La batalla por la Constitución

POR MATEO ROMO* /

La propuesta de presionar popularmente la renuncia de Iván Duque es valerosa y loable, representa una fiera oposición al terrorismo de Estado y al imperialismo, máxime, porque el gobierno Uribe-Duque es un alfil más en el ajedrez político de la injerencia global-capitalista. No obstante, quizá esta encomiable propuesta debería acompañarse de otras, ya que, de no ser así, a lo sumo anticiparía un nuevo periodo político, más o menos respetuoso de los derechos, pero no una nueva época práctica-productiva, puesto que el capitalismo depredador y leonino seguiría rampante en nuestra casa. Esto es, el “enemigo oculto”, que, aunque no tiene rostro definido, es el “autor intelectual” de la degradación de la vida humana y de la sexta extinción masiva de la tierra.

Mateo Romo

¿Qué tiene que ver la Constitución Política de 1991 con esto? Que, al ser resultado de un proceso constituyente por acumulación, y no por síntesis, aglutinó distintos proyectos societales, incluso contradictorios. La Carta Política tiene un propósito ecológico y democrático, pero también uno neoliberal y extractivista. No se trata de irse lanza en ristre contra la actual Constitución. Nadie puede negar el avance superlativo que supuso en comparación a su antecesora, al reconocer a Colombia como un Estado social y democrático de derecho, fundado en la dignidad humana y el respeto por la diversidad étnica y cultural de la nación.

Bien conocidos son sus logros. Algunos de ellos: ser el resultado de las luchas del poder constituyente, lo que la irradió de legitimidad. Fijar la soberanía en cabeza del pueblo, del cual emana el poder público. Crear la acción de tutela, así como la Corte Constitucional. Afirmar el carácter pluriétnico y multicultural de la nación. Establecer un sistema judicial acusatorio basado en la Fiscalía General de la Nación. Suscribir la tesis de la fuerza normativa, y no meramente nominal, de los principios constitucionales. Enriquecer el catálogo axiológico y la parte dogmática de la Constitución, que es la que garantiza la esencia reivindicadora y emancipadora de las garantías constitucionales (asunto de vital importancia a la hora de reconocer y tutelar los derechos de subjetividades y colectividades históricamente marginadas, como las mujeres y las minorías étnicas y raciales). Conferir fuerza jurídica interna al bloque de constitucionalidad. Bosquejar la democracia participativa que, en contraste a la democracia burguesa-representativa, sí tiene la capacidad de reafirmar con pragmatismo al pueblo como poder soberano. Sentar las bases para robustecer, poco a poco, el fundamento y la exigibilidad de los derechos sociales, que no son accesorios ni de menor categoría que los civiles. Avanzar en lo atinente a la superación del carácter confesional, distintivo de la Carta de 1886, al apostar por el carácter pluralista y potencialmente laico del Estado colombiano, estrechamente relacionado con el postulado de que la vida no es sagrada, sino valiosa.

Pese a las conquistas, la Constitución no debe ser idealizada, so pena de pasar por alto las ausencias y las falencias. Un paréntesis. En el ensayo Sobre el fundamento de los derechos del hombre (publicado a mediados de la década de los sesenta), Norberto Bobbio (1991) afirmó: “[e]l problema de fondo relativo a los derechos humanos no es hoy tanto el de justificarlos como el de protegerlos. Es un problema no filosófico, sino político” (p. 61). En Presente y porvenir de los derechos humanos (1967), Bobbio (1991) precisó: “hoy se puede decir que el problema del fundamento de los derechos humanos ha tenido su solución en la Declaración Universal de Derechos Humanos aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948″ (p. 64).

En gracia de discusión, y situados en contexto, llevemos este interrogante a nuestro aquí y ahora. Tras más de setenta años contados desde la Declaración del 48, preguntémonos: ¿protección o fundamentación? Hay mucho por hacer en materia de cumplimiento, pues buena parte de la Carta ha quedado en letra muerta, pero no solo esto (que es un asunto externo a la Constitución y de naturaleza práctica-ejecutiva); los retos también son en materia de fundamentación. Como ya se aludió, hay compromisos ineludibles con la naturaleza, la igualdad, la libertad política y la dignidad, que no son compatibles con el modelo neoliberal-capitalista-extractivista. Dicho modelo se puede reconocer en los artículos 226 (internacionalización de la economía), 150 No. 16 (transferencia de atribuciones estatales a organismos internacionales), 333 (empresa privada como base de desarrollo, libertad económica, iniciativa privada), 58 y 332 (propiedad privada), 336 (espaldarazo a monopolios privados), 365, 367 y 370 (privatización de los servicios públicos), 371 (Banca Central), 356 y 357 (Sistema General de Participaciones) (Matías, 2011).

La reinvención armónica de la vida demanda de nuevas propuestas práctico-productivas. He aquí la pertinencia de abrazar constitucionalmente programas como el ecosocialismo, el procomún y los derechos de la naturaleza, que son puertas a nuevos mundos, a otras épocas.

Aparte de esto, hay deudas normativas con los territorios, que claman una verdadera descentralización-emancipación, para alcanzar la mayoría de edad, esto es, autonomía regional (el plurinacionalismo y la forma federal se muestran como alternativas loables). Con las mujeres, que echan de menos derechos como la justicia reproductiva y principios como la paridad participativa. Con el campo, donde la marginación y el abuso sistemático que ha sufrido la población indígena-originario-campesina requieren ser afrontados con alternativas como el principio del buen vivir, basado en el Sumak kawsay, por todo lo que esto implicaría: reformas agrarias estructurales, estilo de vida comunitario, soberanía alimentaria, paridad participativa, derecho al agua y a las semillas, conservación de la biodiversidad, acceso a la tierra en condiciones de equidad, protección frente al acaparamiento de tierras, remuneraciones dignas por las cosechas, en sintonía con el nuevo constitucionalismo y la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Campesinos y de Otras Personas que Trabajan en las Zonas Rurales.

Con la ciudad, que es aniquilada día a día por el urbanismo-depredador, razón por la cual el derecho a la ciudad debe ser reconocido de manera positiva (en la formulación lefebvriana). Con la democracia local y los mecanismos de participación ciudadana, entre ellos, la consulta popular, restringida severamente por la falacia según la cual los municipios no son también propietarios del subsuelo (facultados para decidir sobre el mismo, con efectos vinculantes), lo que provoca el predominio de los potentados y las multinacionales. Con el derecho, cuyo modelo monista debe ser desafiado desde el pluralismo jurídico. Y, en general, con las instituciones, que necesitan ser repensadas, por lo cual revisar la parte orgánica de la Constitución es un asunto de primer orden. Por ejemplo, lo concerniente a los sistemas de elección y nombramiento, que provocan sendos conflictos de intereses, auspiciando corrupción e impunidad. El mérito y la transparencia procedimental deben llevar el candelabro, especialmente, en los corredores más oscuros.

En esta misma línea, es imperioso analizar críticamente la viabilidad de la anacrónica figura presidencial, a propósito de la siguiente pregunta: ¿realmente se requiere un presidente en un régimen democrático? Hoy se debate sobre su inutilidad, bajo la tesis de que es urgente superar el paradigma mesiánico-caudillista. También es menester estudiar con lupa la composición y el diseño del Congreso, allanando el camino de la transición de la democracia representativa-burguesa a la democracia deliberativa, que va de abajo hacia arriba, y no al revés. En fin, el interrogante a formular en este punto es: ¿corresponde la parte orgánica a la dogmática, esto es, la potencia o la eclipsa? El enfoque diferencial y la promoción de la paz son improntas de las instituciones virtuosas. Esto se hace determinante en Colombia, donde pululan la discriminación y las agendas ejecutivas proguerra.

A propósito de los cincuenta años de la obra Teoría de la justicia (1971), de John Rawls, vale recordar la apuesta del autor por construir un sistema basado en la legitimidad, lo que se puede reconocer en el hecho de que el congreso constituyente es el llamado a seleccionar los principios de justicia que guiarán el quehacer de la estructura básica de la sociedad, esto es, de las principales instituciones políticas, económicas y sociales. Dichos principios, en efecto, serán “el fundamento consensual de todo el ordenamiento jurídico positivo” (Mejía, 2016, p. 267) (dimensión de validez). Finalmente, el deber de las instituciones será aplicar dichos principios (dimensión de eficacia), so pena de volverse instituciones no virtuosas, que, en efecto, podrían reformarse o abolirse. Mecanismos como el rechazo de conciencia y la desobediencia civil son importantes herramientas estabilizadoras del sistema constitucional (instancias de corrección moral-política del derecho).

¿Asistiremos al espléndido momento en el que el pueblo se reafirma como poder soberano y se da una nueva constitución, bajo la ensoñación en vigilia de levantar un proyecto vital distinto al capitalista-extractivista? ¿Dicha carta, de paso, se propondría superar las deudas en materia de fundamentación de los derechos y buscaría forjar una parte orgánica que sí este al nivel de la parte dogmática-reivindicadora-emancipadora? ¿Se pondría por fin a raya al poder constituido, con fórmulas como la del coto vedado, de manera que jamás el poder delegatario pueda volver a pasar por encima del constituyente?

El debate está a la orden del día. Bienvenido sea el intercambio de ideas. De hecho, con justa preocupación, muchos piensan que dar el paso hacia una constituyente sería entrar en arenas movedizas, pues creen que la actual Carta no tiene mácula o que, en su defecto, esto solo favorecería a un sector retardatario, de impronta sobre todo uribista, que añora la materialización de dicha iniciativa para aprovecharla con oportunismo. ¿Qué añora dicho sector? Terminar de blindar la impunidad, la corrupción y la desigualdad. En síntesis, subyugar al pueblo llano y a la naturaleza. También se les va la baba por reformar la “justicia”, establecer una corte única y hacerle la guerra a la Jurisdicción Especial para la Paz

Llegado el caso, entonces, es claro el objetivo: si la crisálida se rompe, si la digna rabia, preciosa alfombra de seda, muta en poder constituyente, el pueblo llano debe desplegar las alas sin que nada ni nadie logre obstaculizar el aleteo de la mariposa.

Referencias

Bobbio, Norberto (1991). El tiempo de los derechos. Madrid: Sistema.

Asamblea Nacional Constituyente. (1991). Constitución Política del 20 de julio de 1991. Gaceta Constitucional No. 116. Colombia.

Matías, Sergio (2011). El Nuevo Orden Constitucional Colombiano. Papel Político, 16(1), 13-39.

Mejía, Óscar (2016). Teoría consensual del derecho. El derecho como deliberación pública. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia.

Rawls, John (1995). Teoría de la justicia. México: Fondo de Cultura Económica.


* Abogado / investigador auxiliar del Doctorado en Derecho de la Universidad Libre.

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