POR JULIO CÉSAR CARRIÓN CASTRO /
Kurtz, personaje de la novela El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, es un poderoso aventurero cínico y racista, que mediante la argumentación persuasiva, múltiples engaños y artimañas y, por la violencia descarada y brutal sobre los nativos, logra sostener un punto de expansión para el desarrollo cultural y comercial de la civilizada Bélgica en el Congo a finales del siglo XIX, mientras conserva una conveniente falsa imagen de respeto y honorabilidad, que los suyos le ayudan a publicitar.
Este personaje representa fehacientemente la mascarada triunfal del progreso y la civilización occidental sobre los llamados pueblos atrasados.
Pareciera que en él, como lo afirma Conrad, “toda Europa hubiese participad en su educación”. La poderosa “Sociedad para la Eliminación de las Costumbres Salvajes”, le confía la misión de hacer un informe que sirviera en el futuro como guía para el quehacer de todos los colonizadores, promotores del mercado y de la avanzada cultura europea, entonces, produjo un texto o informe, que empezaba desarrollando la teoría de que los blancos, desde el punto de evolución a que supuestamente han llegado, por fuerza, aparecen ante los salvajes como seres sobrenaturales, decía: “nos acercamos a ellos revestidos con los poderes de una deidad, y otras cosas por el estilo…” y establecía como imperativo mandato y colofón de su guía civilizatoria: “¡Exterminad a todas esas bestias!”.
Este inmoral personaje que expresa fríamente la mentalidad depredadora de los colonialistas, sería recreado por Francis Ford Coppola en la película Apocalypse Now en la cual se nos muestra, desde una perspectiva más contemporánea, ese “destino manifiesto” a que deben someterse los pueblos dependientes y subordinados, frente al imparable proyecto de la llamada civilización occidental y cristiana, representada por los grandes países industrializados y militarizados.
En nombre del “progreso”, de la cultura y la civilización occidental, en la pretensión de fomentar y difundir los “valores” de esa especie de “dirección única” e insoslayable del desarrollo civilizatorio, -que, a pesar de las altísimas posibilidades del desastre nuclear, hoy incluye, como si se tratara de ese informe-guía para el avance de la civilización y como lenitivo, la retórica del proyecto ecuménico de difusión y mundialización de los famosos derechos humanos universales.
“¡Ah, el horror! ¡El horror!”
Han sido muchos los crímenes, masacres y torturas en que han incurrido los gobernantes de esos países desarrollados e industrializados de Occidente, por medio de sus armas y sus argucias -no sólo representados por la saga criminal de la monarquía de la “culta” Bélgica, que parece recoger el libro de Conrad-, sino, más recientemente, en nombre de la “democracia” que exporta los Estados Unidos como potencia hegemónica de los últimos tiempos.
Leopoldo II y Leopoldo III, reyes que fueran “propietarios” personales del llamado “Estado libre del Congo” fueron los gestores del genocidio de más de ocho millones de nativos, y hoy nos son presentados por los medios culturales y periodísticos imperiales, como impulsores incansables de la educación, la paz, el progreso científico y otras maravillas de la civilización; son promocionados y hasta reconocidos internacionalmente, como “benefactores filantrópicos dignos de admiración”. -No podemos dejar de pensar que la misma Bélgica es sede de muchos organismos defensores y promotores de los derechos humanos-.
Detrás toda esa publicitada “beneficencia” de personas, entidades y gobiernos, supuestamente paternalistas, se esconde la más inmisericorde explotación de las riquezas naturales del África, de América y en general del llamado Tercer mundo (diamantes, caucho, marfil, petróleo, plata, oro…). La ambición capitalista subyace en los permanentes genocidios, tanto de la época clásica del colonialismo, como bajo el neocolonialismo y ahora en el período del llamado neoliberalismo con sus políticas extractivistas y de explotación.
Lenin señalaba en el libro El imperialismo, fase superior del capitalismo, de 1916, que en la época del capital financiero, los monopolios tanto de los Estados como los privados, se entretejen en la lucha imperialista por el reparto del botín del mundo. Esa imparable guerra interimperialista en procura de la distribución del mundo que llevó a los Estados colonialistas e imperialistas a la mayor expresión de demencial expansionismo, con la instauración, desde comienzos del siglo XX, de la teoría de la “guerra total”, como elemento fundante, precisamente de ese poder imperialista que harto ha conocido la humanidad durante el desastroso siglo XX y en lo que va corrido del presente, pero, simultáneamente, con esta depredación, se difunde el discurso “ético” y “humanista” de los beneficios que reporta ese avance de la civilización.
Enzo Traverso ha escrito: “La guerra total fue un gigantesco laboratorio antropológico en el cual se diseñaron las condiciones fundamentales de los genocidios modernos y del exterminio industrial del siglo XX. Durante la Primera Guerra Mundial, los soldados, por ejemplo, dejaron de aparecer como los héroes de las guerras tradicionales y se proletarizaron; a la hora de combatir, estaban simplemente incorporados a una máquina en la cual tenían que ejecutar tareas parciales, al igual que un obrero puede trabajar en una oficina o en una fábrica”. (Memoria y conflicto. Las violencias del siglo XX, Enzo Traverso).
En esta perspectiva debemos ver toda la vesania de la Segunda Guerra Mundial, y de las guerras de baja y alta densidad que han seguido, como una continuidad de esa imparable violencia que caracteriza todo el proceso histórico de expansión y dominio de la burguesía: el fascismo, el nazismo y hoy el demofascismo o democracia fascista que se impone, por medio tanto de la guerra, los campos de concentración y de exterminio, como con los mismos procesos de instauración de los llamados regímenes democráticos, todo lo cual es realizado por fuerzas militares ya proletarizadas, que se amparan en el concepto de la debida obediencia y en el supuesto altísimo interés humanitario de impedir la barbarie de los dizque regímenes comunistas, socialistas, populistas o simplemente “reformistas”. Esto no puede ser fácilmente interpretado como una recaída en la barbarie ancestral, porque fundamentalmente es la expresión de una barbarie moderna, pensada y ejecutada dentro de las estructuras y de los elementos constitutivos de la moderna civilización occidental, sustentada en los desarrollos técnicos e industriales.
La humanidad está inscrita ya en una especie de barbarie tecnológica y científica, que permite la realización de las peores pesadillas de destrucción y muerte. Estamos en manos de potenciales asesinos que manejan un poder tecnológico de carácter omnímodo que actúa con la total impunidad que les garantiza su condición imperial. Como lo expresara Gunther Anders, “Estamos en peligro de muerte por actos de terrorismo perpetrados por hombres sin imaginación y analfabetos sentimentales que son hoy omnipotentes”. Y Michael Löwy nos recuerda que todas “esas atrocidades en masa perfeccionadas tecnológicamente y organizadas burocráticamente, pertenecen únicamente a nuestra civilización industrial avanzada. Que Auschwitz e Hiroshima no son “regresiones”: son crímenes irremediable y exclusivamente modernos… En muchos aspectos, Hiroshima representa un nivel superior de modernidad, tanto por la novedad científica y tecnológica representada por la bomba atómica, como por el carácter todavía más distante, impersonal, puramente ‘técnico’ del acto exterminador: apretar un botón, abrir la escotilla que libera la carga nuclear… Esta modernidad la volvemos a encontrar en la cúpula norteamericana que toma la decisión -después de haber sopesado cuidadosa y ‘racionalmente’ los pro y los contra- de exterminar a la población de Hiroshima y Nagasaki: un organigrama burocrático complejo, integrado por científicos, generales, técnicos, funcionarios y políticos tan grises como Harry Truman, en contraposición con la irracionalidad de los ataques de odio de Adolfo Hitler y sus secuaces”.
Desde la perpetración de estos crímenes, impunes, cometidos contra la población civil inerme, con el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, hasta las actuales actividades intervencionistas en Medio Oriente y en el mundo entero, los Estados Unidos no han dejado de insistir en el terror como aceitado mecanismo para la imposición de su hegemonía cultural y política sobre el planeta. Es en torno de ello que realiza una permanente campaña por la universalización de lo que entienden por sistema democrático, y en pro de la más amplia difusión y distribución de los derechos humanos. Estos llamados “principios universales” se han constituido en algo así como artículos de fe, en objetos de una falsa idolatría, que no admite ningún tipo de herejía, ninguna posibilidad de pluralismo ético ni las diversidades culturales. Se lo han impuesto desde la llamada “racionalidad occidental” a todo el mundo y pareciera que buscan la conformación de una civilización mundial única, una perfecta comunión, un total ecumenismo alrededor de sus dogmas y doctrinas.
“Por último, -asevera Löwy- la guerra estadounidense en Vietnam, atroz por el número de víctimas exterminadas por los bombardeos, el napalm o las ejecuciones colectivas constituye, en varios aspectos, una intervención extremadamente moderna: se basa en una planificación ‘racional’ -con la utilización de computadoras y de un ejército de especialistas-, que moviliza un armamento muy sofisticado, utilizando la tecnología de punta de los años sesenta y setenta: los aviones bombarderos B-52, napalm, herbicidas, bombas de fragmentación, etcétera”. (Löwy, Michael. La dialéctica de la civilización: barbarie y modernidad en el siglo XX. Revista Herramienta Nº 22).
A pesar de esos fehacientes hechos de violencia directa han persistido en el sainete de la defensa y promoción de la democracia y los derechos humanos. Luego de la derrota francesa en Vietnam y la inutilidad de los acuerdos logrados en Ginebra en 1954, con el pretexto de impulsar en toda la península Indochina el progreso, el libre mercado, la democracia constitucional y los derechos humanos, el gobierno norteamericano firmó un tratado de amistad y de cooperación con Vietnam del Sur y se comprometió en ayudarle a mantener su independencia, frente al gobierno comunista de Vietnam del Norte, lo que se evidenció con la llegada a Saigón de las primeras tropas estadounidenses, aunque fue claro y manifiesto que no se trataba de unidades de combate. Los Estados Unidos establecieron allí, a partir de 1961, unos cuantos “asesores” civiles y militares que, según se decía, se ocuparían de la promoción de los valores de la democracia y la difusión de los Derechos Humanos.
Cuando la guerra revolucionaria que alentaba Ho Chi Minh se extendía a todo el sur del país y ponía en peligro el gobierno títere, Estados Unidos se inventó un pretexto (el ficticio incidente del golfo de Tonkín) para despachar tropas. El gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica apoyó de manera irrestricta el corrupto gobierno de Vgo Dinh Diem en Vietnam del Sur, hasta que este carnicero fue finalmente derrocado y asesinado por sus propios militares a finales de 1963.
La alteración de ese modelo de “democracia” establecido por los Estados Unidos, llevaría al gobierno norteamericano a fortalecer la lucha por ese tipo de “valores occidentales” con más tropas. En 1968 se contaba ya con más de medio millón de soldados efectivos, dispuestos a garantizar el orden mundial de la democracia y de la libertad.
El 16 de marzo del año de 1968 soldados norteamericanos, previamente instruidos en los valores de la democracia y portando, cada uno de ellos, en sus morrales el texto de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, asesinaron a sangre fría a más de 500 seres humanos, en su mayoría ancianos, mujeres y niños. El Ejército norteamericano aseveraba que la aldea era una fortaleza del Vietcong, porque con anterioridad se habían librado combates en su cercanía. Cerca de cuatro horas duró la masacre. Matanzas similares o, incluso peores que ésta, se han seguido cometiendo sistemáticamente por las tropas norteamericanas en Irak, en Afganistán, en el mundo entero, so pretexto de la defensa de la democracia y de la civilización occidental y cristiana.
Richard Boyle, un periodista que fue a My Lai para escribir sobre la masacre, dijo en su libro Flower of the Dragon (Flor del dragón): “My Lai no fue el acto de un solo individuo, ni de un solo pelotón o compañía. Fue el resultado de una campaña concebida, ordenada, planificada y dirigida por el alto mando militar para darles una lección a los aldeanos de la provincia de Quang Ngai. Fue parte de una clara estrategia política, descrita como la ‘pacificación’ de los aldeanos vietnamitas”.
Los mandos militares en el informe oficial afirmaron que en la zona se habían librado cruentos combates con la guerrilla del Vietcong en los que habían muerto 128 miembros de ese organismo político-militar. El genocidio fue encubierto por el Pentágono.
Tras un teatral consejo de guerra que declaró culpable únicamente al teniente William Calley, juzgado por el supuesto asesinato de tan sólo 22 civiles, fue sentenciado a cadena perpetua, la pena se redujo a 20 años y luego a sólo 10. Finalmente, fue perdonado por el gobierno Nixon y puesto en libertad el 19 de noviembre de 1974, después de cumplir tres años y medio de arresto domiciliario. Algunos años después, Calley dijo en una entrevista: “El haber matado a aquella gente en My Lai no me obsesiona en absoluto. No lo hice por el placer de matar, sino para acabar con el comunismo”.
Toda esta situación, por supuesto, “conmocionó”, como siempre, a la aletargada población civil de los Estados Unidos, a la llamada “opinión pública” que protestó, como aun suele protestar, teatralmente, contra el irrespeto y la violación de los sacro-santos derechos humanos, pero nada cambió, todo siguió igual.
El daño ya está hecho: los soldados, los empresarios, los financistas, los “cuerpos de paz” y hasta los “académicos” de Occidente, se han acercado a los países “atrasados”, como deidades, como portadores del progreso, de la civilización, del conocimiento, de la democracia, de los derechos humanos, de justicia y de la libertad… La fatalidad del uniformismo y la homogeneidad ecuménica decretada por Occidente para todos los seres humanos, se ha cumplido; esa perversa pérdida de toda pluralidad y el sometimiento a un destino manifiesto de progreso y armonía que caracterizaría el devenir histórico de la humanidad -tanto en la versión del capitalismo tardío, hoy mundializado, como en la del fracasado “socialismo real”– ha conducido, luego de la muerte de Dios que señalara Nietzsche, a la muerte del hombre, reducido, tras el falso optimismo de un “final feliz” -como fin de las ideologías, “fin de la historia” e imposición del “pensamiento único”– a una escatología mesiánica y redentorista representada en el imperativo global de unos derechos humanos insertos en una falsa concepción humanista; “no hay nada más repulsivo éticamente que la idea de que, detrás de una superficie de diferencias, todos compartimos el mismo núcleo de humanidad”, ha puntualizado Slavov Žižek. No vivimos en un mundo abstracto. Los derechos humanos, planteados como panacea universal, en un mundo cargado de miserias e inequidades, no dejan de ser una burla teórica por parte de los grupos hegemónicos, de los países posindustrializados.
Esta publicitada concepción del universalismo moral de los derechos humanos ha llevado a la promoción del intervencionismo y la injerencia militar y política por parte de los presuntamente dueños de estos “ideales”, es decir, esos países poderosamente armados que, con la disculpa de garantizar su aplicación y cumplimiento en las más diversas sociedades y culturas, contando muchas veces con el apoyo de los propios Estados dependientes, y sus oligarquías, han jugado el juego de “garantizar” el establecimiento y el “cumplimiento” de tales derechos.
El intervencionismo militar, los “ataques preventivos”, las “misiones humanitarias”, y demás acciones bélicas contra pueblos y gobiernos que señalan como violadores de esta supuesta “ética mínima planetaria”, hacen parte de la teoría política expresada por Kurtz, el personaje de la mencionada novela de Conrad; en realidad velan, ocultan y enmascaran las verdaderas intenciones geopolíticas y expansivas que mueven a estos Estados y organizaciones autodenominados “protectores de los derechos humanos”, empeñados en buscar justificaciones teóricas para la agresión, las invasiones y el uso de la fuerza contra aquellos países que no se amoldan a sus intereses imperiales.
.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.