POR JULIO CÉSAR CARRIÓN CASTRO
Los miembros de las élites, que se consideran “la gente de bien”; familias dinásticas, herederas de las ventajas legadas del régimen colonial, encomendero y hacendatario, los encumbrados gracias al enriquecimiento ilícito y al sistema amañado de contratos con el Estado, buscan el “respeto por lo establecido”, procurando siempre sacar con mano ajena las brasas del conflicto. Los mismos que confunden toda diferencia con procesos de guerra interna contra supuestos “enemigos de la patria”.
Imágenes y reflexiones políticas antibélicas
El maestro Estanislao Zuleta, en varios de sus textos nos aclaró que el principal problema que tenemos los colombianos al imaginar la felicidad, no estriba tanto en lo que deseamos, sino en la forma misma del desear; en el cómo, en el por qué y en el desde dónde deseamos; pretendemos un mundo de paz, alejado de la guerra, de los conflictos y las confrontaciones, asumiendo que el actual estado de cosas es lo “normal” y, paradójicamente, considerando que la defensa de lo establecido reclama como indispensable el empleo de medios sanguinarios y violentos.
Los miembros de las élites, que se consideran “la gente de bien”; esas familias dinásticas, herederas de las ventajas legadas del régimen colonial, encomendero y hacendatario, del clero y el generalato enriquecido con los procesos de la llamada “independencia”, los beneficiados del viejo tráfico de indígenas y esclavos, del reparto amañado de baldíos y bienes considerados mostrencos; esos históricos usufructuarios de patrimonios y fortunas mal habidas, los ricos por los desfalcos al erario, en fin, los encumbrados gracias al enriquecimiento ilícito y al sistema amañado de contratos con el Estado, buscan el “respeto por lo establecido”, procurando siempre sacar con mano ajena las brasas del conflicto. Estos grupos que han ejercido la hegemonía económica, política y cultural desde el período colonial y hacendatario, arteramente han llevado a confundir toda diferencia, todo conflicto, toda confrontación política, social o cultural, con procesos de guerra interna contra supuestos “enemigos de la patria”. Amañados con esa conveniente explicación, promueven la “patriótica” defensa de este estado de inequidad social mediante el establecimiento de unas permanentes condiciones de subalternidad, por parte de los sectores populares, que son compelidos, empujados, arreados, a un forzoso reclutamiento, en especial de los jóvenes que, sistemáticamente, son adiestrados y formados militarmente, bajo un direccionamiento basado en el odio y la obediencia acrítica.
Se ha llegado a creer que la conquista y preservación de dichos ideales, es posible solamente fortaleciendo los aparatos de vigilancia, control y represión. Para ello, en esta sociedad tan inequitativa y divida en estratos y clases, se busca que sean, precisamente, los humildes, los pobres, los marginados, “los nadie”, los defensores del statu quo; que sean ellos quienes hagan la guerra para mantener los privilegios de los grupos hegemónicos.
En el texto conocido bajo el título de Sobre la guerra, Zuleta nos aclara, de una manera contundente, que quienes permanecen atrapados por dicha obsesión policiaca y represiva, sufren de una especie de aturdimiento y confusión intelectual y cotidianamente operan bajo la impronta de una doble moral. Dice Zuleta:
“Si alguien me objetara que el reconocimiento previo de los conflictos y las diferencias, de su inevitabilidad y su conveniencia, arriesgaría paralizar en nosotros la decisión y el entusiasmo en la lucha por una sociedad más justa, organizada y racional, yo le replicaría que para mí una sociedad mejor es una sociedad capaz de tener mejores conflictos. De reconocerlos y de contenerlos. De vivir no a pesar de ellos, sino productiva e inteligentemente en ellos. Que sólo un pueblo escéptico sobre la fiesta de la guerra, maduro para el conflicto, es un pueblo maduro para la paz”.
Precisamente esa inmadurez, esa credibilidad en la fiesta de la guerra, lleva hoy a muchos de los acuciosos integrantes de aquello que han pretendido denominar como “la oposición inteligente” al gobierno de Gustavo Petro, a promover abiertamente la continuidad del reclutamiento obligatorio de las juventudes, a propiciar la permanencia de los enfrentamientos armados y la guerra irregular (y/o regular) que por tanto tiempo se registra en este desigual país, consideran, así mismo, que es indispensable ocultar, no hablar de dicha guerra, ni mostrar sus estragos, por considerarlos “de mal gusto” ya que afectan la sensibilidad de esas “personas de bien”, por supuesto, quieren continuar pareciendo distantes del conflicto y de la sangre.
A estas “personas de bien” que azuzan la guerra y la violencia entre los sectores populares, mientras ellas permanecen cómodamente alejadas en sus clubes y mansiones, pero también a los “ciudadanos del común” que se consideran ajenos al conflicto, hay que mostrarles, pedagógicamente, esos daños y estragos causados por las guerras que prohíjan, acercarlas para que, de cerca, vean y sientan al menos las imágenes del desangre que ellos institucionalizan, esquivando, en todo caso que sus hijos y familiares se involucren. Tal vez pensando en ellos la gran intelectual y fotógrafa Susan Sontag en su texto “Ante el dolor de los demás” recordando los señalamientos hechos contra los enfrentamientos bélicos por Virginia Woolf, escribió:
“Catorce años antes de que Virginia Woolf publicara ‘Tres guineas’ –en 1924, el décimo aniversario de la movilización nacional alemana para la Primera Guerra Mundial– el objetor de conciencia Ernst Friedrich publicó ¡Krieg dem Kriege! [¡Guerra contra la guerra!]. Es la fotografía como terapia de choque: un álbum con más de ciento ochenta imágenes, casi todas obtenidas de archivos médicos y militares alemanes, muchas de las cuales consideraron los censores del gobierno que no podían publicarse mientras continuara la guerra. El libro comienza con fotos de soldados de juguete, cañones de juguete y otras cosas que deleitan a los niños por doquier, y concluye con fotos de cementerios militares. Entre los juguetes y las tumbas, el lector emprende un atormentador viaje fotográfico a través de ruinas, matanzas y degradaciones: páginas de castillos e iglesias destruidos y saqueados, pueblos arrasados, bosques asolados, vapores de pasajeros torpedeados, vehículos despedazados, objetores de conciencia colgados, prostitutas semidesnudas en burdeles militares, tropas agonizantes después de un ataque con gas tóxico, niños armenios esqueléticos. Es penoso mirar casi todas las secuencias de ¡Guerra contra la guerra!, en especial las fotos de soldados muertos de los distintos ejércitos pudriéndose amontonados en los campos y caminos y en las trincheras del frente. Pero sin duda las páginas más insoportables del libro, un conjunto destinado a horripilar y desmoralizar, se encuentran en la sección titulada «El rostro de la guerra», veinticuatro primeros planos de soldados con enormes heridas en la cara”.
“Desde que se inventaron las cámaras en 1839, dice la autora, la fotografía ha acompañado a la muerte. Puesto que la imagen producida con una cámara es, literalmente, el rastro de algo que se presenta ante la lente, las fotografías eran superiores a toda pintura en cuanto evocación de los queridos difuntos y del pasado desaparecido”.
De hecho, son múltiples los usos para las incontables oportunidades que depara la vida moderna de mirar –con distancia, por el medio de la fotografía– el dolor de otras personas. Pero no se trata solamente de impactar a estas “gentes de bien”, a estos “ciudadanos del común”, exclusivamente con las fotografías, pues hoy existe un conjunto de imágenes mucho más amplio (la televisión, el cine, el vídeo, las redes de internet) que circundan todo nuestro entorno, claro, como lo explica Sontang, a la hora de recordar, la fotografía cala más hondo.
Ese sentido de impacto visual, de formación de consciencia crítica y de repudio psico-social al belicismo, tienen películas, como Sin novedad en el frente, basada en la novela de Erich María Remarque, o Johnny tomó su fusil de Dalton Trumbo, que hemos reseñado.
Gracias a Charles Chaplin y su película El gran dictador de 1940, hoy podemos ahondar más y entender, también, que el cine y el humor constituyen un eficaz remedio contra la guerra, los totalitarismos y la complicidad que, bajo el disfraz de indiferencia, compromete a amplios sectores de la población.
La película, rodada en los estudios de Chaplin en Hollywood, fue un duro golpe que le llevó a enfrentar la pretendida neutralidad con que el gobierno de Washington y los grandes empresarios capitalistas, velaban la conciliación y los arreglos cómplices con el nacionalsocialismo de Hitler encumbrado en Alemania desde 1933.
El argumento del filme es muy sencillo: un barbero judío enrolado en el ejército de un imaginario país llamado Tomania –que en realidad representa a Alemania– luego de servir y combatir durante la Primera Guerra Mundial en favor de su nación, al final de la guerra, es asediado por sus enemigos, logrando huir en un avión de combate, pero sufre un aparatoso accidente al aterrizar. Por tal razón el barbero pierde la memoria, lo que le lleva a permanecer por muchos años hospitalizado y alejado de su ciudad y de su barbería –único recuerdo que le visita y acosa en medio de su amnesia– y desconociendo la terrible situación política que se vive luego de que el dictador Astulfo Hynkel, –Adolf Hitler– ha impuesto un régimen despótico y criminal, sustentado en el fascismo y la cruel persecución a los judíos, pero que goza de amplio apoyo popular, unos por convicción ideológica y otros por miedo. Hynkel y sus serviles colaboradores –se mofa abiertamente de Goebbels, Göring y otros jerarcas nazis– que reprimen y disciplinan a los habitantes del gueto, organizan los campos de concentración y exterminio y empiezan a preparar una poderosa ofensiva militar destinada a la conquista de todo el mundo, empezando por el vecino país Austerlich –probablemente Austria–.
La película, además de causar risa, por la temprana burla realizada contra Hitler y Mussolini –llamado Napoleoni dictador de Bacteria -Italia- en el filme, provocaría entre el público asistente, un inédito cuestionamiento y la reflexión ética y política, dados los contenidos, claramente definidos y expuestos, de rechazo a la guerra, al racismo y a la miseria impuesta por los grupos de poder, todo lo cual, por supuesto, era contrario al sentir y el pensar de los grupos de poder en los Estados Unidos y en general en las naciones “desarrolladas”, que aún aceptaban gustosos el nazi-fascismo como formas válidas de organización política y administración social.
Con un sorprendente discurso final que, como claramente lo han expresado los analistas, fue pronunciado no por el tal barbero judío, ni por el dictador Astulfo Hynkel, sino por el mismo Charles Chaplin, que utilizó esta, su primera película sonora (Chaplin había sido reticente en utilizar esa nueva tecnología, prefiriendo el cine mudo), logra expresar todo un portentoso registro e inventario de los inconvenientes, errores y atropellos asociados a las ideologías bélicas. Chaplin pronuncia, como si se tratase de un poema de anhelos y esperanza, de amor, de tolerancia, de respeto, de solidaridad y democracia, (muy similar a la Desiderata de Max Ehrmann, que, aunque fue escrito en 1927, sólo sería publicado en 1948 y que se haría muy famoso en los años 60, bajo la influencia del movimiento hippie).
Discurso final de la película ‘El gran dictador’, de Charlie Chaplin, 1940
Lo siento, pero yo no quiero ser emperador, ese no es mi oficio. No quiero gobernar ni conquistar a nadie, sino ayudar a todos si fuera posible, judíos y gentiles, blancos o negros. Tenemos que ayudarnos unos a otros, los seres humanos somos así, queremos hacer felices a los demás, no hacerlos desgraciados, no queremos odiar ni despreciar a nadie. En este mundo hay sitio para todos, la buena tierra es rica y puede alimentar a todos los seres. El camino de la vida puede ser libre y hermoso, pero lo hemos perdido. La codicia ha envenenado las almas, ha levantado barreras de odio, nos ha empujado hacia la miseria y las matanzas.
Hemos progresado muy deprisa, pero nos hemos encarcelado nosotros. El maquinismo que crea abundancia nos deja en la necesidad. Nuestro conocimiento nos ha hecho cínicos; nuestra inteligencia, duros y secos; pensamos demasiado y sentimos muy poco. Más que máquinas necesitamos humanidad. Más que inteligencia, tener bondad y dulzura. Sin estas cualidades la vida será violenta, se perderá todo.
Los aviones y la radio nos hacen sentirnos más cercanos, la verdadera naturaleza de estos inventos exige bondad humana, exige la hermandad universal que nos una a todos nosotros. Ahora mismo mi voz llega a millones de seres en todo el mundo, a millones de hombres desesperados, mujeres y niños víctimas de un sistema que hace torturar a los hombres y encarcelar a gentes inocentes.
A los que puedan oírme les digo: no desesperéis, la desdicha que padecemos no es más que la pasajera codicia y la amargura de hombres que temen seguir el camino del progreso humano, el odio de los hombres pasará y caerán los dictadores y el poder que le quitaron al pueblo se le reintegrará al pueblo y así, mientras el hombre exista la libertad no perecerá.
¡Soldados!, no os rindáis a esos hombres que en realidad os desprecian, os esclavizan, reglamentan vuestras vidas y os dicen lo que tenéis que hacer, que pensar y qué sentir. Os barren el cerebro, os ceban, os tratan como ha ganado y como a carne de cañón. No os entreguéis a estos individuos inhumanos, hombres máquinas con cerebros y corazones de máquinas. ¡Vosotros no sois máquinas!, ¡no sois ganado!, ¡sois hombres! Lleváis el amor de la humanidad en vuestros corazones, no el odio, solo los que no aman odian; los que no aman y los inhumanos.
¡Soldados!, no luchéis por la esclavitud, sino por la libertad. En el capítulo 17 de san Lucas se lee: “el reino de dios está dentro del hombre”, no de un hombre ni de un grupo de hombres, sino de todos los hombres, en vosotros; vosotros, el pueblo tenéis el poder, el poder de crear máquinas, el poder de crear felicidad. Vosotros el pueblo tenéis el poder de hacer esta vida libre y hermosa, de convertirla en una maravillosa aventura.
En nombre de la Democracia utilicemos ese poder actuando todos unidos, luchemos por un mundo nuevo, digno y noble, que garantice a los hombres trabajo; y dé a la juventud un futuro; y a la vejez, seguridad. Con la promesa de esas cosas las fieras alcanzaron el poder, pero mintieron; no han cumplido sus promesas, ni nunca las cumplirán. Los dictadores son libres solo ellos, pero esclavizan al pueblo. Luchemos ahora para hacer nosotros realidad lo prometido. Todos a luchar para liberar al mundo, para derribar barreras nacionales, para eliminar la ambición, el odio y la intolerancia. Luchemos por el mundo de la razón, un mundo donde la ciencia, donde el progreso nos conduzca a todos hacia la felicidad.
¡Soldados!, ¡en nombre de la Democracia debemos unirnos todos!
[Hanna, ¿puedes oírme?, donde quiera que estés mira a lo alto Hanna, las nubes se alejan, el sol está apareciendo, vamos saliendo de las tinieblas hacia la luz, caminamos hacia un mundo nuevo, un mundo de bondad en el que los hombres se elevarán por encima del odio, de la ambición, de la brutalidad. Mira a lo alto Hanna, al alma del hombre le han sido dadas alas y al fin está empezando a volar, está volando hacia el arco iris, hacia la luz de la esperanza, hacia el futuro. Un glorioso futuro, que te pertenece a ti, a mí, a todos. ¡Mira a lo alto Hanna!, ¡Mira a lo alto!].
La grandeza del filme estriba, tanto en la certeza del momento histórico en que se produjo, como en su claridad política e intelectual, en el compromiso aclaratorio de una época oscura y, principalmente, en el enorme sentido vitalista, humanístico e ilustrado que representa y define.
Como lo dijo el gran cineasta Sergei Eisenstein: “Chaplin se encuentra por igual y firmemente en el rango de los máximos maestros de la lucha de muchos siglos de la sátira contra el oscurantismo al lado de Aristófanes de Atenas, Erasmo de Roterdam, Francois Rabelais, de Meudon, Jonathan Swift de Dublin, Francois Marie Arouet –Voltaire– de Ferney”.
Semanario virtual Caja de Herramientas, Bogotá, edición 803.
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