La “correlación de fuerzas” como pretexto

POR ATILIO A. BORON

El tema de la “correlación de fuerzas” me quita el sueño. No porque sea tan desfavorable en la mayoría de los países de la región sino por una actitud -sumamente extendida en el campo del progresismo y la izquierda- que la concibe como una categoría ontológica y, de modo tácito, un obstáculo insuperable. Prevalece un fatalismo que desemboca primero en el posibilismo; esto es, gobernar sólo dentro de los estrechos límites de lo posible y, finalmente, en la capitulación del proyecto transformador ante la fuerza, supuestamente inexpugnable, del capital y sus representantes.

En varias intervenciones públicas a propósito de las futuras elecciones brasileñas salí al paso de esa postura que revela una lectura defectuosa de Gramsci cuando aconsejaba combinar el pesimismo de la inteligencia con el optimismo de la voluntad. El problema es que en el progresismo esta última también está contaminada por el pesimismo. Para refutar esta lectura derrotista opté por apelar a un par de ejemplos históricos, convencido de que el asunto no se resolvería en el plano de una abstracta polémica en el plano de las ideas. Recordé dos experiencias notables en donde una “correlación de fuerzas” negativa se revirtió en pocos meses. Paso a describirlas.

Salvador Allende (1908-1973).

Una tuvo como protagonista a Salvador Allende, que llegó a la presidencia de Chile en 1970 con apenas el 36 por ciento del voto popular. Tenía en su contra ambas cámaras del Congreso, la judicatura, el poder económico, el establishment político, la Iglesia, una buena parte de la intelectualidad, los medios de comunicación y el activo sabotaje de “la embajada”. Desde la misma noche en que obtuvo su victoria, un inolvidable 4 de septiembre de 1970, el presidente estadounidense Richard Nixon dio la orden de hacer cuanto fuera necesario para impedir que Allende asumiera como presidente. “Ni un tornillo ni una tuerca para Chile”, dijo el muy bandido. Y además que ponía a disposición de sus operadores en Santiago una partida inicial de diez millones de dólares para financiar la agitación subversiva. Para colmo, una parte de las capas medias que veían con buenos ojos al proyecto de la Unidad Popular desconfiaban de su viabilidad, conscientes del histórico poderío de la derecha para contener al progreso social. Sin embargo, pese a esta desfavorable “correlación de fuerzas” Allende consumó lo que, con el beneficio que otorga medio siglo de perspectiva histórica, no dudaríamos en caracterizar como una revolución: estatizó el cobre; las más grandes empresas industriales; el sistema bancario; garantizó la alimentación popular; reforzó los derechos laborales y la sindicalización obrera y campesina; avanzó resueltamente en la reforma agraria; expandió la educación y la salud públicas y desplegó una audaz política exterior independiente. Todo eso pese a una muy desfavorable “correlación de fuerzas” signada por las continuas huelgas patronales, fuga de inversiones, la implacable hostilidad de Estados Unidos, el desabastecimiento programado por los grandes empresarios, la escalada de los precios y toda suerte de sabotajes.

Al cabo de tres años de gobierno, en las elecciones parlamentarias del 4 de marzo de 1973 la Unidad Popular se enfrentaba a una prueba de fuego. Toda la oposición se aglutinó para esa batalla decisiva y conformó la llamada Confederación de la Democracia, con la esperanza de capitalizar el descontento de la población por la carestía de los artículos esenciales, el desabastecimiento y las permanentes huelgas patronales y, con una aplastante mayoría en el Congreso, votar el desafuero del presidente. Abiertas las urnas y para sorpresa de muchos, la Unidad Popular incrementó significativamente su gravitación electoral llegando al 44 por ciento de los votos, desde el 36 por ciento del año 1970. El “golpe parlamentario” era una vía cerrada para la derecha y el imperialismo, y a partir de ese momento ambos decidieron que había llegado la hora de jugar la “carta militar.” Todos sabemos cómo terminó esa historia.

Néstor Kirchner (1950-2010).

El otro ejemplo lo ofrece Néstor Kirchner. Su llegada a la presidencia no pudo ser menos promisoria. Postulado por el Frente para la Victoria salió segundo en la primera vuelta electoral, con poco más del 22 por ciento de los votos y detrás del candidato triunfante Carlos S. Menem que obtuvo un 24 por ciento. El ballottage previsto para dirimir la elección del presidente fue precedido por numerosas encuestas que expresaban el repudio que suscitaba la figura de Menem, por lo cual éste optó por no presentarse a la definitiva contienda electoral. Al iniciar su mandato el 25 de mayo del 2003 Kirchner carecía de un volumen significativo de votos populares y suficiente respaldo parlamentario. Fuera del ámbito institucional los poderes fácticos se posicionaron fuertemente en su contra. Una prueba de lo adverso que le era la “correlación de fuerzas” lo ofrece el artículo escrito por el principal editorialista del diario La Nación, José Claudio Escribano. Comentando la inminente asunción de Kirchner a la Presidencia escribió, el 15 de mayo, “que la Argentina ha resuelto darse gobierno por un año”. Su pronóstico, compartido por muchos en este país fue rotundamente desmentido por los hechos y el kirchnerismo gobernó durante 12 años, y sigue siendo hoy la principal fuerza política del país.

Pese a esa debilidad inicial señalada por Escribano el gobierno de Kirchner redujo sustancialmente los niveles de pobreza e indigencia resultantes del experimento neoliberal de Menem y sus continuadores de la Alianza entre la Unión Cívica Radical (UCR) y el Frepaso; manejó con mano firme la recuperación económica del país; renovó la Corte Suprema de Justicia; restableció los juicios por delitos de lesa humanidad; canceló por completo la deuda con el FMI y poco después de haber concluido su mandato, su sucesora, Cristina Fernández de Kirchner, acabó con los fondos de pensión y creó un régimen previsional público, amén de otras políticas de extensión de derechos y empoderamiento popular que se impusieron tras vencer enconadas resistencias. Como si lo anterior no fuera suficiente, Kirchner revolucionó la política exterior de la Argentina estableciendo sólidos vínculos con el Brasil de Lula y la Venezuela de Chávez y, en la Cumbre de las Américas de Mar del Plata, lideró junto a ellos nada menos que el rechazo al ALCA, el principal proyecto geopolítico de Estados Unidos para esta parte del mundo para todo el siglo veintiuno. Si alguien fue testigo del fenomenal cambio en la “correlación de fuerzas” que produjo Néstor Kirchner es quien fuera su jefe de Gabinete de Ministros y hoy presidente de la Nación, Alberto Fernández.

Los mandatarios de Venezuela, Hugo Chávez; de Argentina, Néstor Kirchner; y de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, artífices de la derrota diplomática que debió enfrentar el presidente estadounidense George W. Bush en 2005 al no haber sido aprobado el imperialista proyecto geopolítico del ALCA.

Lección para los líderes progresistas: las “correlaciones de fuerza” no son esencias inmodificables y pueden ser cambiadas. Son construcciones históricas y dependen de la sabiduría y madurez de la dirigencia, de su capacidad para comunicarse con -e interpelar a- su base social y, por supuesto, de su voluntad para luchar contra todos los obstáculos y trampas que erigen las fuerzas conservadoras con las cuales ningún consenso, salvo en cuestiones de poca monta, será posible. La dirigencia progresista latinoamericana debería recordar que hace poco más de un siglo Max Weber definió a la política como una “guerra de dioses contrapuestos” y por eso la persistente búsqueda de acuerdos de gobernabilidad con la derecha que caracteriza a los progresismos latinoamericanos -al igual que su culto a la moderación- están condenadas al fracaso. Entre otras cosas porque en tiempos tan inmoderados como los que vivimos la moderación lejos de ser una virtud es un vicio y antesala de la capitulación ideológica. Charles Fourier, uno de los padres fundadores del socialismo utópico dijo una vez que “no es con la moderación como se hacen las grandes cosas”, y en Latinoamérica y el Caribe hay grandes cosas que deben ser hechas. Weber, situado en los opuestos de Fourier, coincidía con éste cuando advertía, en su conferencia La Política como vocación que “un gobernante sólo puede obtener lo posible si trata de lograr lo imposible una y otra vez”. Los líderes del progresismo y la izquierda latinoamericana deberían tomar nota de estas enseñanzas de la historia e intentar lo imposible para que sus gobiernos consigan ampliar el horizonte de lo posible, absteniéndose de pretextar que la “correlación de fuerzas” no les permite hacer lo que es necesario hacer y para lo cual fueron elegidos. La historia demuestra la maleabilidad de la “correlación de fuerzas”, siempre y cuando exista una firme voluntad de luchar contra los obstáculos que se oponen a cambiar a un mundo tan inhumano e injusto como el actual.

@atilioboron

Página/12, Buenos Aires.

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