POR MARCOS ROITMAN ROSENMANN
No vivimos en democracia, si por ello entendemos una conducta fundada en la búsqueda del bien común, la justicia social y la igualdad. Existe una contradicción entre un proyecto democrático y el mantenimiento de relaciones sociales de explotación.
Y no sólo respecto de la explotación de seres humanos por seres humanos, sino a la ejercida contra la naturaleza. Alude a la degradación del nicho ecológico, la especulación alimentaria, la apropiación de los recursos hídricos, las epidemias de hambre producidas por bloqueos, el patrocinio de guerras, la privatización de la investigación científica o limitando el acceso de medicamentos y vacunas a las mayorías sociales. Todos los hechos enunciados, además de cuestionar la existencia de orden internacional afincado en la paz, evidencian una deflación democrática. En este contexto donde prima el capitalismo, debemos sumar las instituciones que han pervivido por siglos, como el patriarcado, el racismo, las desigualdades económicas, el poder de castas, nobleza, terratenientes y caciques.
Sin pensar en una visión idílica de la democracia, la realidad social nos aboca a creer que el futuro de la democracia es incierto, cuando no contrario a sus principios. El origen de la democracia, una forma de vida y gobierno, se halla en las luchas sociales por reconocer los derechos ciudadanos en su más amplia acepción.
La democracia busca, al mismo tiempo, equilibrar el poder ejercido por las plutocracias, contrarrestar las desigualdades sociales y económicas mediante la participación política en la toma de decisiones. En otras palabras, que los ciudadanos decidan por plebiscito sobre la guerra y la paz, promulguen las leyes, controlen los poderes fácticos, puedan ser electos, además de evitar los abusos de poder de quienes gozan de la representación popular.
La democracia es una propuesta de organización social y política. Supone un programa para la vida en común, un proyecto en el cual las prioridades están determinadas por las necesidades colectivas que hacen de la persona, un ser humano, tener cubiertas las necesidades básicas y una calidad de vida digna. Lo dicho comporta pensar en un nosotros colectivo. En democracia, cada decisión tiene efectos sobre el tejido social. Construir hospitales, escuelas, proteger la infancia, castigar la violencia de género, favorecer la inversión pública en obras sociales e infraestructura es parte de la democracia.
No lo es, aprobar una fiscalidad decreciente para las grandes fortunas, redactar leyes antisociales que favorezcan el despido libre, códigos de trabajo leoninos, límites al gasto social, criminalizar la protesta social, entregar las riquezas naturales a empresas privadas, vender el patrimonio público a capitales de riesgo, rebajar la edad penal o favorecer la desregulación del capital financiero y bancario.
Las medidas antisociales y los recortes a las libertades democráticas son cada vez más habituales, lo cual nos habla de un proceso de oligarquización del poder. El estado de salud democrático de las sociedades actuales es crítico y el diagnóstico futuro no es alentador. Lentamente se impone un orden de dominación dirigido por las plutocracias en consonancia con el poder de un cibercapitalismo que aumenta su control, gracias a la guerra neocortical, cuya capacidad para anular la conciencia y la reflexión, eleva el grado de sumisión y acrecienta el socialconformismo.
El riesgo de involución política en el planeta es una realidad a corto plazo. El triunfo de las derechas antidemocráticas, el resurgimiento de propuestas castradoras de los derechos sociales, son un indicio más del renacer del fascismo societal. No se trata del triunfo de una crítica a los llamados “excesos de la democracia” planteados por Hayek, sino un rechazo a la democracia como forma de gobierno y de vida en común.
La democracia está siendo atacada y tiene aliados en sectores sociales que más deberían luchar por ella. Renunciar a la democracia como proyecto societal supone dimitir de plantear una vida digna, carecer de un sistema sanitario, vivienda, educación, tener acceso al ocio, a una pensión justa o simplemente realizar tres comidas al día. Con desigualdad, cualquier proyecto democrático es una quimera.
Para darnos cuenta de lo lejos que estamos de vivir en democracia, baste citar el Informe Oxfam de 2023, en el cual se apunta que sólo en el bienio pospandemia (2020-2022), 1 por ciento de la población mundial, acaparó las dos terceras partes de la nueva riqueza generada a escala global (42 billones de dólares), el doble que el restante 99 por ciento de la humanidad. Cada vez es mayor la población mundial arrastrada a la exclusión social, cuya existencia se ubica en la frontera de lo infrahumano.
Sin temor a equivocarnos, una economía y sociedad de mercado levantada sobre la competitividad y la meritocracia destruye cualquier opción de forjar un orden democrático. El capitalismo, en sus 500 años de historia, no ha sido ejemplo de forjar un poder democrático. Pero ha sido en sus entrañas, donde las luchas democráticas han cobrado protagonismo y constituyen diques a su acción predadora. Sin embargo la lucha es desigual.
La existencia de partidos políticos cuyos programas fomentan el odio, el racismo, la xenofobia, el negacionismo y la necropolítica se multiplican, ganan adeptos, y lo más preocupante, sus proclamas son seguidas por millones de personas. Personajes como Donald Trump, Jair Bolsonaro, Javier Milei, Nayib Bukele, Giorgia Meloni, gobiernan o han gobernado. Son tiempos difíciles.
El éxito de las políticas que levantan muros, deshumanizan al inmigrante, aplican mano dura, endurecen las condenas, son testimonio de la desafección democrática. Mentir, engañar, sentirse por encima de la ley, violar, evadir impuestos reírse de las instituciones, hoy, no tiene consecuencias políticas. La sociedad no penaliza los comportamientos corruptos.
En conclusión: sin conciencia democrática no hay poder democrático.
La Jornada, México.