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En una operación demencial sin nombre que marca un hito desgarrador en el inveterado proceso de desangre que vive Colombia, prácticamente desde su emancipación de España, como fue la retoma militar por parte de las Fuerzas Militares y de Policía de Colombia del Palacio de Justicia en Bogotá que había sido asaltado el día miércoles 6 noviembre de 1985 por un comando de guerrilleros del insurgente Movimiento 19 de Abril (M-19), la participación de Estados Unidos fue clave para poner punto final a la desacertada acción supuestamente de rescate, en las primeras horas de la tarde del jueves 7, cobrando eso sí, centenares de muertos y heridos, en una clara violación de derechos humanos.
Tras 38 años de haber ocurrido este insuceso, las investigaciones realizadas por la politóloga Helena Urán Bidegain, recogidas en la segunda edición de su revelador libro ‘Mi vida y el palacio: 6 y 7 de noviembre de 1985’ (Maxi Tusquets editores, mayo 2023), dan cuenta de que el gobierno de Washington tuvo una participación directa y definitiva en la operación de retoma militar del edificio que concentraba las oficinas de los altos tribunales de justicia de Colombia y la cual constituyó una acción de tierra arrasada.
Helena Urán en este trabajo bibliográfico hace un sugerente relato de lo que a ella, una niña en ese entonces de diez años, su madre y a sus tres hermanas, les tocó afrontar ante el asesinato de su padre y esposo, el magistrado auxiliar del Consejo de Estado (máximo tribunal administrativo), Carlos Horacio Urán Rojas, por parte de las Fuerzas Militares.
El jurista Urán Rojas fue asesinado después de lograr salir con vida del Palacio de Justicia, pero agentes de la fuerza pública lo volvieron a ingresar al edificio para que se realizara allí el levantamiento de su cadáver.
En 2010, gracias a la investigación adelantada por la fiscal Ángela María Buitrago, el caso del citado magistrado se declaró crimen de lesa humanidad, así que no prescribe hasta que se encuentre y juzgue a los determinadores y culpables de su asesinato.
Desde luego que es injustificable desde todo punto de vista el ataque perpetrado por el M-19, pero es inadmisible y constituye gravísima violación de derechos humanos la cruenta y si se quiere estúpida respuesta del Estado colombiano a través de su fuerza pública, ejecutando, desapareciendo y torturando personas inocentes.
El Estado colombiano pudo detener no en una sino en varias oportunidades la sangría y no lo hizo a pesar de los insistentes ruegos del presidente de la Corte Suprema de Justicia, Alfonso Reyes Echandía al gobierno conservador de Belisario Betancur.
El papel protagónico de EE.UU.
En medio del calvario que le ha tocado padecer desde su infancia, esta joven politóloga nacida en la ciudad belga de Lovaina (1975), revictimizada en Colombia porque el asesinato de su padre, un crimen de Estado, paradójicamente, tiene serias implicaciones políticas en este país, logró establecer contacto con el investigador Michael Evans del National Security Archives de EE.UU., quien ha seleccionado de manera minuciosa información clave sobre los acontecimientos en torno a la masacre que fue la retoma del Palacio de Justicia.
Los cables desclasificados y los reportes elaborados por Evans revelan la participación de EE.UU. a través de aporte de material bélico a las Fuerzas Armadas colombianas durante los fatídicos días 6 y 7 de noviembre de 1985.
En el caso del Palacio de Justicia, el Ejército colombiano y el Gobierno de Betancur “no habían obrado completamente solos”, sostiene Helana Urán en su libro.
En efecto, explica la autora que el “Reporte de Información de Inteligencia” emitido el 7 de noviembre de 1985 por el agregado militar de EE.UU. en Colombia a través de la Defense Intelligency Agency (DIA) [Agencia de Inteligencia de Defensa], confirma que las Fuerzas Armadas colombianas “tenían previo conocimiento de lo que ocurría esos días”, pues habían sido ya alertadas por la inteligencia del gobierno de Washington, más de una semana antes de los hechos.
“Uno de los cables del Departamento de Defensa de los Estados Unidos del 7 de noviembre menciona que el día anterior, es decir, el 6 de noviembre cuando empezó el ataque, un avión tipo AC-130 fue enviado hacia Colombia, desde el Comando Sur, organismo del Departamento de Defensa, que llevaba a cabo los programas militares estadounidenses en América Latina, y que había aterrizado a las 8:30 de la noche”.
“Otro cable adicional, también del Departamento de Defensa y con fecha del 7 de noviembre, registra la solicitud de trajes de asbesto para el fuego… Uno adicional, pero de la misma fuente menciona la llegada, el 7 de noviembre a las 11:50 de un grupo de apoyo conformado por seis personas: tres expertos en explosivos y tres expertos en comunicaciones. Se trata del explosivo C4 y Detcord (cordón detonante) que, según el cable, fueron retenidos en el aeropuerto”.
“El C4 es uno de los explosivos con más potencia que se conoce hoy en día… Lo único de lo que tengo certeza es que, dos horas y 10 minutos después de su llegada, es decir a las 14:00 de ese día, vino la explosión más destructora de todas. ¿Una mera casualidad?”, se pregunta Urán Bidegain.
Y agrega en su relato: “Esas fueron las últimas explosiones que acercaron a los militares colombianos al final de la operación de supuesta retoma al lograr destruir la ancha pared de mármol del baño donde se encontraban los rehenes. Esa explosión fue a su vez la que generó el mayor número de muertos y heridos concentrados en un mismo lugar durante la operación militar de retoma. Para los militares, dañar a las 60-70 personas inocentes que se encontraban encerradas en el baño, era un simple daño colateral, y esa mentalidad parece apuntar a que valía la pena sacrificarlos para acabar con 5 o 6 guerrilleros, dispuestos a rendirse”.
“Todos estos hallazgos me revelaron que el gobierno de los Estados Unidos no sólo había estado al tanto del minuto a minuto de la operación de retoma, sino que lo había avalado e incluso habían apoyado activamente la violenta y sangrienta retoma”.
“EE.UU. sabía lo que acontecería incluso antes de los hechos y que su apoyo en materia de seguridad fue probablemente a través de explosivos y de inteligencia”.
Un Estado de Derecho de caricatura
El libro de Helena Urán es una radiografía de la farsa democrática que ha sido Colombia durante su trágica historia. Relata la catadura de una miserable clase dominante, el estilo oligárquico de algunos politiqueros que se creen estadistas como Belisario Betancur, Álvaro Uribe, Juan Manuel Santos, el exministro Jaime Castro, para sólo citar algunos que son reseñados en este sugerente trabajo bibliográfico.
El relato deja al desnudo también la prepotencia y mala sangre de militares y funcionarios judiciales. O instituciones como Medicina Legal que impunemente se prestó para embolatar cadáveres y desaparecerlos en fosas comunes, así como el pacto de impunidad entre los militares vinculados con la investigación.
“Funcionarios que, con un comportamiento cómplice, fomentan la delincuencia, la injusticia y la impunidad”, dice la autora para que colegir que, como lo señalara la filósofa alemana Hannah Arendt, “son hombres para quienes el mal es banal”.
Urán Bidegain es categórica frente a los crímenes del Estado colombiano y ante los hechos de barbarie ordenados desde el alto gobierno y ejecutados por la fuerza pública hace la siguiente reflexión: “Los ‘falsos positivos’ eran plausibles en 2009 y 1985, y los cuerpos inocentes servían para que los mandos militares fueran condecorados y ascendidos por sus servicios a la patria”.
“La violencia estatal deliberada, -agrega- así como su incapacidad, o falta de voluntad para aplicar de manera eficiente sus esquemas de justicia, deslegitiman los poderes públicos que lo estructuran”.
Todas estas verdades que se expresan en el relato muestran que el tan pregonado Estado de Derecho (respeto a la legalidad) en Colombia simplemente es un discurso hueco, un canto a la bandera, letra muerta en la neoliberal Constitución de 1991.
“Quién puede creer que 5.300 hombres armados en nombre del Estado no pudieran proteger las vida de mi papá, también empleado del Estado, frente a la amenaza de 35 guerrilleros”, cuestiona esta víctima de los horrores institucionales que se cometen en un país como Colombia.
Por tal motivo es que en el acto de entrega que el Estado llamó “digna” de los restos de magistrados y funcionarios víctimas de la retoma del Palacio de Justicia en noviembre de 2015, Urán Bidegain fue categórica al señalar:
“Quiero empezar diciendo que yo no puedo hablar de entrega digna cuando todo el camino que hemos tenido que recorrer durante más de treinta años ha sido indigno”.
“No tenían suficiente con torturar, asesinar y desaparecer a mi papá; no, quisieron ir mucha más allá. Intentaron callarnos, intentaron silenciarnos y que toda la sociedad olvidara”.
Y es que para el corrupto y decadente establishment colombiano “es la agenda política la que define quién vale y quién no”.
En ese contexto, “la impunidad jurídica y política es lo que ha perpetuado la violencia en el país”, sostiene Helena Urán.
Violación de derechos humanos, práctica recurrente de las Fuerzas Militares
Otro de los hechos que narra el libro y que tiene relevancia a la hora de visualizar los hechos de la toma del Palacio de Justicia a casi dos décadas de su ocurrencia, es que entre las demandas que llevaba el M-19 el día del asalto estaba la declaración de inexequibilidad de la extradición, con lo cual desde entonces se asumió rápidamente que la operación guerrillera había sido orquestada y supuestamente financiada por el jefe del Cartel de Medellín, Pablo Escobar, para quemar los archivos en los que se consignaban decenas de denuncias y pruebas en su contra y de los suyos.
Los tradicionales medios de comunicación en Colombia han propagado esta versión hasta hoy, pero en cambio, hace ver la autora, nunca han hecho mención del gran número de documentos originales que reposaban dentro del edificio del Palacio de Justicia en relación con 1.800 procesos que se estaban llevando a cabo por tortura y violación de derechos humanos por parte de las Fuerzas Armadas de Colombia.
De hecho, una hora antes de la entrada de los guerrilleros al Palacio, es decir a las 10:30 de la mañana, el cuestionado general Rafael Samudio Molina, jefe del Estado Mayor en la época, había estado allí atendiendo una diligencia por un caso concreto de tortura, fallado de manera histórica en contra del Estado pocos meses atrás. Se trataba del caso de la médica Olga López de Roldán, acusada de ser auxiliar de un guerrillero del M-19,por lo que en 1979 fue retenida y conducida a la Brigada de Institutos Militares (BIM) donde fue interrogada junto con su pequeña hija de cinco años durante varias horas.
Por una nueva y digna doctrina militar
Es gratamente sorprendente encontrar en el relato de su hija que el magistrado Carlos Urán Rojas para la fecha del ataque al Palacio de Justicia estaba a punto de sustentar su trabajo de doctorado en la Universidad de París, sobre la participación del Ejército colombiano en la Guerra de Corea (1950-1953). Una guerra en la cual Colombia no tenía ni arte ni parte, pero el gobierno fascista de Laureano Gómez envió el denominado Batallón Colombia para congraciarse y seguir recibiendo ayuda de los EE.UU.
Esa participación militar colombiana reforzó la dependencia y determinó un patrón castrense y una ideología que no era otra cosa que la del capitalismo norteamericano.
El magistrado Urán que además de jurista era historiador y politólogo se había dado a la tarea de auscultar el rol de las Fuerzas Miliares colombianas durante el primer tramo del siglo XX, investigando además su protagonismo en la dictadura cívico-militar presidida por el general Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957).
Además, el magistrado había sido crítico del denominado Estatuto de Seguridad, una draconiana legislación para reprimir al “enemigo interno” que había implementado el gobierno de Julio César Turbay Ayala (1978-1982). Tras su investigación histórica, Urán Rojas elaboró como trabajo de doctorado lo que sería una nueva doctrina militar para Colombia, planteando que este país requería de “un Ejército popular nacional que sea complemento del pueblo”. Algunos avances de su tesis los publicó en 1984 a través de artículos en el CINEP, centro de pensamiento regentado por los jesuitas en Bogotá, con el título “A propósito de Rojas y la manipulación del poder. Una nueva política para las Fuerzas Armadas”.
A 38 años del asesinato del magistrado Urán Rojas, su aporte investigativo que lo llevó a concluir sobre la imperiosa necesidad de una nueva doctrina militar para Colombia tiene plena vigencia, pues no es posible que este país cuente con unas Fuerzas Armadas venales y unos funcionarios judiciales que fomentan la delincuencia, la injusticia y la impunidad que desdice de la viabilidad de un Estado que secunda crímenes atroces como las desapariciones y los mal denominados “falsos positivos”.
El libro de Helena Urán Bidegain además de ser un valioso testimonio sobre uno de los hechos más trágicos y conmovedores de la historia colombiana del último tramo del siglo XX, es un ejercicio de reflexión para avanzar en el proceso de construcción de paz y civilidad en una sociedad oprimida en la que, como señala el expresidente José ‘Pepe’ Mujica en el prólogo de esta obra, se le ha querido vender una infame “verdad oficial, contra la verdad real”.
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