POR FERNANDO DORADO /
La prensa de la oligarquía colombiana hoy se escandaliza porque el presidente Gustavo Petro recientemente les ha dado la mano a los jefes paramilitares que hicieron posible el ascenso y la elección de Álvaro Uribe Vélez en 2002.
En ese entonces, los Castaños, Mancuso, ‘Jorge 40’, ‘Don Berna’ y demás jefes paramilitares, eran héroes porque habían contribuido con el debilitamiento territorial y militar de las FARC.
Y no fue esa prensa oligárquica la que develó y denunció la “parapolítica” sino que fue Gustavo Petro, algunos demócratas y valientes periodistas independientes, los que sacaron a la luz ese contubernio entre “paras” y la clase política tradicional.

Algunos de esos jefes “paras” contaron después, ya cuando estaban presos y desacreditados, que fueron los mismos políticos corruptos, principalmente de Antioquia, Magdalena Medio y la Costa Caribe, los que impulsaron esa estrategia de guerra contrainsurgente.
Pero, además, quienes estaban detrás de la financiación inicial de esos grupos paramilitares eran las grandes empresas transnacionales como la Drummond, Chiquita Brands, y otras, el gremio de los bananeros y los grandes terratenientes interesados en despojar a los campesinos de sus tierras.
Luego, cuando la guerra escaló en la década de los años 90s del siglo XX y principios de la primera década del XXI, con el visto bueno de altos mandos del Gobierno, del Ejército y del Gobierno de los EE.UU., los “paras” se fueron convirtiendo en verdaderos narcos y viceversa.
Cuando Salvatore Mancuso llegó al Congreso en mayo de 2005, fue recibido por la casta política con bombos y platillos, y la prensa que hoy posa de moralista, no dijo nada. Al contrario, justificaban sus crímenes y el exterminio de la Unión Patriótica (UP), con la amenaza de la guerrilla comunista.

Ahora, esa oligarquía criminal y sus medios de comunicación “prepagos”, temen que esos jefes paramilitares que fueron traicionados por Uribe saquen a relucir los nexos de importantes empresarios que financiaron y se lucraron de esos crímenes y, se apropiaron de extensos territorios que estaban en manos de campesinos pobres en muchas regiones de nuestro país. Fue lo que se denominó la “Contrarreforma Agraria Armada”.
Bien por Petro y su Gobierno que, sin ofrecerles gabelas a esos criminales del pasado, les ofrece un camino o vía para que aporten información valiosa para identificar a los llamados “terceros”, o sea, a los verdaderos determinadores de la violencia paramilitar.
Ese es un paso muy importante para entender la evolución del paramilitarismo en Colombia. Se trata de identificar con mayor precisión las diversas fases por la que ha pasado ese proceso contrainsurgente, que aún hoy está presente entre algunos grupos como el Clan del Golfo y las Autodefensas de la Sierra Nevada de Santa Marta.

Esa información podrá aclarar cómo la estrategia de crecimiento y expansión de las Farc, basada en fortalecer su estructura militar canalizando recursos de las economías ilegales (“vacunas”), les permitió a los narcotraficantes adquirir grandes extensiones de tierras en el Magdalena Medio a principios de la década de los años 80s del siglo pasado, y luego, cuando se convirtieron en grandes terratenientes, se aliaron con el Ejército oficial (con asesoría israelí) para quitarse de encima los impuestos de la guerrilla e impulsar el proceso paramilitar.
Luego vino la fase de fortalecimiento en zonas estratégicas como el Urabá y el Nordeste Antioqueño, Córdoba, Sierra Nevada de Santa Marta y los Llanos Orientales, zonas en donde las Farc con su torpe política de agresión contra los campesinos ricos y medios, crearon las condiciones para que los grupos paramilitares construyeran una amplia base social.
Después, bajo la dirección de los hermanos Castaño se organizan las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y, en dura competencia con las Farc y con el apoyo del Ejército y de las agencias de inteligencia de los EE.UU., se produce la expansión de los paramilitares por todo el territorio nacional.
Dicho proceso fue, en realidad, dirigido “desde arriba” por la oligarquía y la casta política tradicional, con algunas excepciones. Ellos, con el liderazgo de Uribe cuando fue Gobernador de Antioquia, impulsaron con fuerza y determinación el paramilitarismo, aunque se hacían los inocentes, posaban de no saber nada, pero por debajo de la mesa eran los que realmente movían los hilos del conflicto y de esa estrategia.
Es importante entender que a los “gringos” y a la casta dominante y criminal de Colombia, o sea, a los que desde siempre han controlado el poder del Estado (y todavía lo tienen), no les interesaba tanto derrotar y exterminar a las guerrillas sino instrumentalizar el conflicto para desplazar a la población rural (campesinos, indígenas y negros) de regiones estratégicas para el gran capital, expandiendo la economía del narcotráfico a lo largo y ancho del país.
Mas adelante, algunos sectores del paramilitarismo intentaron “refundar la Nación?la historia de Brasil, ningún movimiento social campesino ha conseguido sobrevivir ni siquiera una década frente al poder político, económico y militar de los grandes terratenientes. La resiliencia del MST tiene numerosos componentes, como la solidaridad que ha recibido a nivel nacional e internacional. También hay dimensiones producidas en la lucha que merecen un estudio más profundo, como la propuesta pedagógica de la educación en el movimiento, la formación política, la organización de las mujeres, la producción agroecológica y la organización de cooperativas.
Entre tantas dimensiones, el Instituto Tricontinental de Investigación Social escogió las formas de organización y de lucha del MST como tema de este dossier. Efectivamente, la fuerza de un movimiento popular proviene del número de personas que organiza y de su método de organización. Esta es una de las principales explicaciones de cómo el Movimiento Sin Tierra resiste y crece ante de una correlación de fuerzas tan desigual. Y esta experiencia, sin pretender ofrecer fórmulas, sino entendida en el contexto de la lucha brasileña, puede contribuir a las reflexiones y organizaciones de otros movimientos populares y campesinos en todo el mundo.
La cuestión agraria en Brasil
Lo que hoy es Brasil fue fundado y organizado a partir del siglo XVI como una empresa capitalista basada en la gran propiedad de la tierra, el trabajo esclavo y el monocultivo para la exportación. La empresa colonial portuguesa provocó una violenta ruptura —por la pólvora y la cruz— con el modo de vida de las sociedades indígenas, introduciendo un concepto que no tenía el menor sentido para estas comunidades: la propiedad privada de los bienes comunes de la naturaleza.2
En 1850, ante el eminente fin de la esclavitud debido a los movimientos abolicionistas y a las rebeliones de la población esclavizada, el entonces imperio brasileño instituyó la primera Ley de Tierras para impedir que los libertos tuvieran acceso a la mayor fuente de riquezas del país. Por esta ley, la tierra pasó también a ser una mercancía. Es más, este modelo llamado plantación —latifundios de monocultivo para la exportación basados en la superexplotación de la mano de obra— será la única constante en la historia brasileña, independientemente de la soberanía (colonia portuguesa o nación independente), del régimen (monarquía o república) y del sistema de gobierno (parlamentarista o presidencial).
Evidentemente, frente a esta contradicción, la cuestión agraria ha estado en el centro de rebeliones, revueltas y movimientos populares a lo largo de la historia del país, desde la resistencia indígena, las revueltas contra la esclavitud y las comunidades quilombolas3
a los primeros movimientos campesinos y sindicales. También es ilustrativo el papel del Estado en la defensa de los intereses de los terratenientes y la represión a los pobres. Mientras las poblaciones indígenas y esclavizadas eran perseguidas y combatidas por milicias privadas, el propio Ejército brasileño trató de combatir y eliminar los movimientos de Canudos (1897), una comunidad autogestionada de 25 mil campesinos, Contestado (1916), una revuelta armada de agricultores para impedir que una empresa ferroviaria estadounidense se adueñara de sus tierras, y las organizaciones que luchaban por reforma agraria antes del golpe empresarial-militar de 1964, como las Ligas Campesinas.
Como consecuencia, Brasil del siglo XXI sigue ostentando la segunda mayor concentración de tierras del planeta, título que defendió durante todo el siglo pasado, con el 42,5% de las propiedades bajo el control de menos del 1% de los propietarios (DIEESE, 2011). Del otro lado, 4,5 millones de campesinas y campesinos considerados sin tierra.4
Los enemigos de clase de las personas sin tierra son los terratenientes, los grandes propietarios de tierras y las empresas transnacionales que se apropian de las tierras para la producción de commodities. Sin embargo, parte de la presión del movimiento popular tiene que dirigirse también al Estado. La actual Constitución brasileña fue aprobada en 1988, después del fin de la dictadura empresarial-militar, y como fue construida en un momento de ascenso de las luchas de masas populares, incorporó muchos aspectos progresistas en su redacción, entre ellos la Reforma Agraria. El artículo 184 de la Constitución Federal establece que las propiedades agrícolas deben cumplir una función social, deben ser productivas y respetar los derechos laborales y ambientales. Si no cumplen con estos criterios, pueden ser expropiadas para la reforma agraria por el Estado, responsable de indemnizar a el o los propietarios y de asentar a las familias sin tierras en estas áreas, que pasan a ser propiedad pública.
La naturaleza del latifundio, no obstante, se transformó en las últimas décadas en función del modelo del llamado agronegocio. La gran propiedad improductiva y arcaica, utilizada como mecanismo de especulación, fue incorporada por voluminosas inversiones de capital financiero internacional, que controla secciones de la cadena productiva rural, desde las semillas hasta la comercialización de lo??, o sea, adquirieron cierta autonomía e independencia frente a sus determinadores y financiadores “legales”, y por ello, Uribe con asesoría estadounidense impulsó la política de Justicia y Paz en 2005.
Fue el momento escogido para traicionar a los jefes de los “paras”, desmovilizarlos y desarmarlos y extraditarlos para los EE.UU. Su gran “pecado” era “saber mucho”. Esos aliados incómodos ahora le estorbaban a Uribe y a la oligarquía y fueron desechados como basura.

Después de ese falso “proceso de paz” de Uribe, vino la fase de descomposición de las fuerzas paramilitares que no se sometieron o que se desencantaron del proceso de paz de Uribe, que los llevó ‒al igual que las guerrillas en la otra vertiente ideológica‒ a convertirse en la “policía rural” de los narcotraficantes, que desde entonces fueron subordinados por las mafias mexicanas. Y en eso estamos todavía.
Por ello, lo que está haciendo el presidente Petro es acertado. Esos jefes paramilitares desde las cárceles o donde estén, pueden ayudar a construir una Verdad Transformadora, y a superar la “verdad acomodada”, que centra la responsabilidad del conflicto en los actores armados (“paras”, guerrillas y algunos sectores del Ejército) para garantizarle la impunidad a los verdaderos perpetradores y determinadores de la guerra fratricida que hemos vivido en Colombia.
¡Está llegando la hora de la Verdad Verdadera, la que la prensa oligárquica siempre quiso ocultar!