La crisis del capitalismo y del modelo neoliberal

POR JUAN DIEGO GARCÍA

La globalización, que afecta profundamente a los países de la periferia del sistema, muestra todas sus limitaciones sobre todo a partir de la crisis mundial de 2008 –que de hecho se mantiene- y adquiere características muy dramáticas con la pandemia del Covid-19 y el actual conflicto en Ucrania.  Presentada como una panacea para promover el desarrollo de los países pobres, la globalización o mundialización de la economía no ha hecho más que agudizar las contradicciones del sistema que se traducen en concentración exagerada de la riqueza por parte de las clases dominantes tradicionales, mayor desigualdad social, incremento de la pobreza y de una miseria que se creía superada o al menos reducida a cifras asumibles. La apertura de los mercados locales eliminado prácticamente toda forma de protección del trabajo nacional ha producido la llamada desindustrialización allí donde se impulsaron programa de desarrollo propios (sobre todo de medio de consumo antes importados de las metrópolis) y el reemplazo de la agricultura tradicional que suministraba adecuadamente el mercado interno de alimentos y materias primas, reemplazando la economía campesina por la agroindustria destinada en lo fundamental a surtir a las áreas metropolitanas de materias primas y algunas mercancía de escaso valor agregado. El enorme desempleo que trae consigo este cambio explica en buena medida los enormes flujos de migración interna campo-ciudad, no menos que la considerable emigración a las naciones metropolitanas. La apuesta por esa globalización se denomina en estos países “extractivismo”, para enfatizar que de ellos se sacan -mejor se saquean- riqueza locales que deberían servir para satisfacer ante todo el impulso de un desarrollo propio y las necesidades de su población. Así sucede con el petróleo, los minerales, cereales, gas, madera y en general materias primas, no menos que millones inmigrantes víctimas del desempleo local que se ven obligados a emigrar a los mercados metropolitanos como mano de obra barata, un recurso formado por estos países pero que beneficia a las metrópolis.

Esta globalización beneficia a las grandes empresas de los países metropolitanos lo mismo que a las clases dominantes criollas pero genera en el mundo periférico un cuadro de aguda y creciente pobreza y el descontento de amplios sectores de la población que obliga a las oligarquías criollas y a sus aliados extranjeros a formas represivas muy agudas que no hacen más que disminuir la ya escasa legitimidad del orden social. Como respuesta, las fuerzas sociales y políticas de la izquierda proponen en unos casos fórmulas revolucionarias de algún tipo de socialismo y en otros casos solo reformas del sistema (que dado el contexto bien pueden ser consideradas radicales en algunas circunstancias). Todas ellas buscan, de una forma u otra, impulsar la propia industrialización, la búsqueda de la llamada soberanía alimentaria, la apuesta por la investigación y la ciencia y asegurar los servicios públicos básicos en educación, salud y pensiones. O sea, volver a lo público aquello que el modelo neoliberal privatizó, afectado de lleno los intereses de las mayorías sociales. La cuestión es que para alcanzar estos objetivos es indispensable superar la globalización e impulsar formas de proteccionismo para que estos países de la periferia estén en condiciones de emprender procesos de superación de las actuales estructuras en todos los órdenes. Algunos países pueden sin duda adelantar estos propósitos con gran autonomía pues cuentan con recursos amplios: población, territorio, recursos naturales, etc. Pero en realidad todos necesitan encontrar formas de integración regional que les den márgenes suficientes en el escenario mundial y les permitan hacer real el ejercicio de la soberanía nacional. La idea neoliberal de “un mundo sin naciones” ya demostró que solo busca el beneficio de las metrópolis. La propaganda negra que busca convencer sobre los supuestos males del proteccionismo y las ventajas de la globalización ya no se sostiene, entre otros motivos porque los países metropolitanos son los primeros en imponer la apertura de los mercados- el moderno “libre cambio”- a las naciones de la periferia mientras ellos practican todo el proteccionismo que les resulta necesario para defender sus economías.

En efecto, Estados Unidos y Europa occidental, los mismos que desde hace décadas predican la globalización como el mejor instrumento para un desarrollo mundial armónico y de mutuo beneficio, son quienes aplican fórmulas de proteccionismo a veces muy drásticas. Por supuesto, también se aplican estas medidas proteccionistas entre ellos mismos, en su dura competencia por el control del mercado mundial. Es bien conocida la rivalidad apenas oculta de Estados Unidos y Europa, no menos que la estrategia de Occidente para someter a la cada vez más exitosa pujanza de las llamadas “potencias emergentes” (en particular China). Se restringe de mil maneras el acceso de los países de la periferia a los mercados metropolitanos; se busca que sean simples socios secundarios y prescindibles del Occidente rico y se obstaculiza cualquier fórmula de proteccionismo que favorezca un desarrollo nacional de cierta independencia. El rol siniestro de entidades como el BM, el FMI o la OMC es bien claro a este respecto. La conformación de bloques de estas naciones para unir sus fuerzas y superar sus debilidades –el llamado proceso de integración regional- exige a las fuerzas del progreso alcanzar el poder (y  no solo el gobierno, por importante que sea), desalojando a las clases dominantes tradicionales que se benefician ahora de ese modelo de dependencia tan ligado a la globalización; deben asegurarse ante todo su coordinación y un apoyo social suficiente para poder superar los mil obstáculos que ponen en su camino las potencias metropolitanas no menos que las oligarquías locales. La integración regional, que se debe y se puede armonizar con el proteccionismo, es sin duda lo único que asegura un lugar adecuado en el escenario internacional. El actual conflicto en Urania se produce sin duda por la dura competencia económica mundial entre potencias y nada tiene que ver con la alegada “defensa de la democracia”, sobre todo si es utilizada como justificación por los responsables de los crímenes de lesa humanidad en Irak, Afganistán, Libia, Siria, Palestina, Cuba, Venezuela, Yugoslavia o el Sahara Occidental, todas ellas actuaciones imperialistas, sin autorización de la ONU, o sea, guerras ilegales tan condenables o más que la actual de Rusia en Ucrania. 

Lejos, muy lejos de las justificaciones alegadas por Occidente de “defender la democracia y la civilización” la verdadera intención no es otra que intentar arrinconar a los rusos y condenarlos a ser una nación de segundo orden, asegurando para Occidente el control de sus recursos naturales y, de paso, avanzar en el cerco a China ¡Como en las peores tiempos del colonialismo tradicional! Se comprende entonces que tantos gobiernos en Latinoamérica y el Caribe, el Medio Oriente y Asia, así como en África, aunque no apoyan la agresión rusa a Ucrania piden una salida negociada en cuanto sea posible. Lo destacable es precisamente que tantos gobiernos de la periferia pobre del planeta no apoyen la aventura bélica de Occidente. Anteponen así el interés nacional sobre una globalización que solo favorece a unos pocos. Son mayoría los países que no ven esa como su guerra, y seguramente proceden de forma adecuada.

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