POR LEONARDO BOFF
Nuestros antepasados (homínidos) irrumpieron en el proceso de la evolución hace unos 7-8 millones de años. El actual homo sapiens, portador de conciencia refleja, de inteligencia, de capacidad de amor y de lenguaje, del cual descendemos nosotros, surgió hace solo 200 mil años. Antes, vivió en África durante varios millones de años. Allí se elaboraron las estructuras antropológicas básicas que constituyen nuestra humanidad. Por eso, todos somos de alguna forma africanos. Después comenzó la gran dispersión por el vasto mundo hasta ocupar todos los espacios terrestres. Ahora se ha iniciado el gran camino de vuelta para encontrarnos todos en la misma Casa Común, el planeta Tierra. Se ha inaugurado la nueva fase de la humanidad y de la Tierra, la fase planetaria, que otros llaman globalización. Solo en 1521, cuando Fernando de Magallanes y sus marineros hicieron la circunnavegación marítima de la Tierra, entró en la conciencia colectiva que la Tierra es redonda y puede ser recorrida desde cualquier lugar. Las potencias de la época, Portugal y España comenzaron su ocupación/invasión de África, de Abya Yala y de partes de Asia. Fueron los primeros pasos de la planetización.
Esa planetización fue creciendo y hoy se presenta bajo muchas formas. Se habla de la globalización económico-tiranosáurica, la globalización humano-social y la globalización ecozoico-espiritual. La predominante es la económico-financiera, que llamaría fase dinosáurica, porque se concreta en una forma voraz que nos hace pensar en los dinosaurios, pues oprime a los seres humanos y devora la naturaleza. En realidad, se trata de la occidentalización del mundo, de sus valores como la democracia, los derechos humanos, la ciencia y la tecnología, y también de sus defectos, como la voluntad de dominación, su espíritu beligerante, su individualismo (Serge Latouche, ‘La occidentalización del mundo’, Vozes 1994).
El ser humano nunca ha vivido solitario. El pensador alemán Norbert Elias vio la socialidad en las “unidades de subsistencia” (‘El proceso de civilización’,1959) cuya función era proteger al grupo de los riesgos existenciales y al mismo tiempo imponer control a la violencia, dentro del grupo y contra grupos externos. La convivencia solidaria y el control de la violencia están en la base de cualquier sociedad y civilización.
Estas “unidades de subsistencia” se desarrollaron históricamente en ciudades, metrópolis y actualmente en megacorporaciones y potencias con un poder económico fantástico y un poder militar con capacidad de destruir toda la vida con sus armas nucleares, químicas y biológicas. Los estudiosos llegan a ver en la letalidad de las armas nucleares una curiosa función civilizatoria, en el sentido de evitar la guerra, que sería final. “Su utilidad sería su no-empleo” pues evitaría la “Destrucción mutuamente asegurada” (Mutually Assured Destrucion, en palabras de Stephen Mennel, en Mike Featherstone (org), Cultura global, Vozes 1994, p.389).
El hecho nuevo de estar todos dentro de la misma Casa Común requiere una instancia plural de hombres y mujeres, que represente a todos los pueblos e intereses, para reflexionar sobre el destino de la humanidad y, sobre todo, para encontrar soluciones globales a problemas globales como la Covid-19, el calentamiento creciente de la Tierra y la devastación de la biodiversidad.
Actualmente vivimos una paradoja: por un lado, se verifican por todos los medios las interrelaciones técnicas, económicas, políticas y culturales de la planetización, el descubrimiento de la única Casa Común como un hecho irreversible y, por otro, se preservan las soberanías nacionales, obsoletas en sí mismas, con guerras altamente letales para garantizar los límites de determinadas naciones. No se ha formado la conciencia colectiva de que somos ciudadanos planetarios y que “Mi Patria es la Tierra”. Aquí reside el real peligro del mantra del presidente Donald Trump: “Hacer América grande de nuevo” (MAGA) o el aforismo “America first” “América primero”, que pensándolo es: “Solo América”.
Si la más poderosa potencia económica, científico-técnica y militar se aísla y no asume junto con todas las demás su responsabilidad ante los graves peligros que pesan sobre la vida y la humanidad, podremos ver realizadas las duras palabras pronunciadas recientemente por el secretario general de la ONU, António Guterres: “O actuamos colectivamente o conoceremos el suicidio colectivo”. Bien observó Edgar Morin a sus 103 años: “Sería necesaria una escalada súbita y terrible del peligro, que sucediera una catástrofe que produjera la descarga eléctrica que necesitamos para la toma de conciencia y de decisiones” (‘Sociedade-mundo ou império’ en Política Externa vol. 1 de 2022 p. 85). Trump y nuestro Inelegible son notorios negacionistas que, según Noam Chomsky, en un museo del mal “deberían tener una sala especial” (‘¿Como parar el reloj del juicio final?’, Editora ICL 2023, p.22).
En el momento actual nos enfrentamos a este dilema: o fundamos una paz perenne entre todos y con la comunidad de vida o podríamos conocer un holocausto nuclear, consecuencia del negacionismo y de la irresponsabilidad. Cuando las potencias se disputan la hegemonía, en este caso EE.UU., Rusia y China, dicen los estudiosos que generalmente terminan en guerra. Si fuera nuclear podrá ser la guerra terminal.
Hago mías las palabras del astronauta Sigmund Jähn al regresar a la Tierra: “Ya han sido traspasadas las fronteras políticas, traspasadas también las fronteras de las naciones. Somos un único pueblo y cada uno es responsable de mantener el frágil equilibrio de la Tierra. Somos sus guardianes y debemos cuidar nuestro futuro común”.