POR ADRIÁN SOTELO VALENCIA
Se precipita al sistema hacia su decadencia histórica, poniendo en entredicho y agotando el obsoleto y unilateral sistema imperialista occidental comandado por EE.UU.
Muchos se congratularon con la desintegración de la Unión Soviética a principios de la década de los noventa del siglo pasado, cuando el entonces presidente social-demócrata, Mijaíl Gorbachov, inició un proceso llamado de «apertura política» (glásnost) y de «reestructuración económica» (perestroika) que condujo a la desintegración de la URSS, oficialmente reconocida en el Tratado de Belavezha (8 de diciembre de 1991) por el que se disolvía la entidad soviética y se remplazaba por la Comunidad de Estados Independientes (CEI) que más tarde, el 25 de diciembre de 1991, se denominó (la actual) Federación de Rusia.
Desde diversos sectores de la izquierda, pasando por la socialdemocracia, hasta las derechas y ultraderechas celebraron jubilosas la hecatombe del “autoritarismo” y el advenimiento de la presunta “democracia” instaurada con el nuevo régimen. Para el mundo occidental y, por supuesto, para el imperialismo norteamericano que reafirmaba su unilateralismo bajo su supremacía y geopolítica global, el mundo era de color de rosa adornado con un manto de guirnaldas que convencía hasta a los más incrédulos del inminente triunfo del capitalismo sobre las «maléficas fuerzas oscuras» del socialismo «causante» de todos los males y desgracias de la humanidad.
Después de la Gran Guerra Patria, surgió la Pax [norte]Americana —que desde entonces fue la era de las matanzas, la violencia, los golpes de estado y las intervenciones militares— que colocó a EE.UU. como la potencia supremacista indiscutible en el mundo occidental y, por supuesto, en las regiones de Asia, África y de Nuestra América.
El mundo socialista no solo parecía retroceder, sino incluso desaparecer frente al fortalecimiento del capitalismo y del imperialismo. Era la celebración del momento al ritmo del estrellato del Consenso de Washington, ese esperpento estadounidense neoliberal encaminado a imponer al mundo subdesarrollado, con la sumisa complacencia y colaboración de las subordinadas lumpenburguesías y oligarquías dependientes, las políticas de austeridad y de ajuste estructural del Fondo Monetario y del Banco Mundial, basadas en el intercambio desigual, las trasferencias de valor y plusvalor y en la superexplotación de la fuerza de trabajo —ahora extendida a los centros capitalistas avanzados.
La utopía socialista y comunista trascendente de Marx, Engels y de Lenin sucumbía ante el embate ideológico de la distopía protocapitalista duradera promovida en coro por Schumpeter, Keynes, Hayek y Friedman.
La Pax [norte]Americana, ese orden «autoritario» económico-militar-hegemónico nacido desde la aplicación del Plan Marshall, vigente desde el término de la guerra y extendido durante la llamada guerra fría y la de Vietnam que derrotó al poderoso ejército norteamericano, parecía, por designio divino, trascender los límites del tiempo para eternizarse sin obstáculos ni desequilibrios insuperables.
Fue como una centella jubilosa que los tanques del pensamiento burgués-conservador erigieron en alborada para eternizar el capitalismo. El punto de inflexión fueron los dorados años noventa —precedidos de la década perdida de los ochenta y del arribo de la nueva derecha anglosajona reaganiano-thatcheriana («No alternative»)— bajo la tutela del crecimiento de los dos gobiernos de Bill Clinton con una tasa promedio anual, según los ideólogos de la New Economy, de 3.1 % que a muchos les pareció un «periodo excepcional» y que, en verdad, no lo fue, ya que durante las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado su crecimiento promedio anual fue de 5%, muy similar al del promedio de la economía mundial.
Pero pronto el espejismo del boom del tardocapitalismo, con su secuela de procesos de acumulación, concentración y centralización del capital, junto al desarrollo en gran escala del progreso técnico, se obnubiló con la llegada de la larga onda de tonalidad depresiva de la economía mundial —que irrumpió a mediados de la década de los setenta hipostasiada por el ‘World System Analysis’ y la Teoría Marxista de la Dependencia— y que prácticamente se extiende hasta la actualidad.
La década del 2000 será el brusco despertar del sueño monetarista y keynesiano del crecimiento sostenido y sistémico, para comenzar a cabalgar en el torbellino contradictorio y trágico de una realidad económica, política y social que azota con furia a las clases trabajadoras y proletarias de todo el planeta, al influjo de la crisis estructural, de las constantes recesiones y de la llegada de la crisis financiera de 2008-2009 que pautará el camino para el encuentro dialéctico entre el agotamiento de la Pax [norte]Americana, como sistema ideológico-político-militar de dominación imperialista.
La inesperada llegada de la Covid-19, la irrupción de la guerra en Ucrania, el incremento de la inflación y la crisis energética mundial, cristalizarán y profundizarán aún más las agitadas y gigantescas olas de la crisis capitalista global que precipita al sistema hacia su decadencia histórica, poniendo en entredicho —y agotando por fin— el obsoleto y unilateral sistema imperialista occidental comandado por EE.UU., fundado en la Pax [norte]Americana y en sus paradigmas hegemónicos y supremacistas en el contexto de la emergencia de nuevas fuerzas y protagonistas nacionales, regionales y globales constructores del nuevo orden multipolar en ciernes.
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