casi mejor.
Véase, por ejemplo, a Javier Milei en Argentina: podía gritar, insultar, mostrar una motosierra, decir que estaba a favor de la venta de órganos o de eliminar el Banco Central. Y no le restó nada para ganar. Es más, seguramente, le sumó unos puntos “mostrarse” como “el diferente” a los políticos tradicionales. Sin embargo, todo ese plus, a la hora de gobernar “resta”, porque lo que en campaña podría ser tildado como algo simpático, ahora puede ser considerado como una ineptitud (como ha sido el esperpéntico episodio hablando de la caída de la inflación a través de los datos de un bot falso).
Por otro lado, también está el plano comunicacional. En campaña, cuando se trata de candidatos opositores, la esencia de su puesta en escena está en criticar, en expresar que todo está mal, en objetar todo. Con esta estrategia opositora, muchas veces basta para sintonizar con una mayoría hastiada. De hecho, apenas dedican tiempo a mostrar y explicar propuestas elaboradas y sólidas. Las soluciones casi siempre se formulan con un exceso de simplicidad (inexistentes en la realidad).
En definitiva, el test de idoneidad para ser un buen candidato, en muchas ocasiones, nada tiene que ver con el test para ser un buen gobernante. En consecuencia, este tránsito de pasar de una condición a la otra está plagado de tropiezos y errores.
Las cualidades exigidas para lo uno no sirven para lo otro.
¿Por qué? En gran medida, esta falta de concordancia se explica porque las reglas para ser el más votado están desacopladas de las reglas de funcionamiento del Poder Ejecutivo.
Pareciera que estamos asistiendo a un dilema democrático de época, en el que la política tiene dos caras que no necesariamente están sincronizadas. Lo que se hace en la campaña electoral no sirve para gobernar y viceversa.
Véase otro ejemplo: Daniel Noboa, en Ecuador. Muy capaz para hacer un espot publicitario en campaña e incapaz para dimensionar la importancia que tiene el respeto al derecho internacional. Tal vez creyó que invadir una embajada extranjera era lo mismo que preparar un video para Tik Tok.
Nos encontramos, así, con presidentes sin preparación para ejercer su cargo. Sin saber cómo gobernar, pero creyendo que sí están dotados para ello porque ganaron unas elecciones. Y no. No es así. No están capacitados, porque tienen facultades para hacer una buena campaña, pero no para gestionar un país en el día a día.
Por esta razón es común ver cómo muchos presidentes comienzan su periplo con una imagen positiva muy elevada en los primeros meses, gracias al viento a favor que venía de los tiempos de campaña, pero, a medida que les toca gobernar, se desploman rápidamente. Este es un patrón cada vez más constante en América Latina y en el mundo (con contadas excepciones).
En conclusión: puede ganar una elección el que vaya a ser un muy mal presidente.
La Jornada, México.