POR GILBERTO LOPES /
Para la Casa Blanca, un cambio de política sobre Cuba no está actualmente entre las prioridades del presidente Joe Biden. Pero, dijo Jen Psaki, vocera del gobierno de Biden a los periodistas, el pasado 10 de marzo, “estamos revisando cuidadosamente las decisiones políticas tomadas en la administración anterior, incluyendo la decisión de designar a Cuba como estado patrocinador del terrorismo”.
Estados Unidos había anunciado el 11 de enero –a sólo días de concluir la administración Trump– que volvería a incluir a Cuba en esa lista. La acusaba de “brindar reiteradamente apoyo a actos de terrorismo internacional”, de albergar a fugitivos estadounidenses y a dirigentes de grupos rebeldes colombianos.
Un debate formidable
En 2015 el presidente Barack Obama había retirado la isla de esa clasificación. Entonces la administración norteamericana había iniciado un proceso de cambio de sus políticas hacia Cuba, cuyos objetivos Obama definió hace cinco años, en su discurso en La Habana del 22 de marzo del 2916.
“He venido a extender una mano amistosa al pueblo cubano”, dijo entonces Obama, en la frase clave de su discurso. Las diferencias entre los dos gobiernos estaban claras. Las enumeró: Cuba tiene un sistema político unipartidario; Estados Unidos es una democracia multipartidaria. Cuba sigue un sistema económico socialista; Estados Unidos uno de mercado abierto. Cuba enfatiza el papel y los derechos del Estado; Estados Unidos se basa en los derechos del individuo.
En la definición de Obama van los principios y los objetivos. Sobre el sistema de partidos, alguien dijo, alguna vez, que el de México (cuando, por décadas, dominaba el PRI), era la “dictadura perfecta”. La frase nunca estuvo más cercana a reflejar la realidad cuando el PRI y su principal adversario, el PAN, unificaron sus políticas bajo los criterios neoliberales. Fue entonces, cuando los dos representaban ya políticas similares, que empezó la alternancia en el poder.
Desde el punto de vista de proyectos alternativos pocos sistemas se parecen más que los de Estados Unidos y el de Cuba. En la democracia multipartidista de Estados Unidos –en realidad bipartidista– no se expresa ninguna alternativa al sistema que Obama llama “de mercado abierto”. Una definición que tampoco refleja exactamente la realidad. Es más bien un sistema de propiedad privada que ha sido llevado a sus extremos. Ahí no expresa ninguna alternativa de cambio al socialismo. Del mismo modo, en el sistema político cubano tampoco se expresa ninguna alternativa al retorno al capitalismo.
En ese marco, Cuba entiende que el Estado juega un papel fundamental en el desarrollo de la economía y en la responsabilidad de atender las demandas sociales, principalmente de educación y salud de su población. Estados Unidos, que entiende que la riqueza individual y la propiedad privada son la base de la sociedad, pone el Estado al servicio de esos principios y la calidad de los servicios al que cada uno tiene acceso está vinculado a como le ha ido en la vida, a cuanta riqueza ha acumulado.
Es un debate formidable, el parteaguas de la vida política de nuestra época.
Obama fue a La Habana a pelearlo, con los bolsillos llenos, en un escenario donde falta casi todo. Lo fue a decir en la capital cubana, con su colega socialista oyéndolo.
¿Por qué ahora?, se preguntó, al reflexionar sobre el cambio de políticas que durante 60 años su país había impuesto a la isla y que venía a proponer. Porque “lo que estábamos haciendo no estaba funcionando”, afirmó.
No se trataba de aceptar la forma de organización del Estado cubano. ¡No! Se trataba de buscar otra forma de cambiarlo.
Para que quedara claro agregó: –No se trata de normalizar relaciones con el gobierno cubano. Los Estados Unidos está normalizando relaciones con el pueblo de Cuba. Lo que venían haciendo dañaba al pueblo de Cuba, dijo Obama.
Se apostaba ahora por otra estrategia: la de organizar el pueblo cubano para que este se encargara de enfrentar al gobierno. Como el modelo de la revolución de colores, que se aplicó en países del norte de África, o en Europa del este.
El cambio duró poco
A Trump, sin embargo, no le pareció. Desde que llegó al poder tomó medidas drásticas contra Cuba: endureció las restricciones a los viajes, al envío de remesas e impuso sanciones por los envíos de petróleo venezolano a la isla. Finalmente, a días de dejar el poder, anunció que volvía a incluir a Cuba en la lista de países que apoyan el terrorismo.
El canciller cubano contestó: “Condenamos la hipócrita y cínica calificación de Cuba como Estado patrocinador del terrorismo, anunciada por Estados Unidos. El oportunismo político de esta acción es reconocido por todo el que tenga una preocupación honesta ante el flagelo del terrorismo y sus víctimas”.
El expresidente colombiano, Ernesto Samper, afirmó que Colombia estaba agradecida con Cuba por su papel en facilitar el acuerdo entre el gobierno y la guerrilla. “Ha sido una actuación discreta, oportuna y muy efectiva”, afirmó Samper.
“La inclusión de nuevo de Cuba en la lista supone la última de una serie de medidas adoptadas por el Departamento de Estado en la recta final del mandato del presidente Trump, destinadas a blindar algunas de sus prioridades en política exterior antes del relevo en la Casa Blanca”, dijo entonces Pablo Guimón, corresponsal del diario español El País en Washington.
“Indignación por la decisión de Trump de incluir a Cuba como Estado patrocinador del terrorismo”, tituló el diario Público, también español.
Este nuevo ataque a Cuba “afecta negativamente su posición internacional y su desarrollo social, humano y económico y es otra acción equivocada, además del bloqueo financiero y económico improductivo, innecesario e ilegal ya impuesto a esta nación caribeña por Estados Unidos”, dijo la organización de Estados caribeños (Caricom).
Otra vuelta de tuerca
Estados Unidos hablará del tema de los derechos humanos en todas partes, incluyendo a sus aliados y en casa, dijo el Secretario de Estados, Antony Blinken, al presentar, el 30 de marzo, un nuevo informe sobre la visión de su país sobre el estado de esos derechos en el mundo. Defender los derechos humanos es de nuestro interés, agregó, saliendo al paso de las críticas de partidarios del gobierno de Trump.
El informe presentado por Blinken es el cuadragésimo quinto de la serie, un documento en el cual Estados Unidos define qué aspectos del tema sirven mejor a su política externa. Las prioridades están definidas con claridad.
La primera es China, a cuyas autoridades acusan de “genocidio” contra los Uighurs y otras minorías étnicas. De Rusia afirma que el gobierno ha atacado a disidentes políticos y manifestantes pacíficos, mientras que la corrupción sigue rampante en el país.
La administración Biden priorizó promover una política común con sus aliados con respecto a las acusaciones de genocidio contra el gobierno chino por sus política en Xinjiang o por las medidas adoptadas por Beijing en Hong Kong. El otro gran adversario, Rusia, también está incluido en forma destacada en el informe, priorizando, en este caso, el alegado envenenamiento del opositor Alexis Navalny, actualmente detenido.
También en América Latina los enemigos han sido elegidos con cuidado y sin sorpresas. Acusa a la corrupción del gobierno del presidente Nicolás Maduro de ser responsable por la terrible crisis humanitaria que vive el pueblo venezolano. El informe, naturalmente, no dice una palabra de los efectos terribles de las sanciones norteamericanas contra el pueblo venezolano, ni de las crecientes operaciones paramilitares montadas desde la frontera con Colombia, con apoyo militar y de inteligencia de los Estados Unidos, que han costado la vida de más de una decena de personas en el último mes.
Al gobierno cubano lo acusa de restringir las libertades de expresión, de asociación, de religión y de movimiento. En Nicaragua afirma que el gobierno corrupto de Daniel Ortega ha aprobado leyes cada vez más represivas que “limitan severamente la capacidad de operar de los grupos políticos de oposición, de la sociedad civil y de los medios independientes”, muchos de ellos financiados por los Estados Unidos.
Ni un palabra sobre la dramática violencia que impera en Colombia –su principal aliado en América Latina–; sobre la prolongada represión de las protestas en Chile; o sobre el narco-régimen de Honduras, pese a que, el mes pasado, el hermano del presidente fue condenado por narcotráfico a cadena perpetua en los Estados Unidos. O los abusos cometidos por Israel en Palestina, con la expansión de los asentamientos ilegales en Cisjordania o la transformación de la Franja de Gaza en un verdadero campo de concentración.
Aunque en la presentación del informe se puede leer que en el 2020 las naciones tuvieron que enfrentar la expansión de la Covid-19 por todo el mundo, tampoco hay ahí una palabra sobre las políticas del gobierno de Jair Bolsonaro, cuya negativa a adoptar políticas de combate de la pandemia ha llevado el país a una situación dramática, que ha terminado por transformarse en una amenaza mundial. “El país está a punto de llegar a un punto de no retorno”, con más de cinco mil muertes diarias en breve y 500 mil muertos en julio, según las previsiones del neurocientífico Miguel Nicolelis.
Un gobierno aliado de los militares, que ocupan casi la mitad de las carteras ministeriales y miles de plazas en el segundo y tercer escalón del gobierno. Con Hamilton Mourão, un general de la reserva, como vicepresidente, que el pasado 31 de marzo, celebró otro aniversario del golpe militar de 1964, organizado con el apoyo de los Estados Unidos. Una dictadura que duró 21 años, un período durante el cual la tortura fue práctica habitual, que tanto Mourão como Bolsonaro defienden. “¡Fuerza y honor!”, fue como Mourão resumió su avalúo de un régimen que no se avergonzaba de torturar y matar a un joven metiendo en su boca el tubo de escape de un automóvil.
Una mirada al pasado
La semana pasada el periodista Anthony Faiola escribió en el Washington Post que “contra todo pronóstico, Cuba podría convertirse en una potencia de vacunas contra el coronavirus”.
Fidel Castro había prometido construir un gigante de la biotecnología en Cuba, recuerda Faiola, y comenzó el proyecto con seis investigadores en un pequeño laboratorio en La Habana.
“Cuarenta años después, la isleña nación comunista podría estar en la cúspide de un avance singular: convertirse en el país más pequeño del mundo en desarrollar no solo una, sino múltiples vacunas contra el coronavirus”, afirmó.
Hace 30 años, en 1991, acababa de desmoronarse el socialismo del este europeo y se estaba deshaciendo la Unión Soviética. Era el fin de la Guerra Fría. Los referentes políticos de ese mundo eran el expresidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, y la primera ministra británica, Margaret Thatcher, arquitectos del modelo neoliberal en aquellos años.
La doctora Susan Kaufman Purcell era entonces parte del equipo de planificación del Departamento de Estado, en las administraciones de los presidentes Jimmy Carter y Ronald Reagan. Autora de una docena de libros, Purcell es hoy miembro del directorio de Valero Energy Corporation, una de las 50 primeras en la lista de Fortune, con base en San Antonio, Texas. Sus refinerías tienen capacidad para más de tres millones de barriles diarios y sus 13 plantas de etanol producen más de 17 mil millones de galones por año, se puede leer en la página de la corporación.
Consultora independiente, entonces escribía sobre las perspectivas de Cuba, ante la caída de la Unión Soviética. “Collapsing Cuba”, se titula el artículo, publicado en la prestigiosa revista Foreign Affairs en 1991.
“Es solo cuestión de tiempo antes de que el comunismo cubano colapse”, es la primera frase del artículo.
“La desintegración económica de la isla se está acelerando a un ritmo vertiginoso”. Entre las cosas que Purcell comenta, están los esfuerzos que entonces hacía el gobierno de Fidel Castro para mantener a flote su economía. En una iniciativa para obtener moneda dura el gobierno se proponía diversificar sus exportaciones aumentando la producción de productos biotecnológicos y farmacéuticos.
Esperanzada, agregaba: “El deterioro de la situación económica se está trasformando en descontento político”.
Mientras Castro trataba de sostener su economía con proyectos como estos, Purcell compara las políticas cubanas con las de otros países latinoamericanos, que enfrentaban la “crisis de la deuda” de los años 80 con medidas de austeridad y estabilización. Pero, sobre todo, de privatización de empresas públicas.
En su criterio, terminaba entonces una “década perdida” y empezaba la “década virtuosa”. Se reducían las tarifas arancelarias y se abrían las puertas a las inversiones extranjeras. Era el sueño neoliberal, cuyas consecuencias vivimos hoy en América Latina.
Efectos desastrosos
Cuba siguió otro camino, como sabemos. Los efectos de 60 años de embargo son desastrosos y pese a que han sido condenados prácticamente de forma unánime en Naciones Unidas, sigue siendo la base de la política norteamericana hacia Cuba, mientras los gobiernos van de un extremo a otro en sus intentos por impedir el desarrollo económico, que ayude a levantar una oposición interna en el país. Esos esfuerzos se han renovado recientemente.
Pero Obama había señalado, en su discurso, que aunque Estados Unidos levantara el embargo, los cubanos no podrían desarrollar todo su potencial sin cambios en Cuba.
Tenía razón. La próxima semana se realizará, del 16 al 19 de abril, el VIII congreso del Partido Comunista Cubano.
En estos años –dice la convocatoria del congreso– “el Gobierno de Estados Unidos ha acentuado su hostilidad contra Cuba, arreciando el genocida bloqueo económico, comercial y financiero, y la subversión político-ideológica. A ello se suman las consecuencias de la crisis económica mundial”.
Pero esa situación no justifica que se retarde la implementación de los Lineamientos de la Política Económica y Social aprobados en el congreso anterior, afirman. Por el contrario, “impone la necesidad de dar un impulso a la actualización de nuestro modelo económico y social para cumplir lo que hemos acordado”.
Quizás sea ese el mayor desafío que enfrenta el gobierno de la isla.
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