POR RAFAEL NARBONA
Margaret Thatcher y Ronald Reagan fueron los adalides de la revolución neocon de los años ochenta. Thatcher apuntó que el verdadero objetivo de las recetas neoliberales no era transformar la economía, sino el alma de los ciudadanos. Al reducir o eliminar las medidas de protección social, surgiría una generación de hombres y mujeres que ya no esperarían el amparo de las instituciones, sino que lucharían por su bienestar, compitiendo ferozmente entre ellos y generando riqueza de ese modo. Los valores ya no serían la solidaridad o la dignidad, sino la ambición material, la competitividad y el individualismo. La política neoliberal engendró una sociedad desigual, insolidaria e injusta. Se recortaron o suprimieron las ayudas sociales y, al mismo tiempo, se bajó los impuestos a las clases más pudientes, vulnerando el principio de progresividad fiscal. Eso sí, cuando llegó la crisis de 2008 se rescató a los bancos con dinero público. Se socializaron las pérdidas mientras se continuaba garantizando que las ganancias solo repercutieran en los bolsillos de una minoría.
En España, el trumpismo de la ultraconservadora presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, ha aplicado las mismas políticas del neoliberalismo. Ayudas para las familias con más recursos y recortes en sanidad y educación públicas.
Díaz Ayuso se postula como defensora de la libertad, pero la libertad de la que habla consiste en abrir los bares durante una pandemia, dejar morir a los ancianos en residencias públicas de la tercera edad, combatir la contaminación con macetas o insultar a los líderes y votantes de izquierdas. Autoritaria e intransigente, ha llegado a justificar el golpe de Estado de 1936 propinado por Francisco Franco, alegando que España vivía unas circunstancias políticas y sociales similares a las de la República durante el gobierno del Frente Popular: “Como en el siglo XX, nos llevan al frente, al combate”. La libertad es una palabra vacía si no está acompañada de políticas que garantizan los derechos básicos. Sin salarios justos, viviendas accesibles y servicios públicos de calidad, no se puede hablar de democracia. La precariedad es incompatible con la libertad, pues impide elegir y vivir dignamente.
Hoy más que nunca, es necesario rescatar la idea de libertad de las manos de la derecha y dejar muy claro que es un término vacío de contenido si no está vinculado a la solidaridad, la redistribución, la protección social y la igualdad. Margaret Thatcher consiguió su objetivo. Cambió el alma de los ciudadanos alumbrando una sociedad desalmada y deshumanizada. Ahora urge humanizar la convivencia y restaurar el alma destruida.
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